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Sé que nada de esto te ayudará a encontrarlo. Sólo quería que lo supieras. Ahora Mike tiene su vida y yo, la mía, pero siempre será especial para mí. Anoche, cuando hablabas de él, comprendí cuánto significa para ti y, aun sin hablar con él, me doy cuenta de lo mucho que te debe de corresponder él, porque Mike es una persona de una lealtad feroz. Es muy afortunado de tenerte. Sé que lo encontrarás y, cuando lo hagas, quiero que le des el mensaje que te adjunto.

Sinclair

Cuando acabé de leer, me sentía extrañamente ligera, como siempre que recibo una gentileza o un favor inesperado. Tomé el sobre cerrado del asiento que tenía al lado.

«Ábrelo.» Éste fue mi primer impulso; en una investigación, toda información es importante.

«No seas ridícula.» Al instante, advertí que la idea de que Sinclair sellara el segundo sobre como una especie de prueba era absurda. No se andaría con juegos, estando en peligro el bienestar de su hermano.

El sobre cerrado era un gesto de fe en dos sentidos: decía que Sinclair confiaba en que yo encontraría a su hermano y que sabía que no abriría ni leería sin permiso un mensaje personal dirigido a él. Era un gesto discreto, sutil y hábil.

Genevieve, Shiloh, Sinclair ahora… Si había un Dios, se me ocurría preguntarle por qué elegía rodearme de gente tantísimo más inteligente que yo, y luego hacía depender de mí tanto de lo que sucedía.

Capítulo 20

Tal vez a causa del sueño que había tenido de madrugada, el primer lugar que visité a mi llegada a Minneapolis fue el cuartel de policía. Quería recorrer sus pasillos a la cuerda y normal luz del día, y reclamarlos como mi territorio. Y hablar con Vang en persona, comprobar si había descubierto algo que tal vez no hubiese considerado suficientemente importante para llamarme y contármelo.

Pero cuando llegué al centro, Vang había salido. Miré si había recados en el contestador. No tenía ninguna llamada, pero todavía no le había devuelto la suya a Genevieve.

– ¿Qué sucede? -pregunté cuando se puso al teléfono-. Me has llamado antes.

– Es él -respondió Genevieve sin preámbulos-. Ese mamón. Shorty. Tiene la suerte del mismo diablo, el muy cabronazo.

Aquel léxico me sorprendió, en boca de Genevieve.

– ¿Qué ha sucedido? -repetí.

– Le ha robado la furgoneta a ese viejo, pero no lo van a empapelar -dijo Genevieve.

– Espera -le dije-. Por partes, ¿quieres? ¿Qué furgoneta, de qué viejo?

– Todos lo dieron por desparecido -explicó Genevieve-. Encontraron la furgoneta en la cuneta de la carretera que sale de Blue Earth. Se había estrellado y pensaron que el viejo debía de haberse alejado del accidente, desorientado.

– Sí, recuerdo haberlo oído en las noticias.

– El viejo apareció al cabo de dos días. Estaba en Louisiana, de visita en casa de un amigo, y le habían robado la furgoneta del aparcamiento de la Amtrak en su ausencia. Entonces, buscaron huellas en el vehículo y adivina a quién encontraron.

– A Royce Stewart.

– Exacto -continuó Genevieve-. Huellas parciales en la puerta. Pero él les contó una sarta de excusas. Dijo que había tropezado con la furgoneta abollada cuando volvía a casa. Había estado bebiendo en el pueblo, claro. Como siempre.

– Mmm…

– Declaró que se había asomado por la ventanilla para asegurarse de que no había nadie herido en la cabina. Cuando comprobó que no, pensó que debía de estar todo en orden y continuó su camino. Un verdadero santo, nuestro Shorty.

– ¿Tiene coartada para el momento en que robaron el vehículo? -No saben a qué hora se lo llevaron -respondió Genevieve-. El viejo lo había dejado aparcado. Detalles como éste fastidian a la policía, pero es exactamente lo que haría un tipo como Shorty. No tenía vehículo, vio uno y se lo llevó. Y va a salir bien librado.

