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Yo tenía la costumbre de clasificar a la gente según el deporte que hubieran practicado en la adolescencia: un defensa de fútbol americano, un corredor de campo a traviesa, un nadador, un alero de baloncesto. Sin embargo, con aquel hombre era imposible. Vincent Brown medía metro noventa y tenía un aspecto físico potente e imposible de definir. Se le veía fuerte, vestido con un traje caro de un solo color y ciertos rasgos aztecas: en los pómulos y en el perfil aguileño. Sus ojos negros no se parecían en absoluto a los de Kamareia, de color miel, y me costaba imaginar que fuera el padre de esa muchacha dulce y alegre, aunque también me resultaba difícil asimilar que hubiera sido el marido de Genevieve y que hubiesen formado un hogar juntos.

Vincent encontró a la persona que buscaba, Genevieve, que estaba rodeada de su familia. Cuando se acercó a ella, los hermanos y hermanas de mi amiga se hicieron a un lado. Genevieve lo miró a los ojos y Vincent la besó, no en la mejilla ni tan sólo en la frente, sino en lo alto de la cabeza, cerrando los ojos mientras lo hacía, con un gesto que transmitía una infinita ternura.

De repente, vi lo que no había captado segundos antes: parentesco, sentido de pertenencia, pese a que todo parecía oponerse a ello.

Vincent dijo algo a Genevieve y ésta le contestó. Luego él se volvió hacia mí y supe que estaban hablando de mí. Avergonzada de que me hubiera descubierto observándolo, desvié la mirada pero Vincent ya se acercaba a mí.

– Sarah -dijo.

– ¿Vincent? -Era tanto un saludo como una pregunta.

No me estrechó exactamente la mano, sino que la tomó y me la retuvo unos instantes.

– Tú estuviste con Kamareia camino del hospital, ¿verdad? -preguntó.

– Sí.

– Muchas gracias -dijo en un susurro.

En el aeropuerto de Salt Lake City encontré billete para un vuelo a Albuquerque, pero en lista de espera. Saqué la tarjeta de crédito y lo pagué.

Mientras que Shiloh no había dejado ningún rastro con el banco, el teléfono o la tarjeta de crédito, yo había dejado una estela que hasta un niño habría sido capaz de seguir: llamadas interestatales con tarjeta de crédito, documentos firmados en una empresa de alquiler de coches, y billetes de avión pagados también con tarjeta.

No me llamaron y me quedé de pie mirando a los pasajeros que embarcaban. Tras el mostrador las lucecitas rojas que parpadeaban «Vuelo 159, Albuquerque, 15.25» se apagaron.

El vuelo de las 16.40 no iba tan lleno. El viaje duraría una hora y veinte minutos. Al menos, eso fue lo que nos dijeron. Cuando nos acercábamos a Albuquerque, el piloto anunció:

– Se están produciendo algunos retrasos en el aeropuerto de Albuquerque debido a unas densas nubes bajas y tormenta. No vamos a cambiar de ruta y esperamos aterrizar lo antes posible, pero seguiremos volando a la espera de que nos autoricen el aterrizaje. Disculpen las molestias. Y hablando del tiempo -la voz del piloto cobró calidez y familiaridad-, es posible que debido a las condiciones meteorológicas, sus desplazamientos en tierra sufran también cierto retraso. Deseamos tenerlos con nosotros de nuevo a bordo sanos y salvos.

Apoyé la cabeza en el hueco de la ventanilla y escuché los latidos de impaciencia de mi corazón.

Cuanto más tarde llegara, más probable sería que Sinclair y Ligieia pospusieran el encuentro a la mañana siguiente y que me propusieran vernos en algún sitio público.

Yo no quería ver a Sinclair en una cafetería o en un restaurante. Si tenía que hablar con la familiar más unida a Shiloh a través de una intérprete, no deseaba hacerlo en un sitio público y ruidoso que no contribuiría a hablar con confianza y cierta comodidad.

Los lugares en los que me había encontrado con Nao- mi Wilson habían sido ideales. En su casa, disfrutamos de la intimidad y dispusimos de tiempo para que la charla discurriera por el cauce adecuado. Era poco probable que estas circunstancias se repitieran con Sinclair, pero yo quería ir a su casa, y no sólo para hablar sin prisas en la intimidad.

