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– Llena de sangre -respondí en son de broma. Aunque detestaba las consultas y las salas de exploración, las agujas nunca me habían molestado, sobre todo en las campañas de donaciones en el trabajo, el lugar donde me siento más cómoda.

– Agarre esto -dijo la joven de la bata blanca cuando volvió a mi lado. Me entregó una pelota blanca de goma-. Vamos a empezar. Cierre el puño y apriete.

Lo hice y las venas se hincharon. Pintó el hueco del codo con antiséptico, me ató un torniquete en el brazo y noté el pinchazo. Desató el torniquete. Una pinza en la entrada de la cánula mantuvo taponado el tubo.

– Siga apretando la pelota -me indicó-. Ni muy fuerte, ni muy flojo. Tardaremos diez minutos.

Retiró la pinza y el tubo se volvió rojo. La sangre manó de mi cuerpo como si tuviera prisa por escapar.

El oficial de condicionales estaba abstraído en la lectura de un boletín de mantenimiento del orden del FBI. Yo no había traído lectura. Cerré los ojos y recordé la conversación con Genevieve y lo que había dicho de Shorty. Pensándolo bien, la coartada tenía cierto sentido.

Cuando alguien roba un vehículo, el lugar donde hay más posibilidades de recuperar una huella buena, utilizable, es el espejo retrovisor. Todo el mundo tiene que ajustarlo cuando sube a un coche que no es suyo. Incluso los ladrones. Pero Gen había dicho que la policía de Blue Earth sólo había encontrado parciales en la puerta.

Imaginé a Genevieve diciendo: «¿Y qué?». Llevábamos tanto tiempo de compañeras en deducciones de este tipo que ya era natural para mí imaginarme que manteníamos una conversación.

Que las huellas parciales encontradas en la puerta, a mi modo de ver, se ajustaban a la versión de que sólo había mirado en el interior de un coche accidentado, y no apuntaban a que lo robara. Había tocado la puerta al asomarse. Y no había tocado el espejo porque no pensaba conducir a ninguna parte.

«Llevaba guantes», replicó Gen lacónicamente. Capté en mis pensamientos su irritación contenida al creer que me ponía de parte de Shorty.

¿Por qué habría de tocar la puerta con las manos desnudas y luego colocarse los guantes con todo cuidado para ajustar el espejo?

«Porque actúa impulsivamente, sin pensar lo que va a hacer.»Entonces, ¿por qué habría de ponerse los guantes? Y si actúa como dices, ¿por qué había de desviarse de su camino hasta una estación de tren para robar una furgoneta?

«Robó la furgoneta del aparcamiento de la Amtrak porque sabía que el dueño estaría fuera y no la echaría en falta inmediatamente.»Pero eso significa que lo planeó previamente, y tú dices que no es propio de él. Además, ¿qué iba a hacer luego? ¿Rondar unos cuantos días por la misma zona en que había robado el vehículo, donde todo el mundo podía verlo al volante? Absurdo. Un robo de este tipo sólo se entiende si alguien pretendía usar el vehículo sólo unas horas, antes de abandonarlo.

Abrí los ojos, atenazada por una imposibilidad.

– Imposible -susurré, y me incorporé bruscamente.

«Un coche es un arma», había dicho Shiloh.

El mundo se nubló ante mis ojos. Cuando oí un grito de alarma cerca de mí, creí que todos habíamos tenido a la vez la misma revelación. El sillón empezó a oscilar debajo de mí.

– Los pies, arriba. -La voz ya no era la de Genevieve; era otra, real, que llegaba del otro lado de la niebla que me rodeaba. -¿Puede oírme? Mueva los pies, hágalos girar en círculos. Círculos grandes.

Abrí los ojos, o tal vez ya los tenía abiertos. En cualquier caso, la bruma gris se disipó y me vi los pies. Respondí a la orden y los hice girar.

– Bien, muy bien. Siga moviéndolos. -La enfermera que me había atendido estaba de pie a mi lado. Otra se acercaba con una bolsa de papel marrón que abrió con un gesto brusco del brazo.

– Tenga, respire aquí dentro -me indicó.

– Estoy bien -le aseguré mientras intentaba de nuevo incorporarme. Tan pronto lo hice, me mareé.

– Vuelva a tenderse. Ya le diremos cuándo puede levantarse. Respire aquí dentro.

