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Sí, era de esperar, y además tampoco podía presionarlo. Yo llamaba por teléfono y él estaba en todo su derecho de no dar información sólo porque yo le dijera que era agente de policía.

– Un teléfono, entonces -insistí.

– Me parece que no tiene teléfono. -Parecía desconcertado-. La señora Goldman tiene problemas auditivos.

– Eso ya lo sé, pero…

– Lo que puedo decirle es que, aquí, recibe en su oficina los martes de nueve a…

«Qué pesado», pensé.

– Mira, soy detective de la oficina del sheriff de Minnesota. No tengo que hablarle de un examen ni de una tesina, y no puedo esperar hasta el martes. ¿Harías el favor de darme un teléfono de contacto?

– Espere un momento -dijo tras un silencio.

Al cabo de un minuto, se puso de nuevo al teléfono.

– Aquí tengo un número -explicó y lo leyó sorprendido-. Lo que ocurre es que junto a él hay un nombre entre paréntesis, Ligieia. Ligieia Moore. ¿Le suena de algo?

– Gracias -dije-. Te agradezco la ayuda.

Hice caso omiso de su pregunta, colgué con el dedo índice y esperé la nueva señal de línea.

En ese momento, Sinclair estaba en clase. ¿Habría alguien en su casa? Quizá D. Goldman, su marido. O Ligieia Moore, quienquiera que fuese. O acaso fuera el número de un contacto, como su secretaria o quizá su editora.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que alguien lo cogiera.

– ¿Hola? -dijo una clara voz femenina.

– Soy la detective Sarah Pibrek y me gustaría ponerme en contacto con Sinclair Goldman. ¿Con quién hablo?

– Soy Ligieia -respondió-. Sinclair no está aquí. ¿Ha dicho que es agente de policía?

– Soy detective de la oficina del sheriff del condado de Hennepin, Minnesota -respondí-. Tengo que hablar con la señora Goldman para una investigación. He telefoneado a la universidad y éste es el número particular que me han dado de ella. ¿Debería haber llamado a otro número?

– No -dijo Ligieia-. Éste es correcto. ¿Habla usted el lenguaje de los signos?

– No, lo siento -respondí-. ¿Quiere decir que si me entrevisto con ella necesitaré un intérprete?

– Exacto. Normalmente, yo le hago las traducciones en las clases y también leo sus poemas en los premios literarios. Si quiere concertar una cita con ella, lo más fácil será que lo haga a través de mí. Se lo diré en cuanto vuelva a casa.

– ¿Y su marido? ¿No podría traducir? -sugerí.

– Sinclair no está casada -dijo Ligieia.

– Ah, entonces se ha divorciado -repliqué.

Al darse cuenta de que yo sabía ciertas cosas, al menos sobre Sinclair, hizo una pausa.

– Sí -dijo al cabo-, pero tendré que decirle de qué se trata -añadió, con algo más de fuerza en la voz.

«Cómo me habría gustado saber el lenguaje de los signos», pensé. Si ya en aquel momento me resultaba desagradable tener que hablar con una intermediaria, cuando llegase la hora de encontrarme cara a cara con Sinclair todavía me parecería más una intrusión.

– Como le he dicho, soy detective de la oficina del sheriff del condado de Hennepin, pero mi nombre de casada es Shiloh.

– Oh -exclamó Ligieia, sorprendida. Conocía el apellido.

– Soy también cuñada de Sinclair. Su hermano Michael, que es mi marido, ha desaparecido. Dado que soy policía se trata de un asunto profesional, pero como familiar…

– Jo -dijo Ligieia. Aquella exclamación me dio a entender que era más joven de lo que había pensado-. Bien, ¿está usted aquí en el pueblo o en Santa Fe?

– Llegaré tan pronto como pueda tomar un avión. Me gustaría hablar con Sinclair esta noche.

– Bien -convino Ligieia-. Antes de concertar esa entrevista, tendré que hablar con ella. ¿Puedo llamarla a algún sitio?

