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Al aterrizar, me sentí aliviada de volver a tener los pies en el suelo; estaba agotada por la descarga de adrenalina, y mis ganas de tomarme un whisky se habían multiplicado por dos. Para ir a casa tenía que tomar un taxi, por lo que no había ninguna razón para no hacer un alto en el bar del aeropuerto.

Yo era casi la única persona del local. Una camarera cortó las rodajas de limón con la mirada perdida en algún lugar lejano. Un hombre alto y magro, con un cabello castaño rojizo que le llegaba casi hasta los hombros y barba de dos días, tomaba una copa en la barra.

En vez de sentarme también allí, lo hice en una mesa que estaba junto a la pared para que el hombre preservara su intimidad. Pese a ello, no dejamos de mirarnos el uno al otro, en apariencia de una manera casual. El televisor volvía su cara verde inexpresiva hacia el bar, no había nadie más y era como si ninguno de los dos supiéramos dónde fijar la mirada si no era en el otro. Tal vez captábamos nuestra mutua tristeza.

El hombre se inclinó hacia delante y habló con la camarera. Ésta preparó un whisky con agua como el mío y otro vodka para él. Pagó y llevó las copas a la mesa donde yo me sentaba.

Era bastante atractivo, quizá un poco demasiado delgado. Por sus facciones, habría dicho que era euroasiático, tal vez siberiano. Tenía los ojos algo rasgados, como los de un lince.

– No quisiera meterme donde no me llaman, pero ese vestido que llevas parece de funeral -observó.

Nos presentamos sólo con el nombre de pila. Yo era Sarah, que volvía del entierro de un familiar; él era Mike, que acababa de terminar «una relación muy breve, muy equivocada». No nos extendimos más sobre las circunstancias de cada uno. Tampoco hablamos de lo que hacíamos para ganarnos la vida y al cabo de veinte minutos me preguntó si tenía medio de transporte para volver a casa.

Me acompañó a mi estudio, un cuarto barato en Seven Corners. Dentro, dejé mi sobrio traje negro de funeral y las medias en el suelo junto con sus ropas descoloridas por el sol y sus botas de trabajo.

En esa época vivía con despreocupación y no me resultaban extraños los ligues de una sola noche. Siempre me despertaba justo a tiempo de oír a los hombres que se levantaban para marcharse, pero nunca abría los ojos, con una culpable y huidiza sensación de gratitud porque por la mañana ya no estarían allí.

Aquel tipo pareció esfumarse de mi cama; no lo oí cuando se marchó. Habría sentido mi habitual alivio de no ser por un recuerdo.

En el aeropuerto, habíamos caminado en silencio hasta el aparcamiento para estacionamientos cortos y me condujo hasta su coche, el viejo Catalina de color verde.

– Qué bonito -comenté-. Tiene personalidad.

No replicó nada y me volví para mirarlo. Se había detenido y estaba apoyado en una columna de cemento; tenía los ojos cerrados y la cara levantada hacia el aire que venía de la pista, un aire gélido de enero que olía a combustible de aviación.

– ¿Ocurre algo? -pregunté.

– No -respondió, todavía con los ojos cerrados-. Me estoy despejando un poco, para que no nos la peguemos en la carretera 494.

Me acerqué donde estaba y contemplé el avión que se dirigía hacia el noroeste escalando una invisible rampa de aire en el firmamento nocturno. Y entonces dije algo en lo que ni tan sólo había pensado:

– He sobrevivido a toda mi familia -comenté.

– Uf, pues a mí ya me habría gustado -replicó, y yo estaba lo bastante achispada para que sus palabras me hicieran soltar una carcajada frívola y sorprendida. Abrió los ojos, me miró y luego me abrazó con fuerza. Su barba me rascó la mejilla.

Tal vez nuestros comentarios habían resultado demasiado íntimos para la etiqueta que impera en las relaciones de una sola noche, pero no me importó. Ni siquiera me asombró. Alivió una presión que sentía en el pecho que ni tan sólo los Seagrams habían logrado disolver.

Aquella semana, más tarde, Genevieve y yo nos encontramos en el gimnasio, según teníamos por costumbre. En esta ocasión, nuestro recorrido a la sala de pesas se vio interrumpido. Caminábamos junto a las canchas de baloncesto y una voz gritó:

– ¡Eh, Brown!

