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Luego se cansó de hablar de sí mismo y preguntó:

– Y tú, ¿de dónde eres?

– Del norte de Minnesota -le respondí-. Del Iron Range.

Era la respuesta que daba habitualmente a las personas a quienes acababa de conocer. No sé por qué pero, a menos que pensara que la relación iba a durar, rara vez mencionaba Nuevo México, y pensé que Mike Shiloh no entraba en esta categoría.

Pero las siguientes palabras que pronunció me obligaron a desobedecer esta regla.

– Entonces, ¿naciste allí? -preguntó.

– Bueno, la verdad es que viví en Nuevo México hasta los trece años.

– ¿Y luego, qué?

– Y luego vine aquí -me limité a decir. No se trataba de que quisiera matar la conversación, porque íbamos a estar allí un buen rato y de alguna manera teníamos que pasar el tiempo, pero creo que el tema de la infancia es como el del tiempo que hace, puedes hablar de él todo cuanto quieras pero no conseguirás cambiarlo.

– ¿Por qué? -preguntó Shiloh. No me presionaba. Para los policías, hacer preguntas es algo natural. Las hacen incluso a personas que no son delincuentes ni sospechosas de serlo, de la misma manera que los perros pastores se dedican a agrupar a los niños pequeños cuando no hay ganado a la vista.

– Tenía una tía abuela que vivía aquí y mi padre me envió a su casa. Era camionero y pasaba mucho tiempo fuera, en la carretera. -Hice una pausa-. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años. De cáncer.

– Lo siento mucho -dijo.

– Ocurrió hace mucho tiempo -proseguí-. A lo que íbamos; mi padre se preocupaba mucho por mí cuando estaba de viaje y llegó a un acuerdo con mi tía…, con mi tía abuela, quiero decir, para que me instalase en su casa. Supongo que también pensaba que en mis años adolescentes necesitaría una influencia femenina. No lo hizo porque fuera díscola o me hubiese portado mal.

Oh, maldición. Me avergoncé de lo que acababa de decir. Tal vez temía que aquélla fuese la conclusión que él sacase de mi historia.

Mike Shiloh, sin embargo, no notó mi apuro o no quiso darle importancia a mi comentario.

– ¿Y vuelves de vez en cuando a Nuevo México? -inquirió.

– No -respondí-. Allí ya no me queda familia. Y los años que pasé en ese lugar parecen muy lejanos. Es como… -me interrumpí, buscando las palabras adecuadas-, es como si todo lo que me sucedió en Nuevo México le hubiera ocurrido a otra persona. Casi como una vida anterior. Ya sé que suena raro pero…

¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué decía aquello?

– Lo siento -susurré-. Estaba divagando. Lo que quería decir -me apresuré a explicar- es que esos años transcurrieron sin acontecimientos dignos de mención. En realidad, en Nuevo México nunca me ocurrió nada.

Sentí que la temperatura aumentaba debajo de mi piel pero, una vez más, Mike Shiloh prefirió pasar por alto mi consternación.

– Te entiendo -afirmó con una sonrisa-. A mí, en Utah, tampoco me ocurrieron demasiadas cosas.

Sus palabras sonaron alegres y desenfadadas, pero me miraba muy serio. No, no era eso. Me miraba como si me calibrase, pero lo hacía de una manera tierna, con una expresión que me hizo sentir…

– Ven, ven aquí-dijo Shiloh deprisa, sacándome de mis reflexiones. Me indicó que me acercara con una seña-. Tengo que mirar por encima de tu espalda y que no me vean, ¿de acuerdo?

Siguiendo sus indicaciones me senté en su regazo. Durante los instantes siguientes fuimos una pareja dándose el lote aparcados frente a un bar. Me pasó los brazos por la espalda y hundió la cabeza en mi hombro.

– Eso es -dijo.

Mis pensamientos sobre lo que estábamos haciendo me impidieron disfrutar de la intimidad del momento. Intenté moverme un poco, parecer natural, sin estorbarle la perspectiva.

– Haz como si no ocurriera nada -dijo en voz baja sin alzar la cabeza-, pero vuélvete y mira a ese tipo de la chaqueta oscura que viene del aparcamiento.

