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Sin embargo, empezaba a dominarme una sensación de cierta impotencia. Si la información más útil que había conseguido era que habían visto a Shiloh caminando por una calle un día que tal vez fuera el sábado y que parecía enfadado, eso y nada eran lo mismo. Seguía sin entender cómo y por qué había desaparecido.

Genevieve era quien había tenido las ideas más simples y las más probables. Shiloh había encontrado la muerte en algún lugar cercano, aún no se sabía cómo. Un suicidio desde un puente. Un asesinato a manos de una prostituta o de su chulo.

Al carajo Genevieve. Era ella quien me había metido en la cabeza la pesadilla que había tenido la noche anterior. Shiloh y yo siempre habíamos sido de lo más compatibles, físicamente; nunca había tenido la menor preocupación al respecto. Sin embargo, la frase «buscando culitos anónimos» la había dicho Genevieve, y la prostituta del sueño la había repetido.

Las teorías de adulterio o de suicidio de Genevieve no encajaban con el Shiloh que yo conocía. El simple hecho de tenerlas en cuenta era una falta de respeto a su…, a él, maldición, no a su memoria.

Cerré el bloc y lo guardé otra vez en el bolso. Al hacerlo, rocé con la mano un sobre, de un papel más suave y más resistente que el de las hojas que había guardado de cualquier manera en la bolsa para el viaje hacia el oeste.

Era un sobre de tamaño carta y era evidente que contenía más de una hoja de papel; casi parecía un cojín. En la cara de la dirección, con una caligrafía que me resultó desconocida, había escrita una única palabra: Sarah.

Sinclair, pensé, y lo abrí. Cuando desplegaba el puñado de hojas que contenía, cayó al suelo otro sobre de menor tamaño, unos tres cuartos del que acababa de abrir. Era de color crema, estaba franqueado y no llevaba nada escrito.

Dejé el sobre pequeño en el asiento libre contiguo al mío y centré la atención en la carta mecanografiada que tenía delante.

Sarah:

Tengo la sensación de que hoy habré salido de casa antes de que te levantes. Ojalá tuviéramos más tiempo para hablar. Cuando pienso en nuestra conversación, me doy cuenta de que nada de lo dicho parece pertinente para tu búsqueda de Mike. Sin embargo, deduzco de tus palabras que sientes la necesidad de entender de dónde procede Mike, y tal vez pueda ayudarte en esto. Nos conocemos desde hace poquísimo, pero Hope se fía de ti, y he comprobado que mi hija sabe juzgar muy bien a las personas.

No estoy segura de que pueda contarte gran cosa de cómo vivíamos en casa cuando Mike era un muchacho, pues pasé gran parte de la infancia lejos, en el internado. Mike y yo no nos conocimos bien hasta que ya fuimos mayores, cuando volví a instalarme en casa. Llevo grabada esa época en la memoria porque fueron tiempos difíciles.

Cuando mis padres me enviaron al internado, lo hicieron a pesar suyo, en primer lugar porque nuestra familia estaba muy unida y también porque les preocupaba qué sería de mí en un ambiente laico. Para compensarlo, me metieron en el equipaje La Biblia de los niños y, cuando fui mayor, me mandaron por correo devocionarios y libros de oraciones. Cuando volvía a casa en vacaciones, siempre acudía a la iglesia con ellos y rezábamos en la mesa antes de cenar. Sin embargo, al final, sus temores se vieron confirmados.

En el internado tenía mucha libertad. La asistencia a la iglesia no era obligatoria y en la biblioteca podía leer lo que me apeteciera. Las demás chicas procedían de muy diversas culturas y a menudo hablábamos de nuestro entorno religioso y de nuestras creencias. Nunca me extrañó el cisma entre mis dos mundos. Mi casa era una cosa y el colegio, otra.

