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En cierto modo, me habría gustado llevarla, pero no me pareció una buena idea. Tal vez necesitaría razonar con Shorty, mostrarme agradable con él, y no creía que pudiese hacerlo con un ángel vengador maternal al lado, cargado de armas.

Genevieve volvió al aparato y me dio la dirección. No me sorprendió que viviera en la carretera 165.

– ¿Qué sucede? -insistió Gen por tercera vez.

– Nada, tal vez -respondí-. Te llamaré mañana.

– ¿Vas a verlo ahora? ¿Qué ha hecho esta vez?

– Te llamaré -repetí.

– Sarah…

Colgué. No tenía tiempo para sentirme culpable; en lugar de ello, recogí lo necesario: las llaves, la chaqueta y el arma reglamentaria. Estaba impaciente por ponerme en camino. Igual que lo había estado Shiloh.

Capítulo 21

En cada ocasión que recorría la carretera 169 hacia el sur, y era la tercera vez en una semana, lo hacía más deprisa que la anterior. Aquello atestiguaba la desdichada aceleración que había experimentado mi vida en los últimos siete días. Cuando llegué a las afueras de Mankato, vi que había ganado casi treinta minutos respecto al último viaje. Sorprendentemente, no había un solo control de velocidad en toda la ruta. Poco rato después, recorría las calles tranquilas de Blue Earth.

¿Encontraría a Shorty en su casa, o en el bar? Solía decirse que los habituales de los bares acudían a sus abrevaderos favoritos «cada noche», pero en general era una exageración. Por lo que yo sabía de Shorty, era muy posible que aquella noche se hubiera quedado en casa.

No tendría que esperar mucho para averiguarlo. Ya veía ante mí un luminoso pato de neón en actitud de emprender el vuelo desde un edificio bajo de cristales ahumados. No tuve que pasar por delante para advertir que había encontrado el Sportsman.

Si hubiera sido más hábil, más cauta, habría esperado al día siguiente y habría ido a buscar a Shorty al trabajo, a la clara luz del día, sin ocultar un ápice mi autoridad; sin embargo, nunca he sido demasiado lista y todo lo que había aprendido por las malas respecto a la prudencia quedó acallado por el tamborileo implacable de mi necesidad de saber.

Para ser un sábado por la noche, no había demasiada gente en el local. En los televisores daban un partido de los Timberwolves y el volumen de la máquina de discos estaba tan bajo que se alcanzaba a oír el murmullo de las voces. Shorty estaba en la barra con dos amigos. Bueno, colegas de bar, por lo menos. Era probable que de día ni siquiera se saludaran.

Me encaminé directamente hacia él y prácticamente todos los clientes me siguieron con la mirada.

Shorty me había visto en el estrado en la audiencia previa de su juicio, donde me había identificado como amiga de Kamareia y principal testigo de la acusación contra él. Y, desde luego, sabía que era policía. Cuando me vio, abrió los ojos como platos. Durante unos segundos, puso tal expresión de alarma que pensé que saldría huyendo hacia la puerta trasera del local.

Después, debió de recordar que había salido bien librado del caso y se dominó. Su expresión pasó del sobresalto al desprecio y no apartó la vista de mí ni un instante.

Me detuve a un palmo del taburete que ocupaba y le dije: -Tengo que hablar contigo. Fuera.

Concretar que quería verlo «fuera» fue mi primer error. Sólo tenía que negarse y me dejaría en ridículo. Lanzó una mirada a sus amigos e inició una sonrisa burlona:

– Ni hablar -replicó.

Observé a sus acompañantes y consideré que eran ciudadanos honrados, más o menos. Saqué la cartera donde llevaba la placa y la deposité en la barra, sin abrirla hasta que la hube dejado. No quería que el resto del bar me viera exhibirla. Los amigos de Shorty, en cambio, observaron la placa y me miraron con sorpresa.

– Largo -me limité a ordenarles.

Se levantaron, recogieron las copas y ocuparon un reservado. La exhibición de autoridad hizo mella en el buen talante de Shorty, cuya expresión se transformó en una mueca ceñuda. Me acomodé en uno de los taburetes que habían dejado libres sus compañeros de copas.