Me volví ligeramente, bajando la cabeza.

– Ya lo veo.

Mientras lo decía, el hombre desapareció tras la puerta doble del bar, que no tenía escaparate.

– Es alguien a quien conozco de Madison -explicó Shiloh-› y cuando digo que lo conozco quiero decir que lo detuve una vez. Por eso no puedo entrar en el bar.

– Pero yo sí, ¿no?

– Sí -respondió-. Entras y te sientas en un sitio desde donde puedas observarlo, y fíjate con quién está para que luego puedas darme una descripción completa. Pero todavía no, espera. Vamos a darle tiempo para que se aposente.

– Muy bien -dije, satisfecha ante la perspectiva de entrar en acción.

– Y de momento, ya puedes volver a tu asiento -dijo.

Me aparté a toda prisa. Si no hubiera estado tan oscuro, me habría preocupado que me viera ruborizada.

Cuando entré en el bar, vi que estaba casi tan oscuro como en la calle. El tipo al que seguía estaba lo bastante cerca de la barra como para que yo pudiera controlarlo desde allí, pero los dos hombres con los que hablaba me daban la espalda.

Después de beber un trago, dejé en la barra la cerveza de barril que había pedido y me acerqué a la máquina de cigarrillos. Hurgué en mi bolso con cara de frustración y me acerqué a la mesa a la que estaban sentados los tres tipos.

– Perdonad, ¿podríais darme cambio de un dólar?

– Lo siento, nena -dijo Madison con frialdad.

– Espera, yo sí tengo -intervino uno de sus acompañantes. Vi que se trataba de un hombre muy alto. Era difícil saber cuánto medía, pero debajo de la mesa sus piernas se extendían un buen trecho.

– Gracias -dije, dejando un gastado billete en la pequeña mesa redonda y tomando las cuatro monedas que me daba.

Volví a la máquina de cigarrillos, compré un paquete de Old Golds y me dirigí al baño de señoras. Pero en vez de meterme en él, encontré una puerta lateral que daba a la calle y salí sin que me vieran desde el bar.

Me detuve junto a la ventanilla del conductor del Vega y Shiloh bajó el cristal.

– Dos tipos rubios -dije-, uno es altísimo, con el pelo largo, los ojos azules, y bien afeitado. El otro es de estatura normal, creo. Se parece mucho a su amigo, aunque tiene el pelo un poco más claro y lo lleva corto. Además tiene un tatuaje en el antebrazo izquierdo.

– ¿Con un alambre de espinos?

– Sí -dije, satisfecha-. Los dos van bien afeitados y el alto viste…

– Bien -me interrumpió Shiloh, con un movimiento de la mano-, no necesito saber qué ropa lleva.

– ¿Y ahora, qué?

Shiloh movió la cabeza hacia el asiento del acompañante.

– Ahora volvemos a Minneapolis.

– ¿Ah, sí? -Estaba decepcionada. Aquello no había sido una noche de trabajo.

– Sí -respondió-. Lo has hecho muy bien.

Al cabo de una semana, Genevieve y yo fuimos juntas al gimnasio. Al llegar al vestuario, quiso saber si me había gustado mi primera noche de vigilancia.

– ¿Quién te ha hablado de eso? -le pregunté.

– He vuelto a toparme con Radich. Ya sabes cómo son estas cosas: te pasas varios meses sin ver a una persona y luego te la encuentras dos veces en una semana.

– Estuvo bien. Bueno, aburrido -respondí. A mí no me lo había parecido, pero Shiloh lo había valorado de ese modo y yo quería aparentar hastío.

– Oh, pensaba que a lo mejor te gustaría trabajar en Narcóticos, ya que casi tienes el pie en la puerta.

– Yo no diría que esa vigilancia sea tener el pie en la puerta.

– ¿Y la redada?

– ¿Qué redada?

– Van a presentarse en el laboratorio -respondió Genevieve, tras estudiar mi rostro-. Radich ha dicho que hablará con tu sargento para pedirle que acompañes de nuevo a los de Narcóticos. Supongo que todavía no lo ha hecho.