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Supe que me estaba diciendo la verdad y que no me había respondido con el cinismo que me habría permitido mandarlo con viento fresco y dejar de pensar en él de una vez por todas.

– Entra un momento -dije-. Tengo que cambiarme.

Capítulo 14

Naomi Wilson, antes Naomi Shiloh, no había exagerado acerca de su volumen. Llevaba un ancho vestido amarillo y un suéter color coral abierto para acomodar su inmensa barriga. Se encontraba en el extremo de un campo de juegos muy bien cuidado de la guardería, vigilando a los niños.

Cuando me vio llegar, advertí que me tomaba las medidas: mi estatura, la chaqueta de cuero negra que creí que sería la más apropiada para el otoño del oeste.

– Tú debes de ser Sarah, ¿verdad? Yo soy Naomi.

Tenía el cabello más negro que Shiloh, pero en su rostro sincero y dulce no reconocí ninguno de los rasgos de él. La actitud, sin embargo, forma parte de la apariencia y cuanto mayores nos hacemos, más refleja el rostro nuestra vida y nuestros pensamientos. Y ya me había quedado claro que Naomi y Shiloh eran dos mundos absolutamente distintos.

– ¿Te importa si hablamos aquí fuera? -preguntó, señalando una mesa de piedra cercana. Era evidente que se sentía muy cómoda con su suéter y que estaba acostumbrada a estar al aire libre con los niños-. Aunque si prefieres que vayamos dentro, pediré a Marie que salga.

– No, aquí se está bien -asentí.

– ¿Puedo ofrecerte algo, primero? ¿Un té, agua, zumo de manzana? ¿Unas galletas?

– Un café estaría bien -respondí.

– Pues resulta que no tenemos café.

Tendría que haber recordado lo que Shiloh me había contado. En Utah, el setenta y cinco por ciento de la población es mormona, y hasta en las tiendas de refrescos sirven cola sin cafeína.

– No importa, en serio -dije.

Ya en la mesa, le llevó unos instantes acomodarse.

– ¿Estás de nueve meses? -le pregunté.

– No, de siete.

– ¿Gemelos?

– Sí -asintió-. Viene de familia.

– ¿Dónde vive tu hermana gemela?

– Todavía va a clase -respondió Naomi-. No terminó la universidad en cuatro años, como hice yo.

Estaba a punto de ir al grano cuando Naomi me miró como si acabase de materializarme a su lado.

– Así que Mike se ha casado -comentó-. No sé por qué, pero me sorprende.

– ¿Sí?

– Siempre ha sido muy solitario -respondió.

– Y en cierta manera, sigue siéndolo. Antes de que desapareciera, tenía previsto ingresar en la Academia del FBI en Virginia. De haberlo hecho, habría estado lejos de casa cuatro meses, pero yo lo entendía.

– ¿Quería ser agente del FBI?

– Sí.

– ¡Vaya! -exclamó-. Es asombroso. -Naomi incluso rió-. Mike, agente del FBI.

– ¿Por qué te sorprende? Ya sabías que era policía.

– Pues sí, pero es que…

– ¿Era muy indisciplinado, de chico?

– Mira… -Volvió los ojos al cielo como hace la gente cuando intenta acceder a los recuerdos-. La verdad es que no sabría decírtelo. Más o menos, ésa era la impresión que daba cuando yo era pequeña.

– Y tus padres, ¿también lo veían así?

– Sí, y Adam y Bill. Pero ahora, cuando pienso en ello, no recuerdo nada concreto de lo que decían. Quizá es que yo pensaba que todo el que se marchaba tan joven de casa era un inconformista.

– Un facineroso -dije.

– Exacto. Y vosotros dos, ¿cómo os conocisteis? -preguntó.

Naomi parecía más interesada en la vida de Shiloh en Minnesota que en su desaparición. Tal vez aquello fuera normal. En cierto modo, para ella y su familia, Shiloh llevaba mucho tiempo desaparecido.

– En el trabajo -dije-. Soy policía.

– Debería haberlo adivinado -musitó-. Sí, tienes pinta de policía. Eres tan…

– ¿Alta? Ya lo sé -le dije con una sonrisa-. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Mike? -pregunté. Había llegado el momento de ponerse manos a la obra, aunque la verdad, no acababa de saber cuál era mi misión allí en Utah.

