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– ¿Qué quieres decir?

– En la escuela, Sara aprendía a desarrollar el habla con una logopeda, pero un buen día lo dejó. Mis padres se sintieron muy decepcionados porque si hubiese hablado, las cosas habrían sido mucho más sencillas. Pero decidió que no quería hablar y no habló. Ella era así, no lo hacía como algo personal, sino porque tomó esa decisión y la siguió.

– ¿Tu padre era muy autoritario? -El café estaba aguado y no tenía alegría, era peor que los que había tomado en las subcomisarias del sheriff de las zonas rurales. Lo dejé a un lado.

– No -respondió-, pero cuando cometíamos algún error, hablábamos, teníamos largas charlas sobre la voluntad de Dios en nuestra vida, con abundantes citas de la Biblia. -Sonrió con expresión satisfecha-. Y si tenían que imponernos castigos, sobre todo cuando éramos más pequeños, era siempre mi madre la que se encargaba de ello. ¿Por qué?

Pensé en la manera adecuada de decir lo que quería apuntar a continuación.

– A mí me parece una exageración que ese largo distanciamiento surgiera a raíz de un consumo de drogas de la adolescencia.

– Bueno… -Bill se encogió de hombros-. No creo que se debiera tanto a las drogas como a… -Se interrumpió.

Arqueé las cejas, inquisitiva.

– Sin haber conocido a mi padre es imposible comprenderlo -explicó.

– Dímelo.

– No soy una persona especialmente hábil expresando mis pensamientos -dijo Bill, dubitativo.

– Yo tampoco -repliqué con una leve sonrisa-. Relájate, no estás hablando ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.

– De acuerdo. -Bill dio golpecitos al escritorio con un lápiz para relajarse-. Mi padre era un ganador de almas. Sé que esa frase puede sonar exagerada, pero si hubieras conocido a mi padre verías que no lo es. Antes de hacerse pastor, viajaba por todo el país en su misión evangélica. Fueron los mejores años de su vida.

Una luz destelló en el teléfono y Bill Shiloh lo miró, pero el timbre no sonó. Había dejado puesto el buzón de voz.

– Cuando él y mi madre se casaron, ella viajaba con él, formaba parte de esa vida. Pero cuando nació Adam, y luego yo, comprendieron que debían establecerse en algún sitio. Creo que, para mi padre, dejar de ser evangelista y convertirse en pastor no fue un cambio fácil. Una congregación tiene necesidades mucho más complejas que predicar la salvación únicamente.

– Bodas y entierros -dije.

– Y un constante alimento espiritual, y presupuestos anuales y reuniones del comité. Todas las iglesias, salvo las más pequeñas, tienen esas ocupaciones. Mi padre se entregó por completo a esa función, pero la convirtió en un importante desafío. O fue Dios quien quiso que fuera así. Mi padre recibió la llamada de venir al norte de Utah, justo en el corazón de la tierra de los mormones. No quería ir a un sitio donde predicara a los ya conversos. A mi padre le gustaba remar contra la corriente.

Aquello me sonó familiar.

– Iba a Salt Lake City y predicaba en las esquinas de la calle. Repartía folletos cerca del templo mormón y compró un viejo autobús escolar para la iglesia. Cuando terminó de acondicionarlo, había una cruz y un relámpago en la parrilla delantera, «Nueva Iglesia de la Vida» pintado a los lados y «Yo soy la Resurrección y la Vida» en la parte de atrás. -Bill se rió-. Sí, por la carretera se nos veía enseguida.

»Lo que ocurrió fue que mi padre compró ese autobús cuando el coche de la familia necesitaba una reparación en la transmisión que costaba ochocientos dólares. -Bill sonrió-. Mamá se lo toleró porque sabía qué significaba el evangelismo; para mi padre no sólo era un trabajo, era una forma de vida. Una vez, recibió la llamada de un amigo al que no había podido salvar. Ese tipo, Whitey, llevaba meses dándole el esquinazo y rechazando las invitaciones para ir a la iglesia. Y un día lo llamó a las tantas de la noche porque quería hablar de Jesús. Mi padre se vistió, se puso el abrigo, cogió la Biblia y las llaves del coche, y atravesó la ciudad. Como un médico de urgencias. Cuando regresó a casa, nos contó que Whitey había encontrado a Cristo a las cuatro y media de la madrugada. -Sacudió la cabeza, otra vez con satisfacción.

