Fue a mí a quien Kamareia comunicó, mientras estábamos en la ambulancia, que lo había identificado como su agresor.
La tarde en que la mataron, Kamareia había estado sola en su casa. Sin embargo, había sido atacada en la de unos vecinos que estaban haciendo reformas en el interior. Los dos pintores habían acabado su jornada hacia las cuatro de la tarde, pero sólo uno de ellos tenía una buena coartada para las horas que siguieron.
El otro era Stewart, un obrero de veinticinco años. La placa de su matrícula llevaba grabado su apodo: SHORTY. De hecho, no es que fuera bajo, como parecía indicar su apodo; era de complexión fuerte y recogía sus enmarañados cabellos en una coleta. De todos modos, Kamareia lo había llamado por su apodo, adecuado o no. Nunca había sabido su nombre, sólo había visto la placa mientras la llevaba en su coche.
Una semana antes de la muerte de Kamareia, Genevieve me había dicho que su hija, a quien llamaba «Kam», le había advertido que Shorty la miraba con insistencia y eso le producía cierta inquietud.
Nadie supo por qué había ido Kamareia a casa de los vecinos.
El historial juvenil de Stewart estaba bajo secreto de sumario y, como yo no estaba allí como parte oficial de la investigación, no tuve acceso a él. Siendo adulto lo habían pillado proporcionando bebidas alcohólicas a menores y exhibiéndose a las chicas del instituto. Al parecer