– Yo no hablo con él nunca -respondió Naomi, un tanto sorprendida-. Por Navidad me manda una tarjeta.

– Pero de toda tu familia, tú fuiste la que descubrió dónde estaba -repliqué-. Sois los que estáis más unidos.

– Yo no diría tanto -replicó-. Mi hermano se fue de casa cuando yo sólo tenía ocho años.

– ¿Y por qué te decidiste a buscarlo?

– En nuestra familia yo era algo así como la cronista -explicó tras una pausa-. Para mí, la familia es importante. Bueno, para todos lo era, pero yo me encargaba de tomar fotos en las celebraciones, cuando nos reuníamos. Supongo que por eso empecé a pensar en él y en si me sería posible localizarlo.

– ¿Utilizaste esos servicios de búsqueda de personas de Internet?

– No. -Naomi sacudió la cabeza-. Con el dinero que tenía en aquella época, eso me habría salido demasiado caro. Hice lo que pude. Tenía muchos amigos y cada vez que salían de la ciudad, les pedía que mirasen en las guías telefónicas de los lugares donde fueran. Shiloh no es un apellido corriente. Y un día, mi amiga Diana me llamó desde Minneapolis y me comunicó que había encontrado un Michael Shiloh en las páginas blancas, con su número de teléfono pero sin dirección.

»Yo era muy tímida y no quería llamar, por eso telefoneé a información. Les dije que ya sabía que no podían darme la dirección, pero pregunté si ese M. Shiloh vivía en la calle Quinta. Dije esa calle al azar. Y la operadora me dijo que a ella le constaba una dirección de la Avenida 28. Aquello me emocionó mucho y le dije a Diana que le pidiera a su primo de allí que lo buscara en el censo de votantes, y así dio con sus señas completas.

– Cómo me gustaría que todas las personas con las que trabajo tuvieran la misma iniciativa que tú -le dije. No sólo quería halagarla; su dedicación me había parecido extraordinaria.

– En aquella época -prosiguió Noami, ufana-, acababa de ingresar en la universidad. Le escribí una carta, aunque no me hacía muchas ilusiones. Y entonces, a las tres semanas recibí la respuesta de él. No era una carta larga, pero la leí cuatro veces seguidas. No podía creerme que lo hubiera localizado. Para mí, hasta entonces no había sido real. Su caligrafía era curiosa, todo en mayúsculas, con unas letras picudas.

– Sí. ¿Y qué contaba en la carta?

– Básicamente contestó a las preguntas que yo le había hecho. Que sí, que era él, y escribió unas línea sobre sus «años perdidos», sobre el tiempo que había estado trabajando en Montana, en Illinois y en Indiana y luego… ¿En Wisconsin? Sí, creo que sí.

»Dijo que no había terminado la enseñanza secundaria, que tenía el graduado escolar y que trabajaba en la policía. Que le gustaba Minneapolis, pero que no estaba muy seguro de que quisiera establecerse allí para siempre. «No estoy casado ni lo he estado nunca», añadía, y me pareció muy curioso que lo expresara de ese modo, como si estuviera declarando ante un juez. -Naomi hizo una pausa para pensar-. Y también me decía que no tuviera prisa en casarme y tener hijos. Y que estaría bien que viajara un poco y viera mundo, al menos los Estados Unidos, para adquirir perspectiva de las cosas. Y luego me recomendaba que «estudiara mucho». -Entornó los ojos para mirar algo que estaba a mis espaldas-. Discúlpame un momento, enseguida estoy contigo -dijo.

Me volví y puse una pierna sobre el banco, para observar a Naomi que intervenía en una disputa infantil por el columpio. Tardó varios minutos en apaciguar los ánimos de los implicados y cuando lo consiguió, regresó a la mesa.

– ¿Por dónde iba? -preguntó.

– Acababas de recibir su primera carta.

– Sí, y me pareció un inicio prometedor -prosiguió-, por lo que le escribí de nuevo y contestó otra vez. Y así un par de veces más. Cuando recibía carta suya, yo le respondía de inmediato. En cambio, él a mí me hacía esperar.