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– Su acento delataba que era de Montana -me dijo Shiloh aquella noche- pero cuando se lo he comentado, me ha dicho que no ha estado nunca allí.

– Bobadas. No sabes reconocer el acento de Montana -repliqué.

– Sí que sé -insistió él.

Annelise Eliot, heredera de empresas madereras, había crecido allí, hija de un terrateniente con intereses en maderas e industrias papeleras y propietario de grandes latifundios. Su apellido, de raíces europeas, evocaba a unos aristócratas tal vez un punto neurasténicos, con una visible urdimbre de venas azules bajo la piel de narciso, blanca como la cera. Nada más lejos de la verdad. Anni, como se la conocía hasta que la fama la presentó ante la opinión pública con el nombre de Annelise, fue una chiquilla alta, robusta y fuerte. Y si sus rubios cabellos mostraban mechas de tonos más claros logradas en costosos salones de belleza, en demasiadas ocasiones llevaba las uñas demasiado sucias de tanto ocuparse personalmente de sus caballos.

Desde muy joven había montado veloces caballos appaloosa y había actuado en números de rodeo. A los dieciséis años le compraron un Mustang y cuando el cupé rojo del 66 aceleraba por la carretera, un extraño defecto de funcionamiento parecía atacar los radares de los agentes locales. Asimismo, los rumores acerca de la casa de verano de Eliot en Flathead Lake -sobre el excesivo consumo de alcohol entre menores, las partidas de strip póquer y las gamberradas- no dejaban de ser eso, rumores sobre Anni y sus amigos que contaba, casi con envidia y nostalgia, gente que se había vuelto demasiado mayor y sensata como para seguir semejantes conductas. Anni era una chica lanzada con una vida regalada.

Los problemas le llegaron finalmente al cumplir los diecinueve. Por entonces llevaba tres años con un novio, Owen Greene, y su relación iba muy en serio; incluso había sobrevivido a la decisión del chico de marcharse a estudiar a California. Greene había terminado el primer curso en la Universidad de California en San Diego con notas excelentes, apreciado por compañeros y profesores. Y entonces, Marnie Hahn, una belleza de la ciudad que acababa de terminar el instituto, lo acusó de haberla violado a la salida de una fiesta en la adinerada zona de La Jolla.

Hahn, estudiante del montón y empleada de una pizzería de las cercanías del campus, había acudido a la fiesta por propia iniciativa. Allí había bebido bastante, a pesar de ser menor de edad. No era usual que una chica así acusara de violación a un estudiante rico; sin embargo, mantuvo la denuncia.

No llegó a saberse qué le dijo Greene poco después, en una conferencia, pero Annelise voló a California de inmediato en una demostración pública de apoyo. Durante la visita, Marnie Hahn apareció muerta a consecuencia de diversos golpes con un instrumento contundente que no llegó a encontrarse o tan siquiera determinarse.

Greene tenía una coartada firme. Annelise, en cambio, no. Circunstanciales, pero inevitables como una nevada, empezaron a acumularse pruebas contra ella. Varios testigos habían visto el coche de alquiler de Annelise aparcado delante de la casa de Marnie, y de la alfombrilla del lado del conductor del mismo coche se había recuperado un poco, sólo unas trazas, de sangre de la difunta.

La policía actuó con celeridad, pero los Eliot fueron aún más rápidos. Cuando por fin hubo suficientes indicios para llevar a cabo su detención, Annelise se había esfumado.

Los padres insistieron en que no tenían nada que ver con su desaparición. Contrataron abogados y comparecieron públicamente para instar a la policía a que investigara la desaparición de su hija como un posible secuestro. Si le hacían llegar dinero a Annelise -y todas las autoridades creían que así era- no hubo forma de seguir el rastro.

Así había quedado el asunto durante años, a pesar de los esfuerzos del FBI y de la policía de dos estados. Miles de pistas no habían llevado a nada. El aspecto más frustrante del caso era tal vez que no existían huellas dactilares de Annelise. No la habían detenido nunca y era una de esas personas que siempre tienen alrededor un grupo de amigos que utiliza sus cosas. Ninguna de las huellas latentes recogidas de sus objetos personales podía atribuirse con rotundidad a la desaparecida.

