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– ¿Tiene habitación de hotel?

– Todavía no -respondí. Temí que me pidiera que me marchara hasta el día siguiente.

Sinclair gesticuló de nuevo.

– Dice que va a prepararle el cuarto de los invitados.

Sinclair cogió a la niña en brazos y regresó a la sala de la que había venido mientras yo asimilaba, sorprendida, aquella inesperada demostración de hospitalidad. Al fin y al cabo, yo era una completa desconocida.

– ¿Por qué no me acompaña a la cocina? Estoy preparando un té. ¿Puedo tutearte?

– Desde luego. Y cuando dije que no tenías por qué traducir ahora, hablaba en serio. Parece que ya ibas a acostarte ¿no?

– No -respondió-. Estoy estudiando. He de tener listo para mañana el acto III de El mercader de Venecia. -Cogió una tetera del aparador-. Y me parece una auténtica pérdida de tiempo. Ya nadie representa esa obra, y no me extraña, porque es horriblemente antisemita. Yo creo que la lee muy poca gente. -Encendió una cerilla y la acercó al fogón. Era una cocina muy vieja.

– ¿Hace mucho que conoces a Sinclair?

– Tres años -respondió Ligieia-. Desde que llegó a Bale. Me ofrecieron ser su traductora y luego empecé las lecturas.

– ¿Las lecturas?

– Sí, leo sus poemas en recitales y en premios literarios -explicó Ligieia-. Es muy complicado, porque no sólo recito sus poemas, sino que he de transmitir además el contenido emocional de éstos. Para poder hacerlo, para leerlos como los leería ella misma si hablara, he tenido que conocerla mucho.

Oí pasos a mis espaldas y me volví. Allí estaba Hope, con el cabello peinado y un camisón blanco, mirándome con la seriedad de los niños.

– Mamá dice que tú hablas -proclamó, pero lo dijo también con señas, por si acaso. El timbre de su voz era perfecto y su dicción muy clara. Hasta ese momento había pensado que también era sorda.

– Pues sí, es verdad -asentí.

– ¿Te llamas Sarah? -me preguntó.

– Hope, ¿sabe tu madre que estás aquí? -la interrumpió Ligieia.

La niña bajó la mirada. No quería mentir.

– ¿Sabes lo que pienso? -prosiguió Ligieia, agachándose un poco para hablar con la pequeña-. Pienso que mamá ya te ha acostado pensando que ibas a quedarte en la cama. -Ligieia se enderezó.

Hope se marchó corriendo de la cocina hacia el pasillo.

Ligieia sacudió la cabeza, con indulgencia y exasperación al mismo tiempo.

– Siempre tiene que meterse en todo -dijo, mirando si hervía el agua-. Es la niña más lista que conozco. Cuando habla, parece que tenga diez años. Y conoce muy bien el lenguaje de los signos. Estoy segura de que cuando sea mayor hará lo que yo hago ahora: recitar los poemas de su madre. Esta niña será alguien.

– ¿Hace mucho que Sinclair se divorció del padre?

Ligieia no respondió y miró más allá de mí. Me volví y vi a Sinclair.

Shiloh hacía lo mismo. Caminaba en una nube. A veces no lo oía llegar hasta que lo tenía justo detrás de mí.

– Ahora iba a servirlo -dijo Ligieia.

Nos acomodamos en la sala, que era una estancia de techo bajo atestada de plantas de interior y pinceladas eclécticas de color. Me senté en una mecedora y me acerqué la taza a la nariz, haciendo una pausa. Me había metido en esa casa diciendo que era importante que hablase con Sinclair esa noche, y ahora que la tenía delante descubría que no tenía preguntas apremiantes que formularle. Había ido para comprobar que Shiloh no se encontraba allí, y era evidente que no estaba.

Fue Sinclair y no yo quien rompió el silencio.

– Me alegro de que hayas venido -dijo a través de Ligieia-. Tengo mucha curiosidad por saber de Michael. Hace años que no lo veo. Supongo, sin embargo, que primero querrás hacerme preguntas.

– Ésa es mi primera pregunta -dije, dejando la taza en la mesa-. ¿Cuándo tuviste noticias suyas por última vez.

