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Tengo que reconocer que era muy bueno; me presionaba en mis torpes movimientos bajo la canasta y no me dejaba salir con comodidad donde pudiera encestar de tres puntos. Conseguí, sin embargo, que no metiese muchos. Los dos equipos fuimos empatados casi todo el partido. Shiloh me marcaba, pero tenía mucho cuidado de no hacerme falta. Finalmente, perdí los nervios y le di un empujón.

Cuando se colocó en la línea y recibió el balón de manos de Radich para lanzar los tiros libres y consumar la victoria, Shiloh no hizo el menor comentario sobre cómo había perdido el control. Sin embargo, cuando todos nos apartamos para que lanzara, Genevieve me susurró al oído, riéndose:

– Le acabas de poner el partido en bandeja. -Era una broma, pero yo estaba enojada conmigo misma.

– A lo mejor falla.

– Shiloh nunca falla -replicó Genevieve en voz baja.

Shiloh aceptó el balón que le tendía Radich, lo hizo botar de esa manera pausada a la que recurren todos los baloncestistas del mundo para perder tiempo, lanzó y la pelota rebotó en el aro.

Reí aliviada y miré a mis compañeros de equipo con aire de triunfo. Shiloh no me hizo ningún caso, pero al final no importó porque su equipo nos ganó por un estrecho margen.

Mientras Genevieve se despedía de Radich, Shiloh se volvió hacia mí desde una distancia de unos tres metros, se detuvo y dejó que Hadley se marchara solo de la cancha. Llevaba la descolorida camiseta verde del equipo de Búsqueda y Rescate de Kalispell, empapada de sudor y pegada a las costillas. Me recordó los costados de un caballo de carreras enfriándose.

– Kilander fue alero en Princeton -dijo.

– ¿Sí?

– Sí. Te convendría practicar los pases.

Camino del vestuario, cuando ya nadie nos oía, Genevieve fue menos diplomática.

– ¿Qué demonios ha sido eso?

– ¿El qué?

– Nunca, en toda mi vida, había visto a dos personas tan competitivas. ¿Conocías a Shiloh de algo?

– ¿Y por qué me echas la culpa a mí? -dije, evasivamente.

– Le hiciste falta -replicó.

– Ya le vale, por no haberme escogido para su equipo. ¿Y de qué demonios hablabas?

– No lo sé -Genevieve admitió, pensativa-. En realidad, no es que lo conozca tanto. Nadie lo conoce. A la gente de la división no le cae bien.

– ¿Por qué?

– Porque hace cosas como la que te hizo a ti. -Genevieve se encogió de hombros-. Probablemente ni se dio cuenta de que te estaba humillando. -Se inclinó para atarse las botas, con un pie apoyado en el banco-. Por lo que Radich dice, es un tipo competente, pero poco sociable. Radich es su teniente, ¿sabes?

Le di vueltas a esa información.

– Kilander y él tuvieron una historia peculiar, una historia conflictiva. -Precisamente entonces, cuando la conversación empezaba a ponerse interesante, Genevieve cambió de tema-. ¿Tienes turno de noche, hoy?

– No -dije-. Tengo todo el día libre. ¿Por qué?

– Te he dicho muchas veces que has de venir un día a cenar a casa, y ese día podría ser hoy. Mi hija preparará la comida. Ya es mejor cocinera que yo.

Pensé que ya surgiría otra oportunidad de que Genevieve me hablara de Shiloh, pero en los días posteriores no tuvimos ocasión. Lo siguiente que volví a saber de él fue que iban a relevarme de una patrulla para que trabajase una noche con el detective Mike Shiloh en una especie de trabajo de vigilancia.

Llevar ropa de calle. Ésas fueron todas las instrucciones que recibí antes de ir a encontrarme con Shiloh en el depósito de vehículos. Él sólo iba algo mejor vestido que el día que lo había conocido en el aeropuerto y, con un silencioso asentimiento, me pidió que lo acompañara. Tomó un Vega verde oscuro sin distintivos.

– ¿Adónde vamos? -le pregunté cuando ya estuvimos en marcha.

– Fuera de la ciudad -respondió Shiloh-. Al país de la anfetamina.

