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»Finalmente, como todavía no tenía claro si iba a establecerse en Minnesota, le pregunté si vendría a Utah a vernos. Le pregunté por qué llevaba tanto tiempo fuera y le aseguré que todo el mundo estaría encantado de verlo de nuevo, al menos si venía de visita. No me respondió, y al cabo de seis semanas, decidí llamarlo por teléfono. -Aunque sonrió, había cierto desagrado en su rostro. -Y lo hice. Y cuando se puso al teléfono le dije que era Naomi.

»Dijo algo así como «¿Naomi?», y yo imaginé que no sabía quién era. Añadí «soy Naomi, tu hermana» y él dijo: «Ya lo sé.» Empecé a sentirme muy incómoda, pues me parecía muy distinto que en las cartas. Cuando le pregunté si le había causado algún efecto mi llamada, dijo «¿Efecto?».

Entendí su confusión, porque me resultaba muy fácil imaginar la fría voz de Shiloh diciendo aquello.

– Ya no recuerdo exactamente qué le contesté, pero sí sé que me sentía muy avergonzada. Conseguí despedirme de él sin colgarle directamente el teléfono, pero resultó un poco tenso. No volví a llamarlo.

Naomi soltó una risilla, como si todavía estuviese abochornada.

– Y no volví a ponerme en contacto con él hasta que papá murió. Lo más terrible de todo era que mamá había muerto un año antes y yo no lo había llamado. Es terrible admitir que se me olvidó por completo, pero estaba tan afligida que ni se me ocurrió pensar en Mike. Al año siguiente, cuando murió papá, yo ya había pasado por aquello, así que, en cierto modo, me resultó más fácil. Y tenía a Rob. En esa época éramos novios y me dio mucho consuelo.

»Por entonces, Mike se había mudado y no estaba en la guía telefónica, pero yo dejé un mensaje en el Departamento de Policía y me llamó. -Hizo una pausa, recordando-. Fue muy distinto de la otra vez que lo había llamado. Se mostró muy cariñoso -Naomi sonrió-, y cuando le comuniqué la noticia me preguntó cómo estaba, cómo se lo había tomado Bethany y todo eso. Le conté cuándo y dónde lo enterraríamos y -su expresión se llenó de pesar- supongo que imaginé que vendría, pero ahora, cuando lo pienso, no recuerdo que en ningún momento me dijera que pensara hacerlo. Y no se presentó al funeral; envió una corona de flores. Tengo que reconocer que me sentí dolida, y no hablo sólo en mi nombre, sino en el de toda la familia.

Recordé la corona. La florista había llamado con una pregunta sobre el encargo y de no haber sido por eso, yo no me habría enterado de que su padre había muerto. Le pregunté por qué no asistiría al funeral y me ofrecí a acompañarlo. Shiloh se negó y eludió mis preguntas.

El día del funeral, Shiloh lo pasó más o menos borracho, y en las semanas siguientes su compañía me resultó tan intolerable que pedí turnos extra en el trabajo y pasé buena parte de mi tiempo libre con Genevieve y Kamareia.

– Naomi -dije-, la muerte de tu padre le afectó mucho más de lo que supones.

Naomi alzó la cabeza y me miró. Al contarme la historia de su familia, había olvidado que yo era alguien que vivía con Shiloh y que era testigo de su vida cotidiana.

– Bueno -prosiguió-, en cualquier caso, al cabo de dos meses, cuando Rob y yo nos casamos, nos envió un regalo. Yo había olvidado que le había mencionado la boda por teléfono. -Una ligera brisa alborotó el cabello moreno de Naomi y lo compuso con la mano-. Un álbum de fotos muy hermoso, encuadernado en cuero. Era como si supiera que a mí me gustaba llenarlos con fotografías familiares, aunque yo nunca se lo había mencionado. Fue un regalo perfecto, pero no adjuntó ninguna nota. Después, empezamos a intercambiar otra vez postales de Navidad, pero las suyas no estaban firmadas. No había nada personal en ellas. -Bajó un poco la voz-. Me parece que no lo entiendo en absoluto.

– Es muy difícil entenderlo -convine-, o para ser sincera, puede ser un… pesado. -Tuve que contenerme para no llamarle «capullo».

– ¡Pues te has casado con él. -Naomi se rió, algo sorprendida de la falta de lealtad a mi cónyuge. Luego, la risa se secó y su expresión se volvió seria.

– ¿De verdad ha desaparecido? -preguntó, como si yo no se lo hubiera dicho bastante claro.

