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– Lundquist no me ha comentado nada.

– No debía habértelo dicho.

– ¿Por si Lundquist se niega? No te preocupes, lo superaré.

– Lo más seguro es que Radich todavía no se lo haya pedido. Lundquist no se opondrá. Tiene todo el personal que necesita y para ti será una buena experiencia. Y además, los ayudaste.

– ¿Que los ayudé? ¿En qué? Me senté en el regazo de Shiloh y fingí que era su novia.

– ¿Te molestó que te pidieran que hicieses eso? Nelson no habría podido hacerlo.

– Para mí no fue un problema.

– ¿Shiloh estuvo bien?

– Sí, muy bien. ¿Qué ibas a decir de Kilander y él, la otra noche? -quise saber.

– ¿Kilander?

– Acerca de su historia de enemistad.

– Oh, eso. Nada serio -respondió-. No recuerdo todos los detalles, pero cuando Shiloh acababa de llegar procedente de Madison, participó en una especie de redada en un club al norte de Minneapolis. Todo el caso fue un poco irregular. Y terminó con que Kilander tuvo que ejercer de fiscal y supongo que necesitaba que Shiloh se mostrase… -vi que revisaba su lista de palabras suaves y no insultantes- cooperativo en su declaración. No me preguntes los detalles, no los recuerdo.

»A Shiloh el caso no le gustaba nada, decía que no había pruebas suficientes y no estaba dispuesto a modificar su relato para favorecer a nadie. -Genevieve abrió su candado de combinación-. Para Kilander, habría sido tener a un testigo muy poco útil en el estrado. Entonces decidió no llamarlo a declarar y perdió el caso.

– Y la gente del Departamento de Policía de Minneapolis, ¿qué piensa de ello? -Para mí, la opinión de un policía era más importante que la de un fiscal.

– Bueno, como es natural, la historia dio que hablar y así me enteré de ella. Y alguien se agenció formularios de inscripción de la Unión de las Libertades Civiles Americanas y 193 lo envió a comisaría a nombre de Shiloh. Dudo que fuera Kilander, no es su estilo. -Genevieve se ató las botas-. ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque siempre es útil estar al corriente de las habladurías del Departamento -repuse, sin darle mayor importancia.

Cuando llegué a la sala de la brigada, había un mensaje de Lundquist, mi sargento. «Póngase en contacto con el teniente Radich», decía.

Si vigilar una casa de campo es difícil, más complicado es colarse en ella. De hecho, como Radich había explicado, no íbamos a andarnos con delicadezas, sino que irrumpiríamos de madrugada. Entraríamos por la puerta sin llamar, con una orden judicial, y los pescaríamos a todos dormidos y desprevenidos.

Eran las 5:25 de la mañana y yo me dirigía hacia Ano- ka en el mismo Vega verde que Shiloh y yo habíamos utilizado la vez anterior. En esta ocasión, iba sentada junto a Nelson. Era del tipo de poli al que yo estaba acostumbrada a tratar, con el pelo cortado al cepillo y expresión contundente. Se relacionaba conmigo como con cualquier otro poli, y además no me había visto desnuda tres cuartos de hora después de conocernos en el bar de un aeropuerto.

Yo había trabajado en patrullas hasta la una de la madrugada y no había ido a dormir ni siquiera unas pocas horas. Que fuera a pasarme toda la noche despierta había sido motivo de preocupación para Lundquist y Radich, pero debieron de leer en mi rostro lo mucho que me importaba ir con los de Narcóticos y, al final, me permitieron participar. En aquellos momentos no tenía nada de sueño, me sentía como si me hubiera tragado varias docenas de avispas con demasiado café solo.

Mientras estaba al lado del coche revisando mi arma, Shiloh se acercó a mí.

– Supongo que debería darle las gracias a Radich por haber vuelto a pensar en mí.

– No, esta vez ha sido idea mía -replicó con tranquilidad-. Mira, quería decirte una cosa…

– Él me lo ha explicado todo -lo interrumpí-. Voy a quedarme detrás de Nelson y lo cubriré, y tú y Hadley iréis delante; él y yo estaremos en la retaguardia.

