– Gracias, lo tendré en cuenta -me despedí.
Al cabo de una hora me llamó Bethany Shiloh desde su dormitorio en la Universidad del Sur de Utah. Repetimos el proceso, más brevemente incluso que con Adam y no, no había hablado con Shiloh ni sabía nada de él desde que él se marchó de casa. Tampoco conocía a ningún antiguo amigo suyo. Y añadió que le gustaría conocerme «cuando todo esto se haya solucionado».
Colgué y saqué mi bloc de notas legal y entonces advertí que no tenía nada que apuntar. Haber hablado con Adam y Bethany sólo me había hecho avanzar en el sentido de que esas conversaciones eran necesarias en la investigación, no porque me hubieran proporcionado alguna información útil.
Los hermanos de Shiloh tenían algo en común. A ninguno parecía preocuparle su desaparición y se mostraban muy tranquilos. Claro que llevaban muchos años sin verlo y quizá fuera eso lo que cabía esperar. No podía juzgarlos. En apariencia, yo también me tomaba las cosas con mucha calma.
Naomi y su marido Robert vivían a las afueras de la ciudad, en una casa de una sola planta. Me presenté a la hora que habíamos quedado y Naomi salió a recibirme con el mismo vestido que llevaba en la guardería.
– He mirado si tenía cosas de Shiloh, como te había dicho, pero aparte de mis álbumes, no he encontrado nada -dijo-. Después de cenar los miraremos, si puedes esperar hasta entonces.
– Me ha parecido que llamaban a la puerta -dijo un joven que había salido al vestíbulo. Era alto y delgado, con el cabello rubio y los ojos verdes, un hombre extraordinariamente apuesto-. ¿Es tu cuñada?
– Sí, se llama Sarah -nos presentó Naomi-. Sarah, éste es Robert, mi marido.
– Llámame Rob -dijo, sosteniendo un tenedor de cocina en la mano. Era obvio que estaba preparando la comida.
Durante la cena, Rob se interesó por mi trabajo en la oficina del sheriff. Y al cabo de un rato, Naomi hizo preguntas concretas sobre el caso de Shiloh.
Les conté cómo había desaparecido, o mejor dicho, cómo había descubierto que se había esfumado sin encontrar ninguna de las pistas habituales sobre lo que podía haberle ocurrido. Intenté no pintar la situación tan negra como probablemente lo estaba, no sé si para tranquilizarla a ella o para consolarme yo.
– Deja los platos -le dijo Naomi a su marido después de la cena-. Voy a enseñarle unas cosas a Sarah y lo más seguro es que nos entretengamos hablando, pero ya los fregaré luego.
La seguí por el pasillo hasta el dormitorio de invitados de la casa, recién convertido en cuarto infantil. En él ya había una mecedora y la otra silla probablemente la habían llevado desde la sala para mi visita.
– Este cuarto lo utilizábamos de trastero -explicó Nao- mi-, y en el armario todavía quedan montones de cosas. -Había encontrado, sin embargo, algunos álbumes que se apilaban en una silla. Los tomó y los colocó en la otomana que había entre nosotras.
– El primero será el que más te interesará, seguramente -explicó-. Hay muchas fotos de cuando los seis éramos pequeños.
Me senté en la mecedora y empecé a mirar.
El álbum narraba una historia antigua para la cual no se precisaban palabras. Comenzaba con retratos de un noviazgo: los Shiloh, antes de casarse, juntos ante un lago entre un grupo de jóvenes en alguna actividad organizada por la parroquia.
Luego, fotos de la boda, una fiesta nupcial en los jardines de una iglesia. Una novia con su madre y su hermana, orgullosas. Un novio nervioso con los hombres de su familia; casi se oían los chistes y las risas. La primera casa. Bebés. Niños. Shiloh, con su cabello rojo con el corte de pelo impersonal de los niños. Shiloh con sus hermanos mayores, con frecuencia al aire libre. La aparición de las gemelas, Naomi y Bethany. Shiloh creció ante mis ojos y dejó de ser un niño flaco y se convirtió en un adolescente larguirucho. El rostro perdió la sinceridad sin carácter de los niños y adquirió la expresión pensativa y cautelosa propia del hombre que conocía. Si hubiera estado sola, habría estudiado esas fotos toda la noche, pero no me estaban aportando ninguna información útil y pasé las páginas deprisa.