– ¿Sólo me has llamado por eso? -dije.

– ¿Te parece poco? ¿Cómo es que soy la única que ve cómo es ese tipo?

– Yo también lo sé, Gen -respondí-, pero no podemos hacer nada. Ya llegará su hora.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio y me di cuenta de que mi respuesta no la satisfacía.

– ¿Puedo preguntar cómo va la búsqueda de Shiloh? -preguntó a continuación.

– No -repliqué.

Después de colgar, me quedé sentada tras la mesa unos momentos. Pensé en la gente que había conocido, parientes de los que habían desaparecido para siempre. Venían a preguntarnos, a Genevieve o a mí, a intervalos cada vez más largos. Intentaban interesar a los periodistas en historias de «aniversarios». Esperaban que alguien, en alguna parte, delatara a un compañero de celda o a un ex novio, sin más esperanza ya que la de poder darles un entierro decente, una tumba que visitar.

¿Cuándo acabaría yo por entrar en aquella rueda?

No había descubierto nada, prácticamente nada, en cinco días de investigaciones. No recordaba un solo caso en el que hubiera hecho menos progresos.

Un rótulo del vestíbulo de la planta baja llamó mi atención. Hoy, donaciones de sangre, decía.

Shiloh era cero negativo. Siempre donaba religiosamente.

Ryan Crane, un vendedor de discos al que conocía, dobló la esquina y se acercó. Llevaba una gasa con un esparadrapo rosa intenso en la cara interna del codo; acababa de donar.

– ¿Va usted a que le metan la aguja, detective Pribek? -preguntó alegremente.

– No lo había pensado -dije, pillada a contrapié-. Sólo bajaba a…

– ¡Ay, se me había olvidado! ¿Ha sabido algo de su marido?

– No -respondí-. Nada. Sigo trabajando en ello.

Crane asintió con expresión de simpatía y apoyo. Tenía veintidós años como mucho; nunca se lo había preguntado, pero sabía que estaba casado y que tenía dos hijos.

Él se marchó, pero yo no seguí hacia la rampa del aparcamiento, como me había propuesto.

Mi grupo era el A positivo, bastante corriente pero no tan útil como el de Shiloh. En esta ocasión, él no estaba allí para donar sangre, y eso me inquietaba, como si ahora me tocara a mí actuar en su lugar.

Además, las nuevas entrevistas en nuestro barrio serían una batida agotadora tras un rastro sin resolver. No corría prisa.

Los del banco de sangre se habían instalado en la sala de reuniones más grande que habían encontrado. Había allí cuatro sillones reclinables, con unas mesillas con ruedas a un lado, de las que colgaban varias bolsas de plástico, unas vacías y otras medio llenas de sangre.

Todos los sillones estaban ocupados, lo cual no me sorprendió. Tiempo atrás, cuando iba de uniforme, había asistido a las conferencias. Aunque la mayoría de los policías desarrollaba su vida profesional sin sufrir heridas de importancia, a los sargentos y capitanes les gustaba aleccionar a los agentes sobre el hecho de que la sangre que donaban podía fácilmente servir para salvar la vida de un compañero herido en el cumplimiento del deber.

Mientras esperaba a que quedara libre un sillón, una enfermera me leyó una lista de dolencias improbables que me inhabilitaban como donante: ¿Algún miembro de mi familia sufría la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob? ¿Alguna vez había pagado favores sexuales con drogas, o aceptado drogas por favores sexuales? ¿Había tenido relaciones sexuales con alguien que hubiese vivido en África desde 1977?

La enfermera recompensó mis no es con un pinchazo en el dedo con una fina lanceta.

– Adelante, siéntese -me dijo-. Volveré cuando tenga hecho su hematocrito.

Me tumbé al lado de un oficial de condicionales veterano al que conocía superficialmente.

– ¿Cómo está? -me preguntó.