Al cabo de un minuto de que yo decidiera que íbamos a hacer el camino en silencio, prosiguió:

– En realidad, será bastante aburrido. En un pueblo pequeño es muy difícil mezclarse con la gente y pasar inadvertido. Y cuesta aparcar sin llamar la atención. Con una mujer en el coche, podemos ser una pareja que quiere estar a solas.

– Y has pensado en mí.

– No -replicó Shiloh, categóricamente-. Ha sido idea de Radich.

Me pregunté si algún día me perdonaría por haberlo considerado débil y necesitado de compañía. Me pregunté si le había pasado por la cabeza que pudiera estar enfadada porque él también me había visto débil y necesitada de compañía. Tal vez sería mejor evitar mencionar que nos habíamos acostado juntos el resto del tiempo que nos tratáramos. Yo, desde luego, no sacaría a relucir el tema.

– Bien, pues tendré que darle las gracias a Radich -dije.

– Yo no lo haría -replicó-. Lo que vamos a hacer es una tontería. Aburrido, ya te lo he dicho.

– ¿Qué te ha pasado en el brazo?

– ¿Qué? -Shiloh siguió mi mirada hasta la tirita redonda que llevaba en la cara interna del codo-. He donado sangre. Soy cero negativo, donante universal. Me llaman un par de veces al año y me piden si puedo donar. -Se quitó la tirita, dejando a la vista una piel sin señales.

Con aquello dimos por finalizada la conversación hasta que llegamos a nuestro destino y aparcamos delante de un bar para obreros que parecía muy poco animado.

Shiloh paró el motor.

– ¿Por qué aquí? -pregunté.

– Porque los dos tipos suelen venir a este bar. Pensamos que tienen un laboratorio en una casa, carretera abajo. Este lugar es como su oficina. -Hizo una pausa-. Lo cual nos conviene, porque es difícil vigilar una casa de campo sin que te vean. Allí no tendríamos ningún pretexto para aparcar.

– ¿Y qué buscamos?

– Algo que nos demuestre que no se trata sólo de dos tipos que pasan demasiado tiempo en el bar. Espero que si nos quedamos algún tiempo allí al acecho, al final descubramos algo. Alguien con quien estemos familiarizados, alguien con antecedentes. Todos estos tipos tienen unos historiales larguísimos. Salen de la cárcel y a los dos días vuelven a estar metidos en el laboratorio. -Shiloh se volvió ligeramente para mirarme y su postura, si no su cara, transmitió interés. Comprendí que se estaba metiendo en el papel. Era una noche de ligue-. Tengo que ver que se relaciona con otros tipos como él. Con eso no basta para conseguir una orden de detención, pero ayudará. -Posó suavemente una mano en mi hombro y me controlé para que no se me notara el efecto que me había producido el contacto.

– Genevieve me ha contado que eres de Utah -dije, para iniciar una conversación.

– Genevieve te ha contado bien -replicó.

– Entonces, ¿eres mormón?

– No, qué va. -Shiloh parecía una pizca divertido.

– ¿Por qué te ríes? -le pregunté.

– Mi padre fue ministro de una pequeña iglesia sin adscripción. A los mormones ni siquiera los consideraba cristianos.

– ¿Era fundamentalista?

– A la gente le gusta colgar etiquetas -respondió Shiloh tras encogerse de hombros con indiferencia- pero, para mi padre, sólo había dos tipos de personas en el mundo: las ovejas y las cabras.

– ¿Sólo esas dos opciones? -No me parecía nada halagüeño, pero yo no conocía la historia del juicio final, según el Evangelio.

– Pues sí, lo siento -dijo en tono burlón y, si lo hubiese conocido mejor, me habría echado a reír.

– Y entonces, ¿qué es lo que te trajo de Utah a Minneapolis? -pregunté para cambiar de tema.

– No fue porque quisiera este destino en particular -dijo.

Durante un rato, me habló de sus años de adiestramiento y de su primer trabajo en las patrullas de Montana, y luego su llegada al este para trabajar en la brigada de Narcóticos, sus años de nómada haciéndose pasar por adicto para comprar droga y detener al camello y otras operaciones encubiertas más complicadas. Sus ojos me dejaban a menudo para observar la calle, pero no traté de ayudarlo en la vigilancia, porque no sabía a quiénes buscábamos. De vez en cuando, Shiloh me pasaba el dedo por el cuello y la clavícula de una manera posesiva y cariñosa. Metido en su papel.