Sandy (¿o era Shelly?) había dispuesto que lo enterraran en Nevada. No había ninguna razón para llevar el cuerpo a Nuevo México. Mi madre no estaba allí, sino que reposaba en Minnesota con su familia. A mi hermano, que murió en acto de servicio en el ejército, lo habían enterrado con honores en un cementerio militar.
Así, a mi padre lo llevaron a un cementerio moderno en las afueras de la ciudad, uno de esos jardines cuyas flores tienen un brillo demasiado uniforme como para ser real y decoran hectáreas y hectáreas, todas iguales, y donde las losas de las tumbas, también idénticas, quedan escondidas por la hierba hasta que prácticamente tropiezas con ellas. Mientras el capellán aconfesional recitaba unas palabras bajo el pabellón donde se encontraban el féretro y la comitiva, dejé que mi mente vagara hasta que uno de mis tacones altos traspasó la hierba empapada y empezó a hundirse, lo cual me devolvió a la realidad con un sobresalto.
Un plato de papel con comida, cuarenta y cinco minutos de conversaciones triviales con los amigos y vecinos de mi padre, un largo recorrido hasta el aeropuerto en un coche de alquiler, y de nuevo al avión para regresar a Minneapolis.
A bordo no había ni un asiento libre. Mis compañeros de viaje tenían pinta de jubilados que habían estado de vacaciones en los casinos y que volvían al frío enero de la ciudad después de una tregua en el clima cálido del oeste. Tan pronto como estuvimos en el aire, el piloto anunció, con voz serena, que los vuelos que nos habían precedido habían experimentado «turbulencias» debido a la tormenta que se abatía sobre la llanura. Los pilotos de esos vuelos anteriores lo habían dicho en serio porque, al cuarto de hora del primer anuncio, el nuestro volvió a dirigirse a la tripulación por megafonía e indicó a las dos azafatas que ocuparan sus asientos.
El avión botaba como un trineo del que se tira demasiado deprisa sobre una nieve endurecida que se ha convertido en hielo duro e irregular. Toda la estructura crujía, temblaba y botaba, sacudiendo la mata de pelo azul de la anciana que dormía a mi lado.
Los aviones no me dan miedo, pero esa noche tuve una sensación muy extraña que jamás he vuelto a experimentar. Iba completamente a la deriva y fuera de control. Estaba rodeada de seres humanos, pero eran desconocidos. Me sentía perdida, como si en aquel estrato negro entre las nubes y las estrellas ni siquiera Dios pudiera dar conmigo. Miré por la ventanilla con la esperanza de divisar luces de ciudades, algo que pudiera significar un punto de referencia. No había nada.
No me había tomado una copa de verdad mientras había tenido la oportunidad, y en esos momentos deseé una. Para mí, se trataba siempre de un anhelo físico que se manifestaba en dos puntos localizados: lo notaba bajo la lengua y en lo más hondo del pecho. Chupé los últimos cubitos de la cocacola y lamenté que se terminaran.
De haber vivido mi madre, habríamos estado juntas, seguro, pero había muerto cuando yo tenía nueve años. Mi hermano Buddy siempre había sido un pendenciero que se creía con derecho a obtener cuanto se le antojaba. Lo único que le merecía cierto respeto era la fuerza física. Como era cinco años mayor, yo nunca tendría suficiente. Cuando mi padre, que era camionero de larga distancia, volvía a casa, dormía en la habitación principal de nuestro remolque para que Buddy y yo pudiéramos tener un cuarto cada uno. Nunca lo supo pero, en realidad, no habría tenido por qué molestarse.
Cuando, con dieciocho años, mi hermano se alistó en el ejército, para mí fue un gran alivio. Mi padre lo veía de otro modo. Se pasaba largos períodos en la carretera y pensaba que una chica de trece años no podía estar sola tantos días y tantas noches sin la supervisión de un hermano mayor. Por ello, me puso en un autobús de la Greyhound con destino a Minnesota, donde vivía una anciana tía de mi madre.
