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– Por conocer la historia, por descubrir una constante. -Me obligué a tragar un sorbo de té-, pero si no lo has visto ni has hablado con él desde hace años, no tengo nada más que preguntarte -concluí.

En los momentos que siguieron ni Sinclair ni yo rompimos el silencio; fue Ligieia quien lo hizo.

– ¿Y nadie quiere beber algo más fuerte que eso? -sugirió. Miró a Sinclair, que alzó la mano sin excesivo entusiasmo, pero tampoco con desaprobación. Empecé a pensar que Sinclair se lo tomaba todo de esa manera, sin alterarse, con tranquilidad.

Ligieia salió de la sala. «Ahora podremos hablar», pensé, pero, por supuesto, no podíamos. Me habría gustado conversar con ella sin la presencia ajena a la familia de Ligieia. La chica era muy agradable, pero no conocía a Shiloh.

– No puedo dormir -dijo una voz infantil a mi lado. Me volví para mirar hacia donde lo hacía Sinclair. Hope había entrado en la estancia en camisón y descalza. Sinclair sacudió la cabeza con exasperación maternal.

Ligieia volvió con una botella de ginebra Bombay en la mano y al ver a Hope se detuvo y dijo:

– ¿Qué es esto? -Miró a Sinclair-. No te muevas, ya la acuesto yo -añadió, tendiendo la mano a la pequeña.

Pero Sinclair sacudió la cabeza y dijo algo con las manos. Ligieia rió.

– A nadie le gusta que lo excluyan de la fiesta -me dijo. Miró de nuevo a Hope y le explicó-: Muy bien, nena, mamá dice que puedes quedarte un rato. -Empezó a llenar la taza de Sinclair y luego la suya.

– No, yo no voy a tomar -dije demasiado tarde, mientras Ligieia me servía una buena dosis.

– Lo siento -dijo-. Si quieres que prepare más té…

– No -me apresuré a contestar-. Está bien así.

Dejó la botella en la mesa y volvió a ocupar su sitio en el sofá.

– Ven aquí, señorita Hope, ¿quieres sentarte aquí en medio? -Ligieia dio unas palmadas en el espacio que había entre ella y Sinclair.

Sin embargo, Hope se encaramó en la silla que había a mi lado, se reclinó contra mi cuerpo y apoyó la cabeza en mi regazo.

Ligieia arqueó las cejas y hasta Sinclair pareció algo sorprendida.

– Habéis congeniado deprisa -tradujo Ligieia.

– No suele ocurrirme -comenté.

– ¿Te llamas Sarah? -me preguntó la niña de nuevo, mirándome. Había declarado que no podía dormir, pero vi que los ojos se le cerraban de sueño. A mí también.

– Sí -respondí.

Hope alzó una mano y empezó a gesticular.

– Está deletreando tu nombre -explicó Ligieia-. Te lo está enseñando.

– Vaya, me has dejado de lo más impresionada -le dije a Hope-. Y ahora nos inclinaremos un poco más hacia delante -le advertí, mientras alargaba la mano para coger el té frío con ginebra.

Removí el líquido, un gesto para perder el tiempo como cuando uno bota la pelota en la cancha de baloncesto antes de lanzar un tiro libre.

Tenía decidido no beberme la ginebra. Desde que me había enterado de que Shiloh había desaparecido, me había propuesto no probar el alcohol, ni siquiera una sola copa. Una copa podía llevar a muchas más; la calidez del licor aplacaba el miedo que sentía en el pecho, aliviaba la tensión de los hombros y me alejaba de la realidad, embotándome la mente y ralentizando la búsqueda. Y todo en un momento en que mi marido me necesitaba con la cabeza lo más despejada posible.

Sin embargo, bebí de todos modos. Me sentía agotada. La ginebra mejoraba el sabor del té.

– Si quieres hacerme preguntas -dije-, adelante.

Sinclair alzó las manos y gesticuló. Fue directa al grano.

– ¿Se ha metido Mike en algún lío?

Negué con la cabeza rotundamente. Era todo lo que podía hacer para comunicarme con ella en su lenguaje.

– No -repetí-. Al menos que yo sepa. Le ha ocurrido algo y estoy tratando de averiguar qué.

– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Sinclair a través de Ligieia.

