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– Un tipo de Antivicio ha detenido a una prostituta que estaba ofreciendo sus servicios. Quiere negociar cierta información, pero dice que sólo hablará con la detective Pribek.

– ¿Información sobre qué?

– Sobre un delito mayor. Es lo único que ha soltado. -Sorenson carraspeó-: Ya sé que me ha pedido permiso para ocuparse de unos asuntos personales, por la situación de su marido, pero esa mujer quiere verla a usted.

– Está bien -asentí-. Hablaré con ella.

Esperaba encontrar a una drogadicta escuálida, poco más que adolescente, con escaso atractivo y dispuesta a delatar a su chulo por algo que éste había hecho. Sin embargo, en la sala de interrogatorios me esperaba algo muy diferente. Tenía una edad indefinida; poseía el cutis perfecto y el cabello lustroso de una jovencita, pero su mirada y su aplomo eran los de una mujer madura.

Llevaba una chaqueta forrada de piel y, debajo, un vestido de cuero blanco que dejaba los brazos al descubierto. En el edificio, la calefacción era generosa, aunque yo seguía con los pies fríos.

– He oído que tenías algo que contarme -dije para empezar.

– ¿Tiene un cigarrillo?

Estuve a punto de decir que no, para dejar claro mi control sobre la situación, pero cuando la observé, tuve la sensación de que no estaba nerviosa en absoluto. Probablemente se negaría a continuar hasta que tuviese su pitillo.

Salí al pasillo e hice una señal al detective de la tercera guardia, un cristiano renacido con el que había cruzado algunas palabras esporádicamente.

– Necesito un cigarrillo -le dije, y asintió-. Y cerillas.

Cuando volví con el tabaco, la prostituta no dijo nada. Tomó el cigarrillo y las cerillas y lo encendió, formando una nube de humo prodigiosa. Después inhaló una calada, sacó el humo y aplastó el cigarrillo.

– Gracias -dijo con voz ronca.

Un juego de poder. «A la mierda sus informaciones», me dije.

– Ha sido un placer. Que disfrutes de tus noventa días.

Ya estaba en la puerta cuando la oí:

– ¿No quiere que le hable de su marido?

Me detuve y di media vuelta.

Su dura mirada me taladró como la mía a ella, y me recorrió desde el gorro de lana y la camiseta gris hasta las botas de invierno manchadas de sal. No me había molestado en ponerme la ropa de trabajo porque era plena noche y si la mujer había pedido por mí, concretamente, era evidente que me conocía.

– Yo lo he matado -declaró, y cruzó las piernas, que llevaba enfundadas en unas botas altas que le cubrían hasta los muslos.

Me senté delante de ella, con la mesa por medio. Permanecer en pie confería una posición de mayor autoridad, pero prefería ocultar las manos por si empezaban a temblarme.

– Lo dudo -respondí sin alzar la voz-. ¿Puede demostrarlo?

– Pongo anuncios en semanarios gratuitos. Él me llamó. Buscaba sexo. Cuando me han traído aquí esta noche, lo he reconocido por la fotografía que cuelga en el tablón.

– Hablo de pruebas, no de detalles circunstanciales.

«¿Por qué continúo teniendo los pies tan fríos?», me pregunté.

– Puedo conducirla al lugar donde lo enterré.

– Bobadas. Si hubieras matado a alguien, no estarías aquí, confesándolo.

– Era bueno en la cama, ¿verdad?

– Olvídalo. Habrás leído lo de Shiloh en el Star Tribune y quieres divertirte un poco llevando de cabeza a los polis con una falsa confesión.

– No, lo que quería es echarle un vistazo a usted. Él me contó que en una ocasión la vio agarrar una serpiente de cascabel y matarla retorciéndole el cuello. ¿Es cierto eso? -preguntó.

– Sí. -Noté mis manos temblorosas. ¿Cómo sabía aquel detalle?

– Le pregunté por qué andaba por ahí, buscando culitos anónimos, teniendo una mujer como ésa en casa. -Se inclinó sobre la mesa y añadió en tono confidencial-: Tu marido me dijo que nunca te sueltas del todo en la cama por lo que te hizo tu hermano cuando eras joven.

Me despertó el galope desbocado de mi corazón. Tardé unos instantes en recordar dónde estaba. Me ayudó a hacerlo un cartel que anunciaba el Festival Shakespeare de Ashland, colgado en la pared. Estaba en Nuevo México, en casa de la hermana de Shiloh, y era sábado por la mañana.