Tomé la bolsa y obedecí. Como fuese, necesitaba un momento para ordenar mis pensamientos.

Todavía no tenía nadie a quien llamar. No tenía nada que pudiera demostrar. Había de llevar a cabo el trabajo yo sola.

Pasaron veinte minutos, tal vez, hasta que me permitieron marcharme. Primero me dejaron sentarme de lado en el sillón reclinable y, al cabo de unos minutos, me acompañaron a la zona de recuperación, que constaba de una mesa plegable y unas sillas, donde repartían zumos de naranja y galletas. Me examinaron con atención y me observaron cuando di unos pasos hasta que, finalmente, me permitieron bajar hasta el aparcamiento y el coche, con una vuelta de esparadrapo verde brillante en torno al codo. Había donado la mitad, más o menos, del volumen de sangre habitual.

Cuando abrí de un puntapié la testaruda puerta de la cocina de casa, con la bolsa colgada al hombro de mi brazo sano, me sentía recuperada casi por completo. Dejé caer la bolsa sin contemplaciones en el suelo de la cocina; no tenía tiempo de deshacer el equipaje.

Marqué en el teléfono uno de los dos números que había aprendido de memoria, el que aparecía en el reverso del billete de avión de Shiloh. Lo marqué con el prefijo 507. El número había resultado ser del bar, y en aquel momento supuse que no guardaba ninguna relación con el caso.

Pero últimamente ya había habido en mi vida un exceso de karma del sur de Minnesota, y ni una pizca de él me había sido favorable.

– Sportsman.

Era mi amigo Bruce, otra vez. De fondo se captaba el bullicio del local.

– Te parecerá una pregunta tonta -le dije en un tono que quería ser ligero y relajado-, pero ¿dónde queda el local, exactamente?

– En la salida oeste del pueblo -respondió Bruce.

– ¿De qué pueblo? -insistí.

– ¡Vaya, es verdad que no sabes dónde estamos! -exclamó, sorprendido pero todavía jocoso-. Blue Earth.

Blue Earth.

– Tendrás que contarme cómo llegar.

– ¿De dónde venís? -preguntó Bruce.

– Pues… de Mankato -mentí con un balbuceo. Pero Bruce no advirtió mi vacilación y recitó rápidamente la ruta, con evidente práctica.

– ¿Vendréis desde Mankato a tomar una copa? -preguntó después-. Caramba, el local tiene muy buen ambiente, pero no sabía que nuestra fama había corrido tanto.

– ¿Está ahí Shorty?

Pasó un instante hasta que me contestó, con voz más perpleja que galanteadora.

– No. ¿Quién es…?

Colgué. «Lo sabía», me dije.

El viaje hasta Blue Earth sería largo, unas tres horas, pero el tiempo estaba de mi parte. El problema era que Bruce, del Sportsman, parecía bastante colega de los clientes habituales del bar, y era probable que le contara a Shorty que una desconocida había llamado preguntando por él y que había colgado sin dar el nombre; quizás incluso recordaría la llamada, hacía unos días, de Sarah Pribek, que había dejado el nombre y el número de teléfono. Y Shorty podía tener un raro momento de lucidez y largarse.

El segundo número que había grabado en mi memoria era el de los Lowe; esta vez no tuve que consultarlo. Contestó Deborah.

– Hola, Deb, soy yo. -Esta vez, seguro que reconocía mi voz. -¿Puedo hablar con Genevieve?

Cuando se puso, Gen me preguntó qué sucedía, pero su tono de voz me sonó indiferente.

– Necesito que me hagas un favor -le dije, sin responder a su pregunta-. Conoces la dirección de Shorty, ¿verdad?

– ¿Qué? -Esta vez se mostró más atenta.

– Llevas bastante tiempo tras los pasos de ese tipo. Tendrás su dirección, ¿no? La necesito.

– ¿Qué sucede? -preguntó de nuevo.

– Sólo necesito la dirección.

– Tengo que buscarla. -Genevieve dejó el auricular unos momentos.

Por lo visto, lo único que la sacaba de la depresión era el asunto de Shorty, y en esta ocasión, en efecto, volvió a mostrar signos de interés al oír el nombre. Probablemente, cuando me diera las señas, caería en la cuenta de que me dirigía hacia allá. Quizás querría reunirse conmigo.