– ¿Qué quiere usted? -preguntó él.

– Háblame de Mike Shiloh.

La incomodidad borró de sus labios el último rastro de burla.

– No sé quién es -mintió. Tomó un sorbo de cerveza. La jarra era una simbólica madriguera en la que hubiera querido refugiarse.

– Claro que lo sabes, Shorty. Habla conmigo ahora, o vendré con una orden de detención. -Esta vez me tocaba a mí mentir; no tenía razón alguna para que el juez me extendiese tal orden.

– Me está acosando -replicó Shorty-. Todo el mundo sabrá que lo hace por ese asunto de las Ciudades Gemelas. No le harán caso.

«Ese caso de violación y asesinato, querrás decir. Cuando dices "asunto" te refieres a eso, ¿verdad?», estuve a punto de soltar. Luego, reflexioné: «No, no le repliques, de lo contrario nunca soltará lo que buscas. Tranquilízate».

– Cuéntame qué sucedió; dímelo pronto, antes de que las cosas se embarullen más -insistí-. Así, todo será más fácil.

– ¿Más fácil? La última vez no pudo conmigo. Y no se le presentará otra ocasión mejor.

Entonces, Shorty se dio cuenta de que lo que acababa de decir estaba peligrosamente cerca de poder tomarse como un reconocimiento de culpabilidad y, aunque el juicio contra él se había declarado nulo por falta de pruebas suficientes, el caso podía volver a los tribunales porque, técnicamente, no había sido declarado inocente. En tal circunstancia, Shorty no sabía qué podía decir sin ponerse en peligro y qué era preferible callar.

– ¿De verdad quieres que me ponga con tu caso, Shorty? -proseguí-. Entonces, sigue portándote así. Cierra el pico y no me digas lo que sabes.

– Le he dicho lo que sé -replicó él de mala gana-. A la mierda.

Me levanté del taburete y me encaminé a la puerta, sin volverme a comprobar si me miraba.

A la salida del bar, subí al coche, cambié de sentido saltándome varias normas de tráfico y no tardé mucho en detenerme junto al bordillo. Estuve allí tanto rato, tratando de pensar, que finalmente corté el ralentí del motor del Nova.

Shorty no me diría lo que yo necesitaba saber. No había razón para que lo hiciera. Tampoco me dejaría mirar en su casa, que era lo siguiente que deseaba hacer.

Mientras pensaba, intentaba roerme la uña del dedo corazón; morderme las uñas era una mala costumbre en la que caía cuando pasaba una temporada difícil. También me percaté de que no conseguía pillarlas entre los dientes porque las llevaba recién cortadas, no por obra mía sino por la de Shiloh, que se había sentado al borde de la cama y había tomado mis manos entre las suyas y me había hecho la manicura.

Prewitt me había advertido que esperaba que en el transcurso de la investigación de la desaparición de Shiloh me comportaría como representante de la oficina del sheriff del condado de Hennepin. Seguro que se refería a que no aprobaba las entradas ilegales en domicilios.

Pero mis reflexiones mientras permanecía allí aparcada junto al bordillo no eran tales. Sólo buscaba justificaciones para una decisión que ya había tomado.

La carretera a oscuras que el Nova tragaba con tanta voracidad era la misma que Shorty hacía a pie para volver del bar a casa. No estaba tan lejos del pueblo, pero la distancia era más de lo que la mayoría de la gente entiende por «un paseo». Desde luego, no era el alcohol lo que movía a Shorty a hacer aquel camino a horas tan tardías, incluso en invierno y principios de primavera. Le habría resultado más cómodo y barato beber en su casa, pero no habría sido lo mismo. Probablemente habría renunciado antes a la comida que a tomar una jarra de Budweiser con sus amigotes.

La «casa» de Shorty era poco más que un cobertizo detrás de una casa de campo de dos pisos. Apagué los faros y pasé por delante a poca velocidad, con las luces de posición como única iluminación. Las de la fachada de la casa estaban apagadas. Las ventanas estaban oscuras como ojos ciegos. Aun así, entré sigilosamente en el patio, como si el Nova pudiera avanzar de puntillas, si era suficientemente hábil con el pedal del acelerador.