– En el trabajo; los dos somos policías. -Mientras decía aquella evasiva verdad a medias sentí una punzada de dolor en el pecho. Cómo me hubiera gustado poder contarle la verdad. Enseguida me sobrepuse a esa sensación-. Fue en una redada de traficantes -añadí. Aunque en la habitación hubiéramos estado Sinclair y yo solas, la verdadera historia era demasiado larga y me habría tomado mucho tiempo contársela. Además, nunca se la había confiado a nadie.

– Y Michael, ¿cómo es ahora?

Bebí otra vez y el gesto me dio tiempo para racionalizar.

– Es difícil describirlo en pocas palabras -respondí-. Brutalmente sincero.

Noté una sensación de calidez en el estómago. En la época en que bebía, habría necesitado mucha más ginebra para empezar a notar sus efectos. Tomé otro sorbo y empecé a balancearme en la silla, meciendo conmigo a Hope.

– ¿Cuánto tiempo lleváis casados?

Mientras traducía, Ligieia se puso en pie para llenarme de nuevo la taza. No se lo impedí.

– Solamente dos meses -contesté-. No es demasiado tiempo.

– Pero, ¿cuánto hace que os conocéis?

– Casi cinco años -respondí-. Pero no estuvimos siempre juntos, nos separamos durante un tiempo.

Tal vez era por efecto de la ginebra, pero la distancia que creía que me separaba de Sinclair parecía haberse disuelto. Y si posaba los ojos en Hope, que se había dormido, las palabras de Ligieia se convertían en la voz de Sinclair.

– ¿Por qué?

– Shiloh y yo chocamos contra un muro -dije despacio, pensando mientras hablaba-. En cierto modo, fue por una cuestión profesional. En el trabajo no éramos iguales y eso me inquietaba. Yo, de joven, me enfadaba con frecuencia.

Me enfadaba con él muchas veces y ni siquiera sabía por qué. «Ya estoy borracha», pensé, «tendría que dejarlo aquí.» Pero no lo hice-. Y además, él a veces se mostraba muy distante y cuando yo era joven, me aferraba a las cosas que creía que necesitaba y me entraba miedo cuando sentía que había una parte de él que yo nunca iba a tener.

Fue como si me metiera descalza en un charco de dolor que no hubiese visto ante mí. Hundí la cabeza entre las manos todo lo que pude sin despertar a Hope.

Sinclair se acercó, se detuvo ante mí e hizo algo tierno y curioso: me puso la mano en la frente como si me tomara la fiebre y luego la pasó por el cabello.

– Lo echo de menos -dije en voz baja. Sinclair asintió.

Y cuando me habló, sus labios se movieron con sus manos y juro que la comprendí antes de que Ligieia tradujera.

– Cuéntame algo de Mike. Lo que sea.

Así que me serví algo más de ginebra y le conté cómo Shiloh había descubierto a Annelise Eliot.

Capítulo 18

Durante los primeros tiempos de Shiloh en Casos sin Resolver, había acudido para una gestión bastante rutinaria a Edén Prairie, un barrio de Minneapolis donde varias confesiones religiosas gestionaban conjuntamente un hospicio. Allí debía entrevistar nuevamente a un hombre de mediana edad, que estaba agonizando de SIDA, antes de que sus recuerdos de un antiguo crimen se apagaran como la llama vacilante de su vida. Shiloh tomó asiento junto a su lecho, escuchó y tomó notas. Y cuando el moribundo se durmió, la reverenda Aileen Lennox, que colaboraba en el hospicio, se ofreció a guiarlo en lo que dio en llamar, humildemente, «la visita turística».

Acompañó a la mujer, alta y vestida con sencillez, y prestó atención mientras ella le enseñaba la institución, que había sido remodelada el año anterior para convertirla en una estación de tránsito para los moribundos, le señalaba los detalles reconfortantes e íntimos, y le hablaba de las empresas y personas privadas que donaban tiempo y dinero al hospicio. Shiloh, al oírla, sintió que se le erizara el vello de la nuca.

A su guía se le notaban los doce años transcurridos desde que había desaparecido. Los músculos de sus altos pómulos se habían relajado un poco, sus glaciales ojos azules tenían unas marcadas ojeras y llevaba los cabellos rubios, antes a mechas, teñidos de un color pardo deslustrado, pero Shiloh la descubrió en aquellos ojos, en su estructura ósea, en su porte. Aileen Lennox era Annelise Eliot.