Se hizo silencio. No era exactamente incómodo pero al cabo de un minuto lo rompí, cambiando de tema.
– ¿Y tú? -pregunté.
– ¿Qué quieres decir?
– Si querías a tu hermano.
– ¿A Mike? Sí, creo que sí. -La pregunta lo había sorprendido y se quedó pensativo-. Cuando era pequeño, quería jugar con Adam y conmigo. Cuando no queríamos ir andando a algún sitio, montábamos en trenes de carga para que nos llevaran a otro lado de la ciudad. Mike siempre se apuntaba y nunca teníamos que esperarlo. Y cuando íbamos a nadar al lago de las montañas, ese que tiene unos grandes farallones a un lado, Mike siempre saltaba desde el lugar más alto, no le daba ningún miedo. Yo sólo lo hice una vez, pero él lo hacía siempre.
»Ya desde pequeño era así. Daba gusto hablar con él, pero cuando creció empezó a exasperarme y no era porque se vanagloriase de su coeficiente intelectual -Bill se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas-, pero era muy listo y uno notaba que, aunque no dijera nada, estaba al corriente de todo. Mike sabía que era distinto.
»Y supongo que por eso me enfadé cuando pensé que había metido a una chica en su cuarto la víspera de Navidad, como si creyera que estaba en su derecho de hacerlo, sólo por ser Mike. Desde entonces, he deseado haberlo encubierto. -Bill sacudió la cabeza-. Yo no sabía que iba a marcharse de casa por eso.
Tras unos instantes en silencio comprendí que Bill Shiloh ya no me diría nada más. En su relato no había ninguna moraleja, ninguna coda, sólo la expresión de un cierto pesar.
Hice una sola pregunta más, aunque, de algún modo, ya sabía la respuesta. -No creo que Mike esté en problemas -dije-, pero si lo estuviera y tuviese que ponerse en contacto con un amigo, ¿quién sería?
– Sara, sin lugar a dudas -dijo Bill-. Recurriría a ella.
Capítulo 16
Tras dos entrevistas con final abierto en las que había lanzado una amplia red para pescar cualquier cosa que me fuera útil, por fin tenía una tarea concreta en las manos: encontrar a Sinclair Goldman.
A mediodía, esa tarea me llevó a la biblioteca pública. Ninguno de los hermanos o hermanas de Shiloh tenían algún teléfono suyo, ni el actual ni uno antiguo. Sinclair era sorda, pero yo suponía que tendría un teléfono adaptado Para las personas con problemas auditivos.
Por lo general, un número de teléfono facilitaba las cosas. Vang, en Minneapolis, podía buscar cualquier nombre que le diera en la base de datos nacional de teléfonos y conseguirme el número. El problema estribaba en que no sabía qué nombre darle. El apellido de Sinclair podía ser Goldman, o tal vez de nuevo Shiloh si se había separado. Su nombre de pila podía ser Sinclair, si se lo había cambiado legalmente, o podía ser todavía Sara.
Me senté ante una gran mesa de la sala de lectura y combiné las posibilidades en un trozo de papel. Sinclair Goldman. Sara Goldman. Sinclair Shiloh. Sara Shiloh. Cuatro nombres posibles. No, cuatro no. Seis. Recordé que Naomi me había dicho que Sara escribía su nombre sin la h final, pero si algo he aprendido en el día a día detectivesco es que hay que contar siempre con errores en los registros, sobre todo en el caso de los nombres que tienen variantes: Michele y Michelle, Jon y John. Si le pedía aquel favor a Vang, tendría que incluir además Sarah Goldman y Sarah Shiloh, con lo que su lista podría ser de cientos de personas o incluso un millar.
A algunas de esas mujeres las encontraría a la primera llamada, pero también dejaría muchos mensajes en contestadores automáticos y buzones de voz y tendría que encerrarme en un motel barato a esperar que me devolvieran las llamadas.
Cabía incluso la posibilidad de que el teléfono de Sinclair no estuviera registrado a su nombre, sino al de su marido, cuyo nombre de pila yo no sabía. Empieza con una «D», había dicho Bill Shiloh.
