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– ¿Y tus padres lo echaron? ¿Sólo por eso? -Yo no había imaginado que los padres de Shiloh fuesen tan autoritarios.

– No creo que lo obligaran a marcharse -precisó, dubitativa. No lo sabía seguro. Aquellos acontecimientos le resultaban ajenos, como si hubiesen sucedido una generación antes-. Me parece que se marchó por su propia voluntad.

– ¿Por qué?

– Aquella noche hubo una gran discusión. En realidad, no me acuerdo muy bien. Bethany salió de nuestro dormitorio para ver qué pasaba y le ordenaron que volviera a su cuarto. Me contó que había visto a Sinclair bajando las escaleras con una bolsa de gimnasia colgada del hombro. Supongo que descubrieron que Mike la escondía en casa -dijo Naomi. Su voz cobró más seguridad, como si tratara de convencerse a sí misma-. Mi padre se puso hecho una fiera. Sinclair se fue de inmediato y Mike se marchó al día siguiente.

– Caramba -exclamé.

Naomi pasó dos páginas del álbum.

– Mira -dijo-, ésta es la última foto que tenemos de Mike. Fue tomada cinco días antes de que se marchara.

Era una instantánea tomada por sorpresa, algo oscura debida a una exposición insuficiente. Shiloh, sentado en un sofá, con las piernas estiradas, se llevaba la mano a la cara para protegerse del inesperado flash, como si estuviera mirando los faros de un coche que se acerca. Al fondo brillaban unos diminutos puntos de luz, como luciérnagas de interior.

– Tal vez sea hipócrita por mi parte -apuntó Naomi-, pero nunca he tratado de ponerme en contacto con Sinclair como hice con Mike. Para mí, siempre fue una desconocida, alguien a quien no podía hablar y que tampoco podía hablarme a mí.

– ¿Puedo quedarme esta foto? -le pregunté.

– ¿Ésta? -Naomi estaba sorprendida-. Bueno.

Quité el celofán que la protegía y estudié la polaroid.

– ¿Quién de la familia puede saber más acerca de Sinclair? -inquirí.

– Mike -respondió Naomi-. Los seis estábamos como emparejados por generaciones: Adam y Bill, Mike y Sinclair, Bethany y yo. Mike y Sinclair no pasaron tanto tiempo juntos como Adam y Bill o Bethany y yo, pero mientras ella vivió en casa, estuvieron muy unidos, y no sólo por razones de edad, sino también porque a Mike se le daba muy bien el lenguaje de los signos.

– ¿Y quién más? -pregunté-. Necesitaría hablar con alguien.

– Bill, supongo. Era el segundo más cercano a Sinclair por edad. Y estaba presente la noche en que mi padre descubrió a Mike metiendo a nuestra hermana en casa. -Pareció recordar algo más-. Oh, pero Bill no la llama Sinclair. Ése es el nombre de soltera de la abuela; Sinclair adoptó ese nombre poco antes de marcharse de casa. Bill la llama Sara -explicó Naomi-. Por eso me sorprendió tanto tu llamada de anoche, cuando dijiste que eras Sarah Shiloh. Pensé que había ocurrido un milagro.

– Sí, comprendo que te asombrara.

El resto de la velada lo dediqué a hacerle preguntas sencillas. Quise saber a qué escuelas había asistido Shiloh en Ogden y si recordaba nombres de compañeros suyos de clase. A la luz de la situación en que nos encontrábamos, ¿consideraba que en las cartas y postales que le había enviado se mencionara algo de importancia? Naomi no recordó nada.

– Lo siento -dijo-. ¿Puedo hacer algo más por ti?

– ¿Podría llamar por teléfono? -le pregunté-. No he conseguido ponerme en contacto con tu hermano Bill y me gustaría llamarlo y preguntarle si podemos vernos en persona, mañana tal vez. No me gustaría llamar demasiado tarde, sería de mala educación por mi parte.

– De acuerdo -asintió Naomi-. En nuestra habitación hay un teléfono y allí estarás más tranquila. -Dejó el álbum de fotos en la otomana con los demás. Me puse en pie y esperé a que ella también lo hiciera.