Genevieve se detuvo y se volvió, y yo hice lo propio.

El hombre que la había llamado se encontraba en la línea de tiros libres, flanqueado por tres tipos, todos más jóvenes que él.

– ¿Por qué no nos presentas a tu amiga? -gritó.

– Son de la brigada de Narcóticos de la policía del condado -dijo Genevieve-, excepto el más alto de todos. Es Kilander, fiscal del condado.

Levantó la voz.

– ¿Te refieres a mi amiga, esta tan alta? -replicó. Y luego, volviéndose hacia mí, añadió-: ¿Quieres conocerlos? Probablemente estén reclutando gente para un equipo o algo así.

Vi claramente que Genevieve era amiga del cabecilla, Radich, que visto de cerca tenía aire mediterráneo, la edad de Gen, un rostro anguloso y unos ojos oscuros de aspecto cansado. Kilander medía metro noventa, tenía el pelo rubio y unos ojos azules limpios y rebosantes de sinceridad como los de un granjero que se ha metido a presentador de televisión. Los otros dos eran de mediana estatura y robustos; uno de ellos, Hadley, era de raza negra y más o menos de mi edad, y el otro, Nelson, era un escandinavo de aspecto militar con el pelo cortado a cepillo y unos inexpresivos ojos azules.

– Es Sarah Pribek; trabaja en patrullas -dijo Genevieve-. Y lo que es más importante, en sus tiempos de universitaria ganó un campeonato jugando de alero.

Los hombres intercambiaron sonrisas.

– En fin -prosiguió Genevieve-, que si queréis ficharla para algún torneo interagencias que tengáis en perspectiva, consideradme su agente.

– ¿En perspectiva? -preguntó Radich con aire de inocencia-. Necesitamos a alguien ahora mismo para suplir a Nelson, que nos deja. Y tú también puedes jugar, detective Brown, no faltaría más.

– ¿No faltaría más? Y una mierda -replicó Gen.

– Espera -intervine-. ¿Se marcha un chico y necesitáis dos suplentes?

– Es que a mí deben de considerarme media persona o algo así -explicó Genevieve.

– No -dijo Radich-. Ya estábamos jugando tres contra dos. ¿Dónde demonios está Shiloh?

– Aquí -respondió una nueva voz.

Como había estado observando la ácida conversación entre Genevieve y Radich, no había advertido su entrada desde la banda. Me volví para mirar al recién llegado y tragué saliva en un acto reflejo.

En sus ojos de lince no había ni el menor asomo de sorpresa, pero comprendí que me había reconocido. Iba perfectamente afeitado y quise apartar los ojos de su rostro, pero no pude.

– Éste es Mike Shiloh, de Narcóticos. -Radich continuó con las presentaciones-. Y ésta es Genevieve Brown, de la División de Investigaciones.

– Ya conozco a Genevieve.

– … y Sarah Pribek, de patrullas.

– Hola -saludó.

– Van a jugar con nosotros un rato. La última vez Kilander eligió primero, o sea que ahora te toca a ti. ¿Brown o Pribek?

Genevieve me miró y puso los ojos en blanco ante aquel desenlace inevitable.

Shiloh nos estudió de arriba abajo, luego miró de nuevo a Genevieve y movió la cabeza en dirección a Hadley, su compañero de equipo.

– Ven aquí, Brown -dijo al fin.

– ¡Mike! -Hadley parecía disgustado. Radich dedicó una mirada algo sorprendida a Genevieve y ésta se encogió de hombros como diciéndole: «A mí que me registren».

Esperé que, con toda la confusión, nadie notara hasta qué punto me había ofendido. Kilander, el fiscal, fue el único que se mantuvo imperturbable y me dedicó una sonrisa como si tuviéramos un gran secreto libidinoso.

Y así empezó el partido. Genevieve se lanzó resueltamente entre nosotros, protegida por Radich, algo lento. Hadley hizo un buen trabajo frenando a Kilander y contrarrestando con velocidad la altura y la habilidad del oponente. Pero el juego fue, sobre todo, cosa de Shiloh y mía.