Después de pasar una de ellas, la miré de nuevo y pregunté:
– Y ésta, ¿quién es?
Naomi se inclinó para mirar mejor la foto que le señalaba. En ella aparecía toda la familia de pie, con un azul artificial al fondo, como es frecuente en las fotos de estudio. Shiloh, adolescente, estaba junto a una chica casi tan alta como él. Si el pelo de Shiloh tenía el color del cobre nuevo, el de ella era como el cobre viejo y lo llevaba largo y suelto. Lucía un vestido blanco de escote barca y no sonreía.
– Es Sinclair. Dos años mayor que Mike y cuatro más joven que Adam.
Seis hermanos, claro. Yo había oído hablar de los dos mayores y de Naomi y su gemela, Bethany. Y con Mike ya eran cinco. Hasta entonces no había advertido que faltaba uno.
– ¿Y cómo es que no está en las otras fotos?
– Bueno, en algunas sí, pero casi nunca vivió con nosotros -me aclaró Naomi-. Era sorda de nacimiento y asistía a una escuela especial. -Volvió unas páginas atrás y señaló-. Mírala, aquí está, al fondo.
Naomi me mostró una foto de una cena de Navidad, una escena de actividad frenética en la cocina. Yo había tomado a la niña de brillantes rizos rojos por una pariente de visita.
– No sabía que Shiloh tenía una hermana sorda -dije.
– ¿No? Pues qué raro, porque estaban muy unidos.
– Pues te aseguro que nunca la ha mencionado.
– No estaba en casa casi nunca. Llegó cuando tenía diecisiete y al año siguiente se marchó, como de repente.
– Cuéntamelo -le pedí.
– Bueno, Bethany y yo apenas la conocimos -dijo Naomi, tras recostarse de nuevo en la silla- y a Mike no es que lo conozcamos mucho más. -Apoyó una mano en su grávida barriga-. Mientras crecimos, Sinclair estuvo en la escuela especial. Supongo que volvía a casa en verano, pero de eso yo no me acuerdo. Más tarde, cuando se acostumbró a vivir con gente sorda y tuvo amigos en la escuela, ya no vino a pasar el verano con la familia, sólo en las vacaciones de Navidad. A Bethany y a mí, que teníamos cinco o seis años, nos la tuvieron que volver a presentar. «Ésta es vuestra hermana, ¿no os acordáis?» Para nosotras era como una prima lejana.
»Cuando Bethany y yo teníamos cinco años, Sinclair tenía diecisiete. Al cabo de un par de años ingresaría en la universidad o se casaría y mamá quería tenerla en casa un tiempo antes de que eso sucediera. Siempre hemos sido una familia muy unida, ya te lo he dicho, ¿verdad? -añadió Naomi-. Para mamá era muy triste tener a Sinclair lejos de casa. Papá y mamá decidieron que con la ayuda de un traductor del distrito podría estudiar en la escuela pública y la trajeron a casa.
»Supongo que las cosas no salieron como esperaban, ninguno de nosotros era demasiado hábil con el lenguaje de los signos, excepto Mike. Era el traductor de la familia, pero Sinclair no se sentía feliz en casa, se sentía… Bueno, en realidad no conozco bien los detalles, pero al cabo de un año se marchó.
– ¿Se escapó?
– Más o menos. Tenía dieciocho años y aunque el curso escolar estaba a la mitad, no esperó a que terminara. -Nao- mi seguía contemplando la foto-. Y luego, cuando Mike se marchó, le echaron la culpa a ella.
– Mike tenía diecisiete años cuando se marchó, o sea que eso sucedió al año siguiente.
– Sí, y en parte fue por ella. Mike se metió en problemas por dejarla entrar en casa. Sinclair necesitaba un sitio donde estar y Mike la metió a hurtadillas en casa sin que nadie lo supiera.