– Estoy preocupada por Mike, ¿sabes? -dijo-. Y si te ha parecido que no lo estaba es porque Sinclair y él siempre fueron las ovejas negras de la familia. Cuesta imaginar que los rebeldes también son vulnerables.

Me miró desde la silla, sin levantarse y en vez de hacerlo, me tocó el brazo.

– ¿Rezarás conmigo? -preguntó-. ¿Por Mike?

Capítulo 15

A la mañana siguiente, viernes, alquilé un Nissan azul oscuro y tomé la 1-15 en dirección a Ogden. No sólo era el lugar donde la familia Shiloh había vivido tantos años, sino que también era donde se había establecido Bill Shiloh y había formado su propia familia. Quince minutos después de salir de la ciudad, el tráfico se hizo casi inexistente.

En mi bolsa, junto con el barullo de mis artículos de aseo, llevaba la foto que Naomi Wilson me había dado. La había puesto en una funda de plástico para que no se estropeara. Naomi tal vez quisiera recuperarla algún día.

Era habitual que los detectives pidieran fotos de personas desaparecidas y posiblemente por eso Naomi me la había dado sin poner objeciones. Si hubiera pensado en ello, se habría preguntado por qué yo no poseía ninguna de mi marido y por qué quería una que tenía más de diez años. Aquella polaroid de Shiloh no iba a ayudarme en absoluto en su búsqueda pero yo la quería de todos modos.

No era un estudio profundo del carácter, sino la instantánea de un joven sorprendido de que alguien le tomara una foto. No miraba al objetivo, sino más allá, intentando saber quién era el fotógrafo.

Pero Shiloh había madurado muy deprisa y el de esa foto se parecía mucho al que yo conocía. Con la mano levantada para protegerse los ojos, se le veía extrañamente vulnerable, como alguien que mirase el núcleo brillante de un misterio, alguien a punto de desaparecer. Como finalmente había ocurrido. Sí, había desaparecido.

En cierto modo, Shiloh había desaparecido dos veces. Había dejado a su familia de una forma tan repentina que, de no haber sabido que quería marcharse, habrían podido pensar que había desaparecido. Su familia sabía el motivo.

Yo, en cambio, al pensar en ello, vi que no estaba segura de cuál era dicho motivo. A mí me había contado que se había marchado de casa por diferencias de opinión con la familia, pero no me había dicho que esas diferencias se habían exacerbado a raíz de una crisis familiar en la que había estado implicada la hermana que había sido expulsada de casa, la oveja negra.

Bill Shiloh quiso que nos viéramos en su empleo y no en su casa. Shiloh me había dicho que «le parecía» que sus hermanos trabajaban en suministros de oficina, pero la dirección que Bill me dio me llevó a una fábrica de papel.

– Siento mucho el ruido que has tenido que soportar ahí fuera -me dijo cuando los dos estuvimos en su despacho-, pero aquí se está muy tranquilo. Ha de ser así, porque hablo mucho por teléfono. -Cerró la puerta.

La fábrica funcionaba a pleno rendimiento, pero la puerta bloqueó por completo el ruido. Se trataba de una habitación angosta y sin ventanas, a excepción de la gran cristalera que daba directamente a la nave central. Detrás del escritorio se alineaban varios archivadores de metal y de la pared colgaban tres trabajos escolares en cada uno de los cuales se leía «papá» en diferentes colores. Los tres hijos representados, pensé, al ver la foto de los cinco miembros que componían la familia.

– Así que tú eres la mujer de Michael -dijo Bill, casi las mismas palabras que había pronunciado Naomi cuando nos habíamos encontrado-. Veo que ya ha sentado la cabeza.

– Sí-repliqué como si Shiloh hubiera llevado anteriormente una vida desenfrenada.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis casados? -quiso saber.

– Dos meses.

– No es mucho -opinó, arqueando las cejas-. ¿Y trabajas en la policía de Minneapolis?

– En la oficina del sheriff del condado de Hennepin -respondí.

– ¿Y has venido en calidad de investigadora?

– Mi marido desapareció hace cinco días -repliqué en tono cortante-. Por eso estoy aquí.

– No era mi intención ofenderte -dijo con voz pausada.