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Esta vez, el agente especial del FBI, Jay Thompson, se mostró interesado y voló a Minnesota. Nunca olvidaré cuando lo vi en la puerta de nuestra casa. Era un hombre delgado y fibroso, iba camino de los cincuenta y tenía un aire cansado, sagaz y feliz, tres rasgos que no había visto nunca en el semblante de un agente federal.

– Vamos a por ella, Mike -fue su conclusión.

No resultó fácil, ni siquiera entonces. Thompson voló a Montana, donde la madre de Annelise, viuda ya, vivía en una bonita casa antigua con cuatro hectáreas de terreno. Thompson y el detective que había llevado la investigación cuando se había producido el suceso consiguieron una orden de registro de la casa; varios agentes acudieron a colaborar en la inspección.

La viuda Eliot era tan alta como su hija y entre sus cabellos rubios empezaban a asomar las canas. Había tenido mucho tiempo para acostumbrarse a las visitas periódicas de los detectives y, en especial, del investigador de Montana, Oldham. Si en algo la alarmó que en esta ocasión acudieran con la orden de registro, la primera en doce años, no lo demostró en absoluto, según declaró Thompson más adelante. La mujer les ofreció unas galletas de jengibre que ella misma había preparado.

La suya fue una hábil interpretación, pero debería haber sabido que era en vano. Aunque había poco en la casa que revelara que se mantenía en contacto con su hija (los recibos del teléfono, por ejemplo, no registraban llamadas a Minnesota) había una carta cerrada y franqueada sin remitente, en el antiguo escritorio de persiana del estudio. Estaba separada del resto de correo saliente, como si la señora Eliot se propusiera echarla al buzón aparte de lo demás. Encima de la dirección no constaba ningún nombre, pero su destino era Edén Prairie, Minnesota.

Desde el momento en que descubrió la carta, Thompson comprendió que debía actuar con cuidado. El sobre estaba a la vista y dudaba mucho de que la señora Eliot pudiese suponer que no se habían fijado en él, aunque lo dejara donde estaba, sin abrirlo. Con toda certeza, en cuanto la policía abandonara la casa, la viuda Eliot se apresuraría a llamar a Minnesota.

No había alternativa. Thompson abrió el sobre. El encabezamiento decía: «Querida Anni.»Thompson se guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta, fue a buscar a Oldham y le dijo que se sentara con la madre de Annelise para volver a interrogarla.

– Distráigala un rato -le pidió.

Mientras Oldham aceptaba las galletas y una taza de té en el salón de la planta baja, Thompson volvió al estudio del piso de arriba y realizó dos llamadas rápidas, discretas y urgentes a Minneapolis. La primera, a un juez federal; la segunda, al teléfono móvil de Shiloh.

– Hoy es el día -le anunció-. Estamos en la casa. La tenemos y la madre lo sabe. Estoy gestionando una autorización para usted. La tendré dentro de veinte minutos. -Echó una ojeada por el gran ventanal al terreno de la casa, que se extendía blanco y en calma bajo la nieve de marzo-. Vaya a por ella ahora, Mike.

Annelise no había imaginado en ningún momento que Shiloh llegaría a atraparla. Cuando se lo encontró aquella tarde a la puerta de su estudio, en la iglesia, pensó al principio que venía con más preguntas fútiles, para sondearla. Sólo empezó a comprender lo que estaba pasando cuando Shiloh comenzó a leerle sus derechos.

La expresión de sus ojos, pensó él, debía de ser la misma que vio Marnie Hahn antes de morir: una rabia nacida de la frustración y la decepción. Annelise Eliot lo miró de aquel modo unos instantes. Después, se lanzó a por el abrecartas. Shiloh apenas tuvo tiempo de alzar la mano para desviar el golpe.

– ¿De verdad pensaba que podría salir del apuro matándolo? -preguntó Ligieia. Sinclair no había movido las manos. A Ligieia le había interesado realmente el relato y la pregunta era producto de su sincera curiosidad.

