Al parecer, había habido un detenido en relación con el caso: un pintor de brocha gorda que trabajaba en Saint Paul para unos vecinos de Genevieve. La propia Kamareia lo había identificado como el hombre que la agredió. Mientras el caso estuvo en manos de la fiscalía del condado de Ramsey, Genevieve se sintió bien. Se dedicaba por entero al trabajo, como un pasajero aéreo que cierra los puños para ahuyentar el miedo o como un alcohólico que está dejando de beber sólo a base de fuerza de voluntad.
El caso, sin embargo, fue sobreseído por detalles técnicos. Entonces Genevieve perdió el rumbo.
La cuidé durante un mes. Adelgazó y se le formaron profundas ojeras moradas, testimonio de sus noches en vela. En el trabajo ya no podía concentrarse. Al interrogar a testigos o sospechosos era incapaz de formular las preguntas básicas. Su poder de observación se hizo peor que el del menos hábil de los civiles. Ya no conseguía establecer relaciones lógicas.
Yo no me sentía capaz de decirle que lo dejara, pero al final fue ella misma quien lo hizo. Fue consciente de que no le estaba haciendo ningún bien al Departamento y pidió un permiso indefinido. Dejó la ciudad y se trasladó a casa de su hermana y su cuñado, en una granja del sur, cerca de Manicato.
¿Cuándo había llamado a Genevieve por última vez? Intentaba recordarlo mientras iba en mi coche en dirección a la ciudad. Sentí una punzada de culpabilidad y aparté el tema de mi mente.
Ya en la comisaría, escribí un informe acerca de los sucesos de la mañana, intentando encuadrar mi salto al río dentro de un marco de conducta racional, como algo que cualquier detective hubiera hecho. ¿Diría que «perseguí» a Ellie por el río? Me sonaba extraño. Retrocedí y escribí «seguí». Escribir era la parte que menos me agradaba de mi trabajo.
– ¡Pribeck! -Alcé la mirada y me encontré con la figura del detective John Vang, mi compañero en ausencia de Genevieve-. Me han contado una cosa muy rara sobre ti esta mañana.
Vang era un año más joven que yo y lo habían ascendido hacía poco. Desde el punto de vista técnico yo debía entrenarlo, una situación que me hacía sentir incómoda. No me parecían tan lejanos los tiempos en que yo seguía a Genevieve, dejándole la iniciativa de las investigaciones… Eché una mirada a su escritorio. No estaba del todo vacío, pero Vang ya se había apropiado de él.
Había colocado encima dos fotografías enmarcadas. Una era un primer plano de su esposa con una niña de nueve meses en brazos; la segunda mostraba a esa misma niña, esta vez sin compañía. La criatura había sido sorprendida en una especie de balanceo, un movimiento que le proyectaba hacia adelante la cabeza y el tórax mientras los brazos parecían ondular en el aire. Seguramente, cuando le tomaron la fotografía estaba pensando en que era capaz de volar.
En una ocasión, aprovechando la ausencia de Vang, la puse de tal modo que pudiera verla desde mi escritorio. Con las miserias de todas las Ellie Bernhardt del mundo apiladas junto a mí, me gustaba observar a aquella chiquilla volante.
– Todo lo que hayas oído acerca de mi episodio en el río es verdad.
– ¡Estás de broma!
– No he dicho que fuera inteligente, he dicho que es verdad.
Conscientemente, me llevé una de las manos a los cabellos. En el hospital los había recogido en una coleta replegada sobre sí, maciza y corta. Al tocarla noté que todavía no estaba seca. No estaba demasiado húmeda, pero aún estaba fría al tacto.
Tras acabar mi informe tuve que solicitar otro busca, ya que el anterior, junto con la chaqueta, se hallaba en las profundidades del Mississippi. Era de agradecer que mi cartera y mi teléfono móvil estuvieran en otra parte aquella mañana de locos.
Antes de que terminara el informe, sonó el teléfono. Era Jane O'Malley, una fiscal del condado de Hennepin.
– Ven enseguida -dijo-. La declaración de los testigos será más rápida de lo que suponíamos. Posiblemente hoy te tocará a ti.