Fue en Minnesota donde descubrí el baloncesto o, mejor dicho, el entrenador me descubrió a mí porque, a los catorce años, sacaba más de un palmo a casi todas las chicas de la clase. Desde aquel momento, viví prácticamente en el gimnasio. Jugaba con el equipo y luego, cuando todas se marchaban, me quedaba practicando tiros libres e intentando una canasta absurda desde más allá de la línea exterior. Como las canciones que a veces se nos pegan en la mente y cantamos para nuestros adentros, cuando me duermo todavía oigo secuencias repetidas de los ruidos del gimnasio: el cinético golpear de la pelota contra el parqué, el temblor del tablero, los chirridos de las zapatillas.
Todo el mundo necesita un hogar; para mí lo fue el gimnasio. Cuando yo estaba en el último año, nuestro equipo ganó el campeonato estatal. En el anuario del instituto había una foto de esa noche, una que apareció en un periódico local, tomada justo después de que sonara la bocina de final de partido: en medio de la celebración, mi co-capitana, Garnet Pikem, me levantó en vilo, riendo las dos. Garnet era algo más alta que yo y durante aquel curso habíamos compartido muchas horas en el gimnasio. Aun así, un segundo después de que sonara la bocina, caímos al suelo y yo me golpeé contra la cancha con tal fuerza que el entrenador creyó que me había roto algún hueso, pero en ese momento no sentí ningún dolor. Aquella noche, por mis venas corría la inmortalidad; todas éramos intocables.
Luego me llamaron de la Universidad de Nevada en Las Vegas y fui a jugar con ellos, pero nunca volvió a ser lo mismo. La universidad no me gustaba y aunque disfruté de cierta acción en las competiciones, no fue la suficiente como para que sintiera que el equipo me necesitaba. No dije nada -de comentar algo hubiera parecido que me quejaba-, pero lo que me carcomía era la sensación de que estaba en la UNLV sin merecérmelo, que no me estaba ganando a pulso mi lugar. A decir verdad, mi expediente académico no justificaba mi presencia en el campus.
En las fotos de aquella temporada tengo un aspecto triste, y no pasa por alto la ridícula brillantina que me ponía en el pelo, como si con ello quisiera recalcar la distancia que me separaba de mis compañeras de cabello corto, con cola de caballo o con las trenzas atadas a la cabeza. Al año siguiente, dejé que el período de matriculación se cerrara sin inscribirme en ninguna clase y luego escribí una carta al entrenador, hice las maletas y me dediqué a una serie de trabajos eventuales de esos que no llevan a ninguna parte, en lo que fue el último desvío de mi camino de convertirme en policía.
Buddy murió en un accidente de helicóptero en Tennessee que se cobró la vida de trece soldados. Mi padre no me creyó cuando le comuniqué que no pensaba salir de la academia de policía para regresar a casa y asistir a su funeral. En su mundo, Buddy había sido un héroe noble; en su mundo, yo amaba y admiraba a mi hermano tanto como él. Siguió pensando eso hasta el mismísimo día del funeral.
Aquella noche, al llegar a casa, me encontré un mensaje suyo de ocho minutos en el contestador. El tema central del mensaje era la indignación y, aunque en la llamada había tintes de decepción y algo de melancolía, siempre volvía a la rabia.
Decía que, desde la muerte de mi madre, me había criado sin ayuda de nadie. Nunca se había emborrachado en mi presencia y, más tarde, nunca me había escatimado los cheques que me mandaba para la manutención, aunque yo no le escribiera nunca y apenas lo llamara. Después loaba a Buddy, el héroe caído, y en ese punto se acababa la cinta del contestador y sus palabras se interrumpían.
Fue una lástima que la conversación hubiera quedado en monólogo, porque habría sido la más profunda que jamás hubiésemos mantenido. Pensé en descolgar y llamarlo, pero sabía que mi padre no querría ni podría escuchar todo lo que tenía pensado decirle acerca de Buddy, el noble guerrero, por lo que, finalmente, no contesté a esa llamada y sobre nuestra relación cayó un largo crepúsculo. Y, en última instancia, si su novia no hubiese encontrado mi dirección en una vieja tarjeta de Navidad, no habría sabido siquiera que había muerto, ni me habría encontrado en un vuelo económico atestado de gente de regreso de su funeral.