– Nos has sacado de un buen lío -me dijo Hadley, medio en broma.
– Pues claro -dije-. Soy valiente.
– Iré contigo -se ofreció Shiloh.
No había más crótalos sueltos. Arriba, encontramos el terrario.
En un extremo, una lámpara de calor iluminaba una amplia piedra donde tomar el sol. En el otro extremo había una caja al fresco donde retirarse a dormir. En la arena dormían dos serpientes adultas, enroscadas una al lado de la otra.
– Que Dios me proteja de los camellos y sus malditas aficiones -dijo Shiloh con voz fatigada.
– ¿Tendremos que llamar a la protectora de animales? -Me había sentado sobre los talones y miraba un pequeño frigorífico en el que no sólo había ratones muertos, sino también frascos de antídoto.
– ¿Bromeas? Esa gente no tocaría nada de esto -dijo-. Creo que tendremos que pedir que vengan los de parques naturales o alguien del zoo, lo que significa que uno de nosotros tendrá que quedarse aquí.
– Ya me quedo yo -afirmé.
– No, Nelson y yo tenemos que recoger pruebas. Tú vuelve a la oficina, abre ficha a los sospechosos y encárgate del papeleo. A Hadley le gustará mucho que regreses en su coche. Creo que está enamorado.
Era una broma pero vi que, de repente, se daba cuenta de lo que había dicho. Sin querer, se había referido a algo que ambos intentábamos olvidar. Habíamos caminado sobre una capa de hielo muy frágil y él acababa de romperla con un comentario inocente. Ambos notamos el agua fría que salpicaba la relación que acabábamos de redescubrir.
Sin embargo, en una cosa tenía Shiloh razón. Hadley me llamó. Salimos como amigos durante seis agradables semanas y lo mantuvimos en secreto ante los demás agentes.
Una noche, me había tocado patrullar sola. Al cruzar el puente de Hennepin, vi una caja de cartón en el paseo de peatones y a nadie junto a ella. Me pareció un tanto extraño y quise ver si contenía algo.
Me acerqué con una cautela que resultó innecesaria. La caja tenía la tapa abierta y dentro, sobre unas páginas de periódico, dormían dos gatitos.
En el último momento, alguien había sentido una punzada de remordimiento y no había podido tirarlos al río. Así las cosas, ellos y su caja pasarían la noche en la sala de la brigada hasta que la protectora de animales abriera por la mañana.
Volví al coche despacio, contemplando el Mississippi y la orilla. En el puente todavía no había tráfico, no circulaban coches hasta donde me alcanzaba la vista. Tuve la sensación de estar en un escenario cinematográfico vacío. Hacia la parte antigua de la ciudad, en los edificios altos, había ventanas iluminadas, y a lo lejos oí la circulación de la 35W, como cuando se escucha la sangre a través de un estetoscopio. Ésos eran los únicos rastros de vida. No era normal, por más que fuera un día laborable a las dos y media de la madrugada. Pero tampoco resultaba inquietante, sino místico.
Mis ojos captaron un movimiento, una figura solitaria a lo lejos.
Era un corredor que avanzaba a largas zancadas, como un atleta en una prueba campo a traviesa acercándose a la meta. Iba por el centro de una calle vacía cuyo asfalto mojado resplandecía en la noche.
Sólo con mirarlo, supe algunas cosas de éclass="underline" que llevaba corriendo a aquel paso desde hacía un buen rato y que podía mantenerlo bastante tiempo más. Que sentía la energía de correr por el asfalto de una calle que casi nunca estaba vacía. Que era el tipo de atleta que siempre me habría gustado ser, de esos que pueden liberar la mente y correr, perdiendo la noción de las distancias y sin pensar en cuándo se van a detener.
Cuando se acercó, lo reconocí. Era Shiloh.
Pasó justo por debajo de mí y de repente, mientras lo hacía, sonó un estruendo a mis espaldas, dos coches que iban hacia el este y uno hacia el oeste. El momento de quietud había terminado.
Al cabo de unos días fui a almorzar con Hadley y hablamos de nuestra relación. Coincidimos en que en última instancia no iba a funcionar y no sé quién utilizó la frase «a largo plazo», pero creo que fui yo.