Todos tenemos un lugar al que acudimos cuando nuestra vida se desmorona. La conversación que había mantenido con el hermano de Shiloh sugería que para mi marido, ese lugar podía ser la casa de su hermana Sinclair.

Pero la vida de Shiloh no se había desmoronado, todo lo contrario. Estaba ascendiendo en su carrera y su matrimonio era estable y reciente. Sin embargo, deseaba comprobar por mí misma que no había actuado bajo unas tensiones que yo desconocía y que le habían llevado a buscar refugio en aquel remoto rincón del país.

Era una extraña coincidencia, al menos para mí, que Santa Fe fuera el lugar elegido por Shiloh para ocultarse. Por lo que me había dicho, nunca había estado allí, mientras que yo tenía recuerdos de infancia en esa ciudad.

Tendría unos cuatro años cuando mi madre me llevó a la ciudad para comprar algunos artículos que no encontraba en nuestro apartado pueblo. Lo único que recuerdo es que debía de ser otoño o invierno. Era una noche lluviosa y fría, y por las ventanas de los edificios se veían luces cálidas y acogedoras; recuerdo que comí una cremosa sopa de calabaza en un restaurante y la satisfacción infantil que experimenté porque en la mesa sólo estábamos mi madre y yo, y la tenía toda para mí…

La voz del piloto me sacó de mis ensoñaciones. Ya teníamos permiso para aterrizar. Con el rabillo del ojo vi a una azafata que recorría el pasillo, recogiendo las últimas bandejas y ordenando a los pasajeros que apagaran el teléfono móvil.

El avión se hundió en una masa nubosa lisa como la superficie del océano. A aquella hora de la tarde, el banco de nubes se veía muy oscuro, y la noche caía deprisa sobre la ciudad. Unas gotas de lluvia salpicaron en la ventanilla y cruzaron el cristal en diagonal formando regueros. Envueltos en una bruma negra, durante un momento todos los pasajeros del avión estuvimos como en la nada, entre dos mundos.

Era ridículo pensar, y yo lo sabía, en la posibilidad de sorprender a Shiloh en casa de su hermana Sinclair en Nuevo México, pero también sabía por qué me negaba a rechazar de antemano esa idea. De una manera extraña y retorcida, me resultaba atractiva.

Una vez me habían contado que una mujer viuda, un mes después de que su marido muriera en accidente de coche, había empezado a consolarse con una fantasía. La fantasía era que su marido no había muerto, sino que la había dejado y se había mudado a otra región del país. Por aquel entonces, no me había parecido que pensar en aquello antes de dormirse tuviera que suponerle un consuelo, pero ahora lo comprendía perfectamente. El amor de esa mujer había sido incondicional; sólo deseaba que su marido se encontrara sano y salvo, con o sin ella.

De todas las posibilidades realistas que tenía para explicarme la desaparición de Shiloh, aquélla era la única que me resultaba remotamente agradable.

Las luces blancas de la pista se acercaron hasta encontrarse con el avión.

Capítulo 17

Me incorporé a una pequeña multitud en el vestíbulo que llevaba a la terminal principal. Sólo de pensar en todo lo que debía hacer todavía esa noche, ya me sentía cansada. Delante de mí había una hilera de teléfonos públicos, pero ya había decidido que no iba a llamar a Ligieia.

Los mapas que dan en las agencias de alquiler de automóviles no iban a servirme para las señas que yo buscaba. Fui al quiosco de prensa y encontré lo que necesitaba: un mapa de carreteras de todo el estado de Nuevo México.

En la agencia, añadí más pistas a la estela que dejaba alquilando un Honda. Desplegué el mapa y señalé la pequeña población donde se hallaba la escuela universitaria de Bale.

– ¿Cuánto tiempo tardaré en llegar ahí? -pregunté.

El empleado bajó la mirada hasta el punto que yo señalaba.

– Una hora -respondió-. Tal vez algo más, porque está anocheciendo y usted no conoce la zona.

– El coche que me alquila, ¿tiene el depósito lleno?