– No estoy segura de que quisiera matarlo -respondí-. No era más que la rabia. Estaba convencida de que Shiloh no lograría conseguir ninguna prueba que pudiera utilizar. Y me parece -añadí tras una pausa, volviéndome hacia Sinclair- que creía sinceramente haber pagado su deuda con la sociedad con todo el bien que estaba haciendo en Minnesota. Tal vez incluso consideraba que había honrado la memoria de Marnie Hahn.

Sinclair habló en signos:

– Y cuando vio que Mike no cejaría en el asunto -tradujo Ligieia-, cuando supo que iba a hacerle pagar, volvió a dejarse llevar por la rabia, como había hecho años antes con Hahn, la chica que estaba arruinando su vida.

– Sí -dije. Sinclair tenía la intuición amplia y contextual de Shiloh. Además, pensé, entendía bien a su hermano. Veía que el asesinato a sangre fría de Marnie Hahn lo había enfurecido como a un adolescente y que Shiloh había alimentado y mantenido esa furia, largo tiempo guardada, durante una investigación prolongada y aparentemente infructuosa que finalmente había dado resultado.

Y entonces conté a Sinclair y a Ligieia el resto de la historia, la parte que concebí como conclusión del relato.

Marnie Hahn era el cordero del pobre, me había dicho Shiloh la noche de la detención.

– Qué bíblico suena eso -apunté. La referencia exacta no me sonaba, pero conocía la manera de hacer alusiones de Shiloh.

– Es del Antiguo Testamento -apuntó él-. El rey David desea a una mujer casada, Betsabé, y yace con ella. Betsabé queda embarazada y cuando David comprende que no hay modo de ocultar su pecado, envía al marido al frente, en plena guerra. Lleva al marido a una muerte cierta y, en efecto, el hombre muere. El profeta Natán, para hacer comprender al rey que sus actos son censurables, le cuenta una parábola de un hombre rico que tiene un rebaño de ovejas (el rey David, metafóricamente) y que decide matar el único cordero de su vecino pobre antes que sacrificar uno propio.

– ¿Marnie era hija única? -le pregunté.

– Sí -respondió Shiloh-, pero no se trata de eso. Annelise también lo es. -Guardó silencio unos instantes y luego explicó-: Annelise y Owen lo tenían prácticamente todo. Marnie, casi nada. Y lo poco que poseía, se lo arrebataron.

Aquella noche escuché en su voz el resuelto credo del bien y el mal de su infancia y me pregunté si, después de todo, existía mucha distancia ideológica entre el reverendo Shiloh y su hijo.

Cuando concluí el relato, Sinclair me dio las gracias. Por la historia, supuse. Yo quise agradecerle que me hubiese permitido narrarla. Con ella había recuperado el equilibrio perdido.

Sinclair se puso en pie y avanzó hasta mí mientras contemplaba el rostro sonrojado y dormido de su hija. Se inclinó para tomar a Hope en brazos y al incorporarse otra vez, señaló el salón con la cabeza en un gesto de invitación. Era hora de dormir. Ligieia nos había precedido por el pasillo.

Sin preámbulos, antes de que Sinclair apartara la mirada, hablé directamente delante de ella para que pudiera leer mis labios.

– ¿Sabías si Mike consumía drogas?

Era la pregunta que no le había formulado antes. Sinclair frunció el ceño en un gesto que parecía de auténtico desconcierto y dijo que no con la cabeza.

Cuando ya estaba medio dormida, me pareció oír el anticuado matraqueo de una máquina de escribir, pero no pude animarme a saltar de la cama y salir de dudas, y pronto el sonido se difuminó como el de un tren que se aleja hasta 268 perderse en la distancia.

Capítulo 19

– ¿Que la vuelva a interrogar? -le dije a Sorenson, el comandante de guardia de la comisaría del Distrito Tercero de Minneapolis. Descalza sobre el linóleo de la cocina de casa, tenía los pies helados. Mientras yo disfrutaba del calor en el Oeste, Minnesota parecía haberse sumergido en un frío casi invernal.