Su caso había sido noticia en todo el país, pero sobre todo en Montana, donde un Shiloh de dieciocho años siguió sus vicisitudes en los periódicos. Por aquel entonces era empleado de una de las empresas madereras del viejo Eliot, un detalle que encantó a los redactores de revistas que publicaron más tarde artículos sobre el suceso.

Sin embargo, cuando Shiloh creyó haber encontrado a Annelise Eliot en las Ciudades Gemelas, doce años después del crimen, su teoría no impresionó a nadie. Al principio, ni siquiera inquietó a la propia Annelise.

Como la mayoría de los investigadores, Shiloh había dado vueltas en torno al caso, en círculos cada vez más estrechos, tanteando los márgenes de la falsa identidad de Aileen Lennox y descubriendo lo finos e improbables que resultaban. Conforme proseguía su comedida pero implacable investigación, ella fue poniéndose cada vez más nerviosa. Su primera estrategia consistió en mostrarse altanera y le escribió una carta exigiéndole que cesara en sus actuaciones. Después, junto con varios de sus feligreses, se quejó a los superiores de Shiloh de que éste la acosaba, y sus protestas fueron atendidas. Aquella mujer, le señalaron sus jefes, era estricta observante de la ley. Más, incluso; era una filántropa, una religiosa.

Imposible que fuese Annelise Eliot, le dijeron. Todo el mundo sabía dónde se encontraba Annelise. Vivía en Suiza con otros expatriados norteamericanos, o tal vez en Cozumel, donde los dólares de sus padres darían para mucho. Donde no estaba, sin la menor duda, era en Minnesota, un frío estado del Medio Oeste donde no conocía a nadie, ejerciendo de ministra de una iglesia New Age sin denominación y ocupada en dar de comer al hambriento y en atender al agonizante. Y añadieron que el de Annelise Eliot tal vez fuese un caso por resolver, pero no en Minnesota. La desaparecida había vivido en Montana y había matado en California. Da marcha atrás, le advirtieron. Hazte tu propia cartera de casos.

Y Shiloh había dado marcha atrás, pero sólo para tomar impulso, y se dedicó a buscar en la vida de Annelise, no en la de Aileen. Habló con detectives de Montana, se entrevistó con el agente del FBI que había dirigido la investigación sobre los Eliot, que estuvo cortés pero no se mostró muy interesado, y por último se dedicó a hablar con gente que había conocido a Annelise. No con sus amigos íntimos, sino con personas que la habían tratado en algún momento, o sólo de forma superficial.

La investigación, que metía con calzador en el inicio y el final de las jornadas laborales, le llevó mucho tiempo. Sin embargo, llegó el día en que, en el transcurso de una larga y amistosa conversación telefónica con una compañera de clase de Annelise, ésta recordó que habían sido compañeras en la asignatura de biología en primer curso de universidad y que, durante una de las clases, ella y la desaparecida se habían analizado el grupo sanguíneo la una a la otra. Y, sí, también se habían tomado las huellas dactilares. En todos aquellos años no había vuelto a acordarse.

Con voz serena y el corazón desbocado, Shiloh le preguntó si guardaba sus cosas de estudiante. Era posible, respondió la mujer. Sus padres eran como ardillas que todo lo guardaban.

Esa tarde de primavera, Shiloh volvió del trabajo un poco tarde. Cuando salí a recibirlo a la puerta de atrás, me ciñó por la cintura y me levantó del suelo como haría un joven padre efusivo con un hijo pequeño.

Unos días más tarde, casi un año después de su encuentro con Aileen Lennox, Shiloh abrió un paquete de Federal Express que contenía las huellas dactilares registradas de Annelise Eliot. Coincidían en diecinueve puntos con la que había hecho tomar de la carta cortés, pero tajante, que Lennox le había escrito.