Había dormido en el sofá del estudio de Sinclair, envuelta en mantas multicolores. Los pies desnudos asomaban de éstas y los tenía helados.

Entumecida como un perro viejo que ha dormido en el duro suelo, aparté las mantas y me levanté. Poco a poco, los músculos recuperaron la flexibilidad mientras doblaba la ropa de cama y la apilaba lo mejor posible en el sofá, con la almohada en lo alto. Me agaché a recoger mis pertenencias y rebusqué en la bolsa; de repente, aquel día me apetecía ponerme la camiseta de Shiloh, la de Búsqueda y Rescate Kalispell.

Cuando entré en la cocina, recién salida de la ducha y con el cabello mojado todavía, encontré a Ligieia sentada a la mesa, leyendo El mercader de Venecia. Nada más verme, levantó la cabeza.

– ¿Todavía anda por aquí Sinclair? -pregunté.

Ya presentía que no. Ligieia lo confirmó:

– Ha salido a unos recados.

Busqué en el bolso que llevaba al hombro, saqué un papel que llevaba en el bloc de notas y lo rompí en dos. En una mitad escribí mi teléfono privado y mis números del busca del trabajo, y la dirección electrónica.

– Si se le ocurre algo más, que me llame o que me envíe un mensaje -le dije. Me colgué la bolsa al otro hombro y añadí-: Gracias por todo. Dile a Sinclair que lamento no haber podido despedirme de ella.

Ligieia me acompañó a la puerta.

– Si no te importa que lo pregunte, ¿qué vas a hacer ahora? Respecto a tu marido, me refiero…

– Vuelvo a Minneapolis. Allí hay unas pistas que voy a seguir.

– Bien -dijo ella-. Que tengas suerte.

Durante todo el trayecto en coche hasta Albuquerque, mantuve la velocidad por debajo del límite.

En efecto, no había prisas. Tomaría el siguiente vuelo de regreso a las Ciudades Gemelas, pero apenas tenía idea de qué hacer cuando llegara.

Llevaba tanto tiempo de policía, que el hecho de mentir cuando un civil como Ligieia preguntaba cómo iba una investigación era ya una costumbre arraigada. Por mal que fuesen unas pesquisas, un policía nunca reconocería que estaba en un callejón sin salida. Su respuesta sería: «Cada día recibimos pistas y no puedo añadir más comentarios».

Casi siempre era cierto, aunque de poco servía. Los casos de personas desaparecidas, de homicidios, de atracos a bancos; la gente aportaba pistas en todos los delitos importantes, pero la inmensa mayoría de ellas resultaba inúticlass="underline" revelaciones de videntes, mentiras de bromistas anónimos, honrados ciudadanos que denunciaban haber visto algo que luego resultaba no ser nada.

Vang, sin embargo, había prometido seguir todas las pistas y dejarme un mensaje si surgía algo prometedor. Hasta entonces, no había tenido noticia de él.

Efectué la primera de mis dos llamadas diarias para comprobar si había recibido mensajes desde una hilera de cabinas públicas del aeropuerto de Denver. Tenía un mensaje de ese mismo día, me anunció la voz grabada. Para mi sorpresa, era de Genevieve. Poco me reveló su contenido.

– Soy yo -se limitó a decir-. Te llamaré más tarde, supongo.

Lo escuché otra vez. Noté rabia contenida en su tono de voz. No se me ocurría qué podía querer de mí. Bueno, la llamaría cuando llegara a las Ciudades Gemelas, me dije. Si tenía alguna noticia urgente, seguro que me habría dejado algún pormenor en el mensaje.

Mientras volaba hacia el este, tomé abundantes notas en el bloc, aunque no muy ordenadas. Intentaba determinar qué vendría a continuación.

¿Entrevistar de nuevo a todos los testigos del barrio? De haberse tratado de un ejercicio de mi época de instrucción en la policía, seguramente me habría decidido por ello, con bastante confianza de acertar. El rastro de Shiloh parecía estar más fresco en nuestro barrio, donde había comprado comida en la gasolinera el mismo día de la desaparición y donde la señora Muzio lo había visto caminando por la calle con aire enfadado, casi con seguridad el sábado, el día en que se había esfumado.