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– Sí, todos nuestros coches lo tienen. Y usted deberá devolverlo con el depósito lleno o pagar el combustible consumido.

– ¿Y cuentan con sujetavasos? -pregunté.

– ¿Qué?

– Es que voy a necesitar café.

– La comprendo perfectamente -dijo. Otro adicto a la cafeína.

Pero al final, no quise perder tiempo, por lo que no fui al Starbucks de la terminal principal ni me detuve en ningún sitio. Lo único que quería era salir de la ciudad.

Caía una llovizna ligera y persistente, y puse el limpia- parabrisas en la posición de intermitente. Esperaba que no llegara a convertirse en un aguacero, porque estaba dispuesta a pisar a fondo el acelerador. Era ya bastante tarde como para que mi aparición no resultara una descortesía, y cada minuto contaba.

En la interestatal no bajé de ciento treinta kilómetros por hora y cuando la carretera hacia la escuela universitaria Bale empezó a empinarse montaña arriba, aflojé la velocidad, aunque no lo suficiente como para no rebasar el límite permitido. Entonces, unas luces destellantes convirtieron las gotas del cristal trasero en los colores rojo y azul de un calidoscopio.

Puse el intermitente de inmediato, enviando una señal de mostrarme cooperativa y me detuve junto a la cuneta.

El agente que me abordó no tendría más de veinte años. Según la placa, se trataba del agente Johnson.

– ¿Sabe a qué velocidad iba? -preguntó.

– Bueno, a mí me parece que a setenta, pero probablemente usted me dirá que iba mucho más deprisa -respondí, intentando hacerme la simpática.

– Mucho más que eso -dijo impertérrito-. Según el radar iba usted a noventa.

– Pues entonces me ha pillado. Voy en un coche que no conozco y a veces engañan, ¿sabe?

– Si mira el cuentakilómetros no la engañará -dijo en tono didáctico-. Es muy importante conducir despacio con estas lluvias ligeras. Mire, la gente cree que es peor conducir bajo la lluvia fuerte, pero hay aceite en el asfalto que…

Deseé que me pusiera la multa, incluso estaba dispuesta a pagarle el doble, pero que callase de una vez. Era muy joven y se tomaba el trabajo muy en serio.

El agente Johnson siguió charlando un minuto y luego llevó mi documentación a su coche y la pasó por el ordenador. Mientras, hurgué en mi bolso en busca de la placa del condado de Hennepin.

Volvió y rellenó el impreso de la multa. Me la tendió y la tomé.

– Gracias por su amabilidad -me dijo.

– Espera un minuto. Tengo que pedirte una cosa. -Le mostré la placa-. Trabajo en la oficina del sheriff del condado de Hennepin, en Minneapolis.

Arqueó las cejas en una expresión de asombro y cautela a la vez.

– No voy a discutirte la multa, había sobrepasado el límite de velocidad y la pagaré -le aseguré-. He venido a Nuevo México a investigar un caso; en realidad, cuando me paraste, me dirigía al Departamento de Policía. Tengo un número de teléfono sin dirección y quería pedirles si podían facilitármela. -Le sonreí para indicarle que le estaba pidiendo un favor-. Si pudieras solicitarlo al Departamento, quizá cuando llegue ya tendrán la respuesta.

– ¿A qué jurisdicción ha dicho que pertenece? -El agente Johnson frunció el ceño.

– Soy detective del condado de Hennepin. Puedo darte el teléfono nocturno de la división de investigadores, por si queréis comprobarlo.

– ¿Y ha dicho que se trata de una investigación? -quiso que le confirmara.

– Sí, la desaparición de una persona.

Johnson empezaba a comprender que lo que estaba ocurriendo era un contrapunto interesante a su trabajo de poner trampas de velocidad.

– ¿Cuál es el número de teléfono del que necesita la dirección? -preguntó.

Le di el de Ligieia y volvió a la radio.

– Ya lo están buscando -anunció al volver. Me dio la dirección de la oficina del sheriff y añadió-: Si mientras está en el pueblo necesita algo, no dude en ponerse en contacto conmigo, detective Pribek. -Lo dijo como si su trabajo no lo estimulara lo suficiente.

A la llegada a la oficina alguien me hizo, de una manera indirecta, la pregunta obvia.

– El condado de Hennepin debe de recibir unas partidas presupuestarias considerables si puede permitirse el lujo de mandar a una de sus agentes al otro extremo del país para buscar a una persona desaparecida -observó el agente que estaba de guardia, arqueando una ceja con ironía.

– Pues no -repliqué-, pero éste es un caso especial.

Me dio la dirección, escrita en un post-it con la parte adhesiva pegada sobre sí mismo.

– ¿Un caso especial?

– Más o menos. -No me apetecía explicárselo-. Oh, ¿eso es café?

Al cabo de diez minutos me detuve ante una casita de una sola planta, según el mapa cerca de la escuela universitaria Bale. Al final de la calzada de acceso había una luz exterior que imitaba una farola de gas de la era victoriana. Su bombilla de cien vatios bañaba de intensa luz el patio delantero. El garaje estaba cerrado y fuera no había ningún coche aparcado que pareciera de alquiler.

Tras mi llamada, oí unos pasos que se dirigían hacia la puerta pero ésta no se abrió enseguida, sino que alguien movió una cortina en la ventana lateral. Cautela femenina. Al cabo de un momento, la puerta se abrió un palmo y medio.

Vi a una mujer de un metro sesenta, con dos trenzas marrón oscuro tiesas de rizos contenidos. Llevaba unos panta-Iones de pijama a cuadros y un top que revelaba un abdomen plano dos tonos más claro que el cacao. Iba descalza.

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Soy Sarah Pribek, hoy hemos hablado por teléfono. Iba a llamarte -me anticipé con la explicación antes de que pudiera hablar-› pero mi avión se retrasó. -Aquello no significaba nada pero, en cierto modo, sonaba como una excusa-. Y en la investigación de una persona desaparecida, el tiempo es vital, por eso vine directamente.

Los ojos oscuros de Ligieia me estudiaron y no dijeron que no. Yo proseguí con mi alegato.

– He traído un documento legal. -Toqué la bolsa que llevaba colgada del hombro-. Si no te parece conveniente, no estás obligada a traducirlo.

– Entre -me dijo, a regañadientes-. Preguntaré a Sinclair si le parece bien.

Mientras cerraba la puerta, apareció una niñita corriendo en el vestíbulo. Tenía el cabello castaño mojado y llevaba una toalla magenta enrollada a la altura del pecho. Se detuvo al lado de Ligieia y me miró. Luego alzó las manos y empezó a gesticular hasta que la toalla se le cayó al suelo.

– ¡Hope! -exclamó Ligieia, al tiempo que se arrodillaba, cogía la toalla y volvía a envolver a la pequeña. Me miró y al ver que me reía, se echó a reír también, poniendo los ojos en blanco. Fue la mejor manera de romper el hielo que podía haber deseado.

– ¿Es hija de Sinclair? -le pregunté.

– Sí, se llama Hope. Supongo que el lenguaje de los signos delata que es hija de Sinclair.

Detrás de Ligieia apareció una mujer alta, con una melena de color cobre. Me estudió con una mirada familiar de unos ojos ligeramente euroasiáticos.

Sinclair. Ligieia aún no se había percatado de su presencia. Me erguí y la saludé con la cabeza. Ella me devolvió el saludo.

Aquel intercambio me pareció extrañamente formal y no sólo porque no pudiera hablar directamente con ella. Era como si hubiese encontrado a una persona desaparecida. Dos días antes, ni tan siquiera sabía que existía, al menos no por su nombre, y en cambio sentí como si llevara mucho tiempo intentando localizarla.

– Agarra bien la toalla, cariño -le dijo Ligieia a la niña y luego se incorporó y habló con Sinclair, verbalmente y con el lenguaje de signos.

– Esta es Sarah Pribek. -Al decir mi nombre Ligieia gesticuló más despacio-. Dice que en la investigación de la desaparición de una persona el tiempo es un factor vital y que por eso ha venido cuanto antes. Quiere hablar contigo esta noche.

Hope nos observaba en silencio. Sinclair movió las manos para expresarse.