O'Malley estaba investigando un caso que era una historia frecuente y triste: el de una persona cuyo ex novio se negaba a dejar la relación. Sólo que la historia tenía una vuelta de tuerca: el desaparecido era también un hombre. Había dejado el Gay 90, un club nocturno tanto para gays como para heteros, sobrio y por su propio pie tras haber bailado con unos amigos. Fue la última vez que se le vio.
Genevieve y yo investigábamos el caso. Ya avanzada la pesquisa, las coartadas a medias y las evasivas del ex novio acerca de la desaparición nos obligaron a recurrir a un detective del Departamento de Homicidios de Minneapolis. Nunca encontramos a la víctima ni su cuerpo: sólo manchas de sangre y un pendiente en el maletero de un coche que su ex había robado al día siguiente y al que, como era evidente, no había dado muy buen uso.
Al cruzar el vestíbulo del Centro Gubernamental del Condado de Hennepin en dirección a los ascensores, oí a mis espaldas una voz familiar.
– ¡Detective Pribeck!
A Christian Kilander le bastó una zancada para alcanzarme. Era uno de los fiscales del condado; su altura imponía, tanto en los tribunales como en la cancha de baloncesto, donde a menudo nos enfrentábamos en los ratos de ocio.
Si la voz de Genevieve era como el ante, la suya era aún más suave, como la gamuza, por ejemplo. Y casi siempre maliciosa, cualidad que hacía de su habla cotidiana algo burlón y viperino, y de sus careos algo irónico y descreído.
En términos generales, yo lo apreciaba, pero un encuentro con él no debía tomarse nunca a la ligera.
– Me alegro de verte en tierra firme -dijo-. Como siempre, tus técnicas policíacas innovadoras nos llenan a todos de respetuoso asombro.
– ¿A todos? -repuse apresurando el paso-. Yo sólo te veo a ti. ¿Es que tienes pulgas?
– ¿Cómo está la pequeña? -preguntó en un tono comprensivo, generoso, obviando del chiste. Esperábamos el ascensor.
– Se está recuperando -contesté. La puerta se abrió a nuestra izquierda y dos empleadas entraron con nosotros. Pensé que probablemente no volvería a tener noticias de Ellie Bernhardt. Yo había hecho por ella cuanto estaba en mi mano; el resto ya no me correspondía. Si mis esfuerzos habían dado resultado es algo que probablemente nunca llegaré a saber. Ésa era la realidad de un policía. Los oficiales que no la aceptaban aspiraban a ocuparse de tareas sociales.
Las dos empleadas bajaron en la quinta planta. Hurgué en mi oído.
– ¿Aún tiene agua en el oído? -preguntó Kilander apenas reanudamos el ascenso.
– Sí -hube de admitir. Aunque no era grave, era una sensación desagradable. El chasquido del agua en el interior de la cabeza resultaba desconcertante.
El ascensor se detuvo en mi planta. En el ínfimo lapso que corrió entre que el aparato se paró y se abrieron las puertas, Kilander me recorrió con una mirada pensativa desde la cima de sus casi dos metros de estatura.
– Tú sí que vas a por todas, nena. De verdad.
– Ya, bueno -dije en tono evasivo mientras se abría la puerta, sin saber si ésa era la respuesta que correspondía. Pocos años atrás habría experimentado un escalofrío al oír que alguien me llamaba «nena», y hubiera tratado de encontrar una respuesta más cortante, que probablemente no se me hubiera ocurrido hasta un cuarto de hora después. Pero ya no era una novata insegura y Kilander no había sido nunca un chovinista, a pesar de lo que aparentaba a primera vista.
El vestíbulo estaba vacío. Comencé a caminar con lentitud hacia la sala del tribunal. Dejé el bolso sobre un asiento y me senté al lado. Tenía que esperar a que O'Malley viniera a buscarme y me acompañara a la sala. Conocía el procedimiento.
Sólo una vez había sido llamada para declarar en un caso criminal, pero no en mi calidad de oficial de policía. No fue en Minneapolis. Había sido en Saint Paul, en la audiencia preliminar de Royce Stewart, acusado de haber matado a Kamareia Brown.