Yo quería a mi familia, desde luego, y me alegró volver a instalarme en casa cuando mis padres lo dispusieron. Sin embargo, en el fondo, vivir allí fue todo un choque: servicio religioso el domingo por la mañana, grupo de juventud el domingo por la tarde, estudio de la Biblia el miércoles por la noche. Nada de televisión, ni de películas seculares. Pero lo más difícil era que en casa no había nadie que utilizara el lenguaje de signos con la fluidez que lo hacía la gente en el internado. Mis dos hermanos mayores eran unos zoquetes, y Naomi y Bethany eran demasiado pequeñas para mantener conversaciones fluidas. Mis padres me estimularon a hablar en voz alta, pero yo no quería. En el colegio, mis compañeras me habían hablado de cómo se burlaban los demás chicos y chicas de la manera de hablar de los sordos, comparándola con el balido de una oveja o con el chillido de un delfín. Así pues, el orgullo me hacía insistir en usar los signos.

Gran parte de mis decisiones en esa época se debía al orgullo o era una forma de buscar libertad. De repente, había salido de mi colegio, un lugar retirado y enclaustrado, a un mundo más amplio pero en el que me sentía, si acaso, más encerrada. Confinada por las reglas de mis padres y por el estilo de vida de mi familia. Aislada por las miradas que los niños oyentes me dirigían, temerosos de cruzarlas con la mía, no fuera a intentar comunicarme con ellos y no me entendieran. Por los abrazos y contactos físicos del resto de fieles, que consideraban que mi discapacidad me hacía «especial» e infantil y pura. Empecé a sentir pánico, como si me faltara el oxígeno.

Durante esta época, sólo había una persona que me hiciera sentir igual que en el colegio. Y esta persona era Michael.

En septiembre, llevaba todo el verano en casa pero aún no lo había visto. De hecho, llevaba un año entero sin verlo. El anterior período de vacaciones lo había pasado en el internado y, cuando llegué a casa en junio, él ya se había marchado a un campo de trabajo de verano que mantenía la iglesia y que se ocupaba de construir hogares en una reserva india. Nos habíamos echado de menos. Además, volvió a casa con retraso, pues se había roto el brazo en una caída del tejado en el que estaba trabajando y habían retrasado su viaje, aunque se perdiera la primera semana de clases, para dar tiempo a que le quitaran la escayola en lugar de viajar con ella.

Entonces, una noche de esa primera semana de escuela, estaba trabajando en el comentario de texto de un libro y tuve la sensación de que había alguien detrás de mí… Me volví y era Mike.

Durante unos segundos pensé que era algún amigo de Adam o de Bill. Mike había crecido cuatro dedos desde que lo viera por última vez; de repente, era más alto que yo. Y cuando me preguntó si lo que leía estaba bien, advertí que sabía hablar por signos y que lo hacía muy bien. Fue un gran alivio.

Desde entonces pasamos mucho tiempo juntos. Llevábamos tanto sin vernos y habíamos cambiado tantísimo que fue como conocer a un extraño. Manteníamos largas conversaciones. Mike conocía la Biblia increíblemente bien; podía citarla como un seminarista, pero cuando le conté las cosas que no podía entender ni creer de Dios y de la Biblia, se abstuvo de juzgarme. Me di cuenta de que él también estaba perdiendo la fe. Nunca tuve intención de empujarlo en esa dirección, pero no podía mentirle respecto a mi postura. Tenía que haber una persona con la que pudiera ser del todo yo misma y éste fue él. Para Mike, fue un proceso difícil; cuesta más perder la fe, como le sucedió a él, que descubrir que no la has tenido nunca, como fue mi caso.

Con mis padres, la situación empeoró. Yo quería libertad y me la tomé como suelen hacer los jóvenes: con la bebida y el sexo. No me siento muy orgullosa de cómo me comporté entonces, pero era joven. Mis padres recurrieron a castigos más severos, a horarios más estrictos. Empecé a escapar de casa sin que lo supieran pero, después de que me sorprendieran un par de veces, dejé de intentarlo. Sabía que sólo debía esperar a cumplir los dieciocho para marcharme, y mientras llegaba el momento Mike me hizo soportable la vida. Él era mi oxígeno cuando no podía respirar.