No llamé a Mike Shiloh ni me las ingenié para cruzarme con él en el centro de la ciudad.
Tampoco volvieron a pedirme que ayudara a los de Narcóticos aunque Radich pasó por mi despacho a darme las gracias por mi colaboración. El incidente de la serpiente cascabel me había hecho famosa en el departamento por un breve tiempo, pero la sensación empezaba a desvanecerse y yo había vuelto a mis turnos de tarde y noche en la patrulla, durante los cuales nunca pasaba nada.
La primavera llegó anticipadamente y Genevieve se tomó unos días libres para estar con su hija durante las vacaciones de Pascua. Como no tenía compañera de ejercicios en la sala de pesas, me dediqué a correr por las tardes junto al río. Me dije que no estaba eludiendo los partidillos de baloncesto que solían jugar los de Narcóticos, sino que me dedicaba a correr porque hacía un tiempo demasiado agradable para desperdiciarlo encerrada en el gimnasio.
El último medio kilómetro siempre lo realizaba caminando para refrescarme. Eso era precisamente lo que hacía una tarde, poco después de las cinco, caminar y disfrutar del olor de pizza de un restaurante cercano, cuando doblé la esquina de la calle de casa y vi un par de piernas muy largas en las escaleras delanteras. El resto de mi visitante quedaba oculto en el porche, ya que estaba sentado en el escalón superior, pero las botas gastadas me resultaban vagamente familiares, así como también lo era el Catalina verde aparcado en la calle.
Cuando me topé con Mike Shiloh cara a cara por primera vez en dos meses, me alegré de haber reconocido de quién se trataba antes de encontrármelo, porque así me dio tiempo de disimular mi sorpresa.
Dos meses habían transcurrido desde nuestros encuentros y, al verlo, tuve la sensación de que mi memoria no había almacenado correctamente los recuerdos. Examiné su rostro como si fuera la primera vez y me fijé en sus rasgos euroasiáticos, el cabello largo y ondulado que no se había cortado, era evidente, desde la última vez que nos habíamos visto y, sobre todo, su mirada directa e implacable. Dada su posición en el escalón superior, nuestros rostros quedaban casi frente a frente, a pesar de que él estaba sentado.
– He pensado que si tenías turno de tarde, a esta hora ya estarías en casa -dijo a modo de saludo-. ¿Has comido?
– ¿Y por qué no has avisado por teléfono de que ibas a venir? -le pregunté.
– Oh, lo siento. ¿Está Hadley en casa?
Mantuvo una expresión absolutamente seria, aunque de algún modo capté que se estaba divirtiendo. Se sentía satisfecho de haber adivinado algo que Hadley y yo habíamos querido mantener en secreto.
– Ya no me relaciono socialmente con el detective Hadley -repliqué, utilizando las palabras más formales que se me ocurrieron y el tono de voz más amable.
– Me alegro de saberlo -replicó Shiloh-, porque el viernes pasado por la noche vi al detective Hadley en el barrio de Lynlake en compañía de una mujer joven. Y, a juzgar por cómo vestía la chica, yo diría que con ella sí que se relacionaba socialmente.
– Pues me alegro por Hadley.
– No has respondido a mi pregunta. ¿Tienes hambre? -Shiloh inclinó la cabeza ligeramente-. Estaba pensando en un restaurante coreano en Saint Paul, pero podemos negociarlo -dijo-. Dependerá de lo que tú quieras.
Advertí que llevaba ya un rato intentando comprender quién era aquel hombre y si me gustaba. No había llegado a ninguna conclusión.
– Antes de ir a ningún sitio -le dije, muy tiesa-, me gustaría hacerte una pregunta.
– Adelante -accedió.
– ¿Por qué estabas bebiendo en el bar del aeropuerto?
Mis palabras lo pillaron por sorpresa, por expresarlo suavemente. Lo vi reflejado en su rostro. Se frotó la nuca unos instantes y luego alzó los ojos, me miró a los ojos y dijo:
– Los aeropuertos tienen su propia policía. No quería ir a un lugar donde pudiera toparme con un compañero.