– Sí -respondí.

En el parque infantil se oyeron gritos y ambas nos volvimos. Sentado en la gravilla había un niñito rubio que agitaba los brazos al aire y tenía una herida en el codo de la que salía sangre. Rodillas y codos arañados, lo más habitual en la infancia.

En esta ocasión seguí a Naomi, que sacó un paquete de pañuelos del suéter y los aplicó a la piel manchada de sangre del pequeño.

Otros niños se habían congregado formando un semicírculo a su alrededor, versiones en miniatura de las personas que veía en mi trabajo, los que siempre lo dejaban todo para curiosear en los accidentes y las escenas del crimen.

– Tardaré un poco. Tendré que llevarlo al baño. -Luego, Naomi dio un tono más alegre a su voz y dijo-: Pero, ¿qué son esas lágrimas, Bobby? Tranquilo, que no pasa nada.

– Comprendo -dije, por encima de los gemidos de Bobby que ya cesaban.

– ¿Por qué no vienes a cenar a casa esta noche y seguimos hablando?

Eso era exactamente lo que tenía pensado sugerirle cuando diéramos por finalizado nuestro encuentro en la escuela. La caída del niño me lo había evitado.

– Estupendo -respondí-. Y si tienes fotos de Shiloh, o sus libros de calificaciones de la escuela, lo que sea, me gustará verlo.

– Por supuesto. Tengo un montón de fotografías familiares. -Tomó a Bobby en brazos.

– Antes de irme… Bueno, me quedan unas horas hasta la noche y he pensado que tal vez podría hablar con tus hermanos mayores y con Bethany y hacerles unas cuantas preguntas rutinarias. Necesito saber cuándo lo vieron o hablaron por última vez con él. ¿Tienes los teléfonos de sus respectivos trabajos?

Naomi, algo encorvada por el peso de Bobby, me lanzó una mirada rápida pero cargada de significado.

– Creo que yo puedo responder a esas preguntas. Hace años que no hablan con él, desde antes de que yo lo encontrara. Sé que soy la única de la familia que se interesó en localizarlo.

– Sí, eso ya me ha quedado claro con lo que me has contado, pero tengo que comprobarlo por mí misma. No quiero dejar cabos suelos.

– Ven conmigo -indicó Naomi, mientras empezaba a caminar hacia el edificio-. Me sé todos los números de memoria. Ahora te los anotaré.

Al cabo de media hora, tomé un taxi a la puerta de la guardería, le pedí a la taxista que me recomendara un hotel y me llevó a un motel de dos pisos en el barrio viejo de Salt Lake City.

– No es necesario que esté en Temple Square -le dije-, porque no soy una turista.

– Pues bien merece una visita -replicó ella.

– Quizá la próxima vez.

Ya sabía cómo sería la tarde que me aguardaba. Cuando intentas ponerte en contacto con alguien, siempre encuentras contestadores automáticos.

Me preparé para ello comprándome un bocadillo y una cocacola en las máquinas expendedoras, cogí hielo del dispensador del vestíbulo e hice acopio de fuerzas para lo que temía que fuese una larga espera. Luego, ya en la habitación, llamé a los números del trabajo de los hermanos de Shiloh, pero no encontré a ninguno de ellos y dejé mensajes. Luego almorcé y me tumbé esperando a que llamaran.

Debí de quedarme profundamente dormida porque cuando sonó el teléfono y una voz de hombre respondió a la mía, dije «¿Shiloh?», como me había pasado con Vang.

– Sí, soy Adam Shiloh -dijo la voz, y sonaba algo sorprendida por la familiaridad con que lo había saludado-. ¿Eres Sarah Pribek?

– Lo siento -dije, sentándome al borde de la cama-. Tienes la misma voz que… que tu hermano.

– ¿Que Mike? Ah, pues no sé. Hace años que no hablo con él. -Oí el ruido de fondo de un intercomunicador de oficina. Me llamaba desde el trabajo-. Supongo que es lamentable -prosiguió.

Hablamos brevemente de Shiloh, pero enseguida me quedó claro que Adam, que vivía en el estado de Washington desde hacía seis años, no sabía nada de la vida adulta de su hermano. Oí una voz de mujer al fondo que se alzaba por encima de ruidos propios de una oficina. No entendí lo que decía salvo su última palabra: «¿Viene?»-Tengo que asistir a una reunión -me dijo Adam Shiloh-, pero si puedo hacer algo por ti, dímelo, por favor.