– Ahora mismo no tengo un número fijo -repliqué-. Sería mejor que lo decidiéramos ahora y me dijeras cómo llegar a su casa -añadí para presionarla. El que empezara a tutearla tuvo que parecerle significativo.

– Pues no, eso no será posible -dijo Ligieia-. Compartimos piso y a veces le hago de traductora, pero nada más. Ella es absolutamente independiente, yo no soy la ayudante de una persona que sufre una discapacidad.

– Comprendo -susurré.

– Tal vez quiera encontrarse con usted en casa, pero a lo mejor prefiere hacerlo en la universidad o en otro sitio -añadió.

– Bien, pues déjame llamarte cuando llegue a Santa Fe -dije, capitulando.

– Me parece muy bien.

– Escucha -dije, curiosa-, si tú eres la traductora de Sinclair cuando da clases, ¿ahora no está en la universidad?

– Sí -respondió Ligieia-, pero en Bale la gente aprende el lenguaje de los signos en el Departamento de Lengua y Sinclair ha querido que una de las alumnas aventajadas le haga hoy la traducción. Así yo tengo tiempo para estudiar.

– ¿Estudias el lenguaje de los signos?

– No, escritura creativa. Escribo poesía. Pero en el instituto tuve un novio que era sordo y por eso aprendí.

Un ruidoso grupo de escolares pasaron junto a los teléfonos públicos camino de la biblioteca. Me tapé el oído con el dedo y les di la espalda.

– Espero que no haya pensado, por todo lo que le he dicho antes, que Sinclair es una persona retraída. Estoy segura de que estará encantada de verla.

Si quería hablar con Sinclair Goldman esa misma noche iba a tener que darme mucha prisa, por lo que, en la autopista de salida de la ciudad puse mi coche de alquiler a ciento veinte, aunque enseguida tuve que pisar el freno ante una señal de tráfico. La luz estaba verde y precisamente por eso casi me lancé al cruce y estuve a punto de chocar con un sedán negro. Mientras me detenía junto al arcén, vi que el sedán era uno de muchos coches iguales que avanzaban en una sobria y lenta procesión. Miré a la izquierda, y a la cabeza de la comitiva vi un coche fúnebre que cruzaba una amplia puerta de piedra tras la cual una serpenteante carretera discurría entre césped verde esmeralda.

Deseé que no estuvieran enterrando a una persona joven.

La sala donde se instaló la capilla ardiente de Kamareia había sido acondicionada para compensar el tremendo golpe que habíamos sufrido y el interior era una sauna. Además, mi traje para el funeral, el que me había comprado para la muerte de mi padre, era de lana, adecuado para el invierno. Mientras entraban la familia y los amigos de Genevieve, y la sala se llenaba, sentí un incómodo calor y deseé poder escabullirme.

Shiloh se hallaba al otro lado de la estancia, con el traje negro que se ponía para ir a los tribunales. Yo me había tomado un día libre para acompañar a Genevieve y a sus familiares, y también para ayudarla con el velatorio, el funeral y el entierro. Shiloh se había partido el turno para poder asistir al acto.

La funeraria poco había podido hacer para recomponer el rostro destrozado de Kamareia y el costoso y brillante ataúd estaba cerrado. Me demoré mirándolo un poco más de lo necesario y luego volví los ojos hacia los afligidos allegados.

Uno de ellos me llamó la atención de inmediato.

De vez en cuando, Genevieve mencionaba su breve matrimonio. Era una joven católica de clase obrera del norte industrial; él, un hombre negro, había nacido en la Georgia rural y había sido educado en la Primera Iglesia Baptista Africana. Cuando esas diferencias condenaron el matrimonio al fracaso, él se había marchado a Harlem y después a Europa a trabajar como abogado de empresa, y ella se había quedado de policía en las Ciudades Gemelas, el lugar que había sido la cuna de su familia durante generaciones.

Nunca había visto una foto de Vincent, pero al principio de nuestra amistad Genevieve me lo había descrito. Cuando lo vi, no tuve que preguntarme quién demonios era: ya lo conocía.