Tenía que haber algún sistema mejor que la consulta de los bancos de datos oficiales.
Cuando la gente no ha cometido ningún delito ni tiene nada que esconder, hay dos maneras fáciles de encontrarla. Una es a través de su profesión.
Sinclair era poeta. No me pareció que fuera muy famosa, si es que existen las poetas famosas, salvo las pocas que leen sus obras en las inauguraciones presidenciales. Pero aun así, era una persona semipública. Su nombre conocido era Sinclair Goldman y era poco probable que hubiese cambiado, aunque se hubiera separado de su marido.
A mi izquierda había unas cristaleras a través de las cuales vi otra sala llena de ordenadores con conexión a Internet. Cogí el papel y crucé la puerta deslizante.
Todos los ordenadores estaban ocupados. Junto a ellos, había un cartel en un mostrador que rezaba lo siguiente: «Regístrense aquí para utilizar Internet. Máximo tiempo permitido si hay usuarios esperando: media hora».
Casi todos los usuarios parecían estudiantes de instituto. ¿Los profesores los enviaban a la biblioteca a fin de que se documentaran para sus trabajos? ¿O hacían novillos de la escuela para conectarse a Internet? Yo, de pequeña, me había saltado bastantes clases, pero nunca para ir a la biblioteca.
El usuario más joven tendría unos quince años. Miraba fotos de coches deportivos.
– Disculpa -le dije, mostrándole la placa del sheriff de Hennepin-. Investigación policial -añadí.
Me miró con los ojos como platos y comenzó a recoger la mochila que tenía junto al asiento.
– No te lleves las cosas -dije-. Probablemente terminaré enseguida.
Me acomodé en el asiento recalentado y tecleé la dirección del metabuscador favorito de Shiloh. Cuando apareció el portal, introduje «Sinclair Goldman» en el campo de la búsqueda.
Encontré dos coincidencias. Una era la web de la editorial Last Light; aquello prometía. La otra todavía resultaba más interesante. Era el sitio web del Bale College.
Entré en esta última y encontré a Sinclair Goldman en el cuadro docente de aquel semestre. Sinclair Goldman daba clases de escritura creativa e impartía talleres de poesía. Sentí el corazón algo más ligero, como siempre me ocurría cuando seguía una pista que parecía bien encaminada.
Seguí dándole al ratón hasta que averigüé su horario de clase para ese día, aunque ya no podría encontrarle ahí a menos que Bale estuviera en algún lugar de Utah septentrional. No lo estaba. En la sección «Cómo llegar», vi un mapa en el que una estrella lo señalaba: estaba un poco al sur de Santa Fe, Nuevo México.
– Sólo un momento -le dije al chaval que esperaba mientras hacía clic en «Contacta con nosotros» y apuntaba el teléfono en un pequeño papel de notas de la biblioteca.
Llamé desde un teléfono situado en una zona tranquila cerca de los servicios y la operadora me puso enseguida con el Departamento de Literatura.
– Aquí la detective Sarah Pribek -le dije al joven que respondió al teléfono-. Estoy tratando de ponerme en con-tacto con Sinclair Goldman. Ya sé que es sorda -me apresuré a añadir, pues ya lo había oído tomar aire para explicarme aquel detalle-, pero tengo que localizarla hoy Se trata de una investigación policial.
– Ahora mismo está en el campus. Imparte un taller de poesía de dos a cuatro. -Tenía la voz hueca y apagada, y la manera de hablar de un estudiante. Aunque eso no iba a servirme de nada, me imaginé su aspecto. Unos veinte años, con el cabello muy corto y teñido de blanco platino sobre un color mucho más corriente.
– Estoy en Utah -dije-, y voy a ir a Santa Fe, pero no tan deprisa.
– No estamos en el mismo Santa Fe sino en…
– Ya sé dónde estáis. Lo único que necesito saber es dónde puedo ponerme en contacto con Sinclair Goldman cuando salga de la universidad. Un número de teléfono o una dirección. -No podemos dar direcciones a desconocidos -replicó, como era de esperar.