»En realidad, ninguno de sus hijos seguimos sus pasos. Todos somos cristianos, por supuesto. Mi mujer y yo vamos a una iglesia presbiteriana y los domingos llevamos a los chicos y rezamos juntos. Pero nunca he sentido vocación de dirigir una iglesia o ser evangelista. Adam tampoco. A mi padre, eso tal vez le decepcionó, pero creo que desde muy pronto fue consciente de que las cosas iban a ser así. Y si alguna vez pensó que uno de nosotros llegaría a pastor, ése sería Mike.

– ¿Lo dices en serio? -inquirí-Sí -respondió Bill-. Mike se pasaba horas leyendo la Biblia. Conocía la palabra de Dios del derecho y del revés. -Hizo una pausa-. ¿Sabes lo de los apóstoles que agarraban serpientes?

– He oído hablar de ello -respondí, decepcionada por el cambio de rumbo en la conversación.

– Está en el Evangelio de san Marcos, cuando Cristo dijo que los apóstoles agarrarían serpientes venenosas y no les harían daño. Cuando Mike tenía catorce años, se unieron a la iglesia dos familias procedentes de Florida. Tenían serpientes y celebraban reuniones de oración en las que se pasaban serpientes venenosas unos a otros. Nosotros no lo sabíamos, pero Mike también lo hacía.

– ¿De veras?

– Sí. -Bill se mostraba divertido-. ¿Nunca te lo ha contado?

Sacudí negativamente la cabeza.

– Pues sí. Cuando mi madre lo descubrió, estuvo a punto de sufrir un ataque de corazón. Papá y ella lo pasaron muy mal intentando convencerlo de que no lo hiciera más. Y al final lo dejó para que mi madre no se preocupara. -Bill se encogió de hombros-. Lo que trato de decir es que mi padre reconoció en Mike a una parte de sí mismo que los demás no habíamos heredado, y creo que por eso le dolió tanto perderlo. -Hizo una pausa-. Mi padre ni siquiera lo mencionó en muchos años.

– ¿Y qué fue de Sinclair? -quise saber. -¿Sara? Creo que ella era distinta -respondió Bill-. Iba a una escuela laica, de educación especial para sordos, quiero decir, y cuando volvía a casa veíamos que no era creyente. Y ya desde muy joven empezó a… a demostrarlo. Se maquillaba, salía a escondidas para verse con chicos, volvía a casa oliendo a ginebra… Para mis padres no fue fácil, pero tuvieron tiempo de hacerse a la idea de que iban a perderla. Es como la parábola del sembrador. ¿La conoces?

Negué con la cabeza.

– Hay distintos tipos de semillas. Algunas nunca brotan, otra brotan enseguida, tienen un aspecto prometedor pero al final mueren y otras crecen despacio pero se convierten en plantas sanas que dan abundantes frutos. Es una metáfora.

– Del evangelismo -dije.

– Exacto, una metáfora de los distintos tipos de personas: unos se acercan a Dios y otros no. Sara era como la semilla que cae en suelo pedregoso y nunca germina, en cambio Michael era el que parecía prometedor pero al final no consigue fructificar. Mike estaba en casa y luego, de la noche a la mañana, dejó de estar. Si nunca hubiera vivido en Cristo, la separación habría sido menos dolorosa. Creo que fue por eso por lo que mi padre, después, no volvió a hablar de él.

– ¿Después de qué? -Sus palabras se mostraban tan rígidas que parecían marcar una línea absoluta.

– Después de que Mike se marchara -respondió simplemente Bill-. Tal vez juzgues a mis padres duramente por haberse despreocupado de Mike y de Sara, de lo que hacían o de dónde vivían, pero a mi padre el bienestar físico no le importaba, sólo le interesaba el bienestar espiritual. Y si alguna vez se refería a ellos, decía que no podían ir a ningún sitio sin que Dios lo supiese, y que eso era lo más importante, y añadía que si habían vuelto la espalda a Dios, por más que vivieran al otro lado de la calle, también habían vuelto la espalda a su padre. -Bill me miró fijamente, intentando averiguar si sus palabras habían calado en mí-. Mi padre decía que Dios puede perdonarlo todo, pero hay que pedírselo.