– No es eso -dijo Shiloh-. Esto es algo que he aprendido de un psicólogo. Si alguna vez tienes miedo, aunque a la gente como nosotros eso no les pasa nunca -hizo una pausa para que comprendiera que era una broma-, pon las manos en el quicio de una puerta, en un coche, donde sea, y entonces imagina que estás dejando tu miedo allí.

Enfundé la pistola.

– Es algo que puedes hacer y que no llama mucho la atención a los que están a tu alrededor -concluyó.

– Gracias -repliqué, lacónica.

La cortesía superficial de mi respuesta no lo decepcionó.

– Con eso no he querido decir que piense que tienes miedo.

– Ya lo sé.

– Tú hazlo como lo hemos planeado. -Miró hacia la casa-. Esto no nos va a dar ningún problema.

Un rato antes, Radich había dicho exactamente lo mismo; ahora Shiloh lo repetía. Pensé que, con tanto estímulo kármico, algo saldría mal.

Dos de ellos dormían en un sofá de la sala de la planta baja. Al oír pasos de alguien que corría, Shiloh y Hadley subieron directamente al piso de arriba. Nelson puso contra la pared al tipo alto del bar y al verlo de pie, mientras lo esposaba, advertí que medía casi dos metros. La otra ocupante del sofá, una veinteañera flaca y rubia, se precipitó hacia la salida más próxima, una ventana.

Antes incluso de que Nelson moviera la cabeza en dirección a la mujer, me lancé tras ella. Era muy rápida y cuando la alcancé, ya había abierto la ventana de guillotina y tenía la cabeza y los hombros asomados al exterior. Cuando la agarré, se aferró con tanta fuerza al borde del alféizar que se cortó y se puso a chillar.

– ¡Mira lo que me has hecho, so puta! -gritó mostrándome la sangre de la mano.

– Pon las manos detrás de la espalda, por favor -le ordené.

– ¡Quítame las manos de encima! ¡Mira lo que me has hecho, joder! ¡Quítame las manos de encima, mala puta!

– Trace -dijo el sospechoso de Nelson con voz cansina. Distinguía una causa perdida en cuanto la veía. Trace, o más probablemente Tracy, no parecía escucharlo. No escuchaba a nadie. Cuando intenté leerle los derechos, me gritó. Me estaba poniendo nerviosa. Ya que no podía oír cómo se los leía, me pregunté si eso no la exculparía delante del juez.

Por el rabillo del ojo vi a Hadley y a Shiloh, que volvían del piso de arriba con un tercer sospechoso. Yo había conseguido esposar con éxito a Tracy, pero no había logrado que se callara. Empezaba a sentir vergüenza de ser la única que no podía mantener a su sospechoso bajo control.

Justo en ese momento sucedió algo muy extraño. La escalera tenía una de esas típicas barandillas de metal, apoyada en columnas de madera tallada. De repente, un bulto de color bronce cobró vida, y se abalanzó entre los dos pilares, cayendo justo delante de Nelson, que dio un salto extraordinariamente controlado pero no huyó, con sus ojos azul pálido abiertos como platos.

No tuve que mirar al suelo para saber de qué se trataba.

Conocía bien, a causa de mi infancia en el oeste, el sonido de advertencia de las serpientes de cascabel.

Durante una fracción de segundo, todo el mundo se quedó inmóvil mientras el crótalo alzaba la cabeza en señal de amenaza.

Me acerqué, agarré a la serpiente por detrás de su cabeza triangular y le rompí el cuello.

El matraqueo de la cola del animal, que persistió después de su muerte, llenó la casa. Hadley y Nelson me miraron como si acabara de dividir el átomo. Tracy se había interrumpido a medio grito y me observaba boquiabierta. Sólo Shiloh pareció no sorprenderse, aunque me observaba con el brillo de algún pensamiento indescifrable en los ojos.

– Tal vez deberíamos sacarlos a todos fuera -sugirió.

Lo hicimos, pero alguien tenía que volver a entrar y asegurarse de que la casa era segura. Nelson y Hadley no mostraron ningún interés y todos los ojos se posaron en mí.