– Hace unos cinco o seis años -respondió con las manos-. No recuerdo la fecha exacta. Yo había ido a las Ciudades Gemelas para un recital en el Loft, y a dar una conferencia en el Augsburg College. Luego fui a Northfield, para dar otra conferencia en Carleton. Recuerdo bien aquella visita a Carleton porque llegué pocos días después de que tres de sus alumnos murieran en un accidente de coche allí cerca. Fue muy triste. En un centro tan pequeño, un suceso así causa una gran conmoción.

– Oh -dije. Su relato me tocó una fibra sensible-. Sí, yo también lo recuerdo.

– ¿Quieres que busque la fecha exacta?

– No, no es necesario -respondí-. Fue hace tanto tiempo que no creo que guarde ninguna relación con lo que ocurre ahora. Me gustaría saber si has estado en contacto con Shiloh. ¿Lo viste en persona cuando estuviste en Minneapolis?

– Sí, nos encontramos por casualidad en la calle.

– ¿No habíais quedado en veros?

– Yo ni siquiera sabía que vivía allí.

– ¿Y has recibido noticias de él? ¿Cartas, correo electrónico?

Sinclair negó con la cabeza.

– Cuando supiste que había desaparecido, ¿se te ocurrió qué podía haberle ocurrido?

Sinclair volvió a negar con la cabeza. Comprendí que sus lacónicas respuestas no se debían a que no quisiera ayudarme, sino a que deseaba comunicarse directamente conmigo.

– ¿Por qué crees que se fugó, cuando tenía diecisiete años? -le pregunté.

Ante esta pregunta, su mirada dejó las manos de Ligieia, se posó en mis ojos y se pasó el pulgar por las puntas de los dedos. Me pregunté si en el lenguaje de los signos aquel movimiento equivaldría al de chuparse el labio superior que hace una persona que habla durante un interrogatorio, un gesto para ganar tiempo.

– No me enteré de eso hasta transcurridos seis años -me dijo Sinclair-, pero Mike no se llevaba mejor que yo con nuestro padre.

– Pues tu hermano Bill y tu hermana Naomi no dicen eso.

En esta ocasión se produjo una pausa más larga y Ligieia esperó a que las manos de Sinclair se detuvieran. Después tradujo:

– Mis hermanos veían lo que querían ver. Mi familia siempre me había considerado distinta, pero querían que Mike fuese como ellos.

– Cuando te marchaste de casa ¿adónde fuiste?

– A Salt Lake City. Estuve con un grupo de amigos que eran… ¿mormones de Jactó -Se produjo un momentáneo retraso en la traducción mientras Ligieia se debatía con la frase-: Mormones que habían dejado la Iglesia de los Santos del Último Día.

Era un término que a mí no me habría confundido. Se lo había oído varias veces a Shiloh.

– Cuando se fueron de la ciudad por Navidades, me sentí muy sola y fui a casa. Michael me dejaba entrar a hurtadillas por una ventana que había junto a un gran árbol. Y salía también por allí. -Hizo una pausa para que Ligieia la siguiera-. Nos pescaron y mi padre se enfadó muchísimo. Sentí haber metido a Mike en un lío, pero tarde o temprano él habría cortado con la familia.

– Y cuando se marchó, ¿fue a buscarte a Salt Lake City?

– No, como te he dicho antes, no me enteré de lo ocurrido hasta muchos años después.

Mis preguntas, la mirada de Sinclair, la voz de Ligieia… Tuve la sensación de que estaba obteniendo información a través de un sistema parecido a las viejas líneas rurales de teléfono colectivas. Era un proceso muy rudimentario.

– ¿Y por qué crees que no fue a verte? -pregunté. Había otra cosa que quería saber, pero sería mejor abordarle después.

Sinclair me miró directamente a los ojos, como Shiloh. Movió las manos y Ligieia tradujo:

– Mike siempre ha sido muy independiente. ¿Puedo preguntar por qué quieres saber todo esto? Ocurrió hace tanto tiempo…

Levanté la taza pero no volví a beber. Cuando Ligieia lo había servido, el té de fresas tenía un color atractivo y transparente, pero cuando lo probé en la cocina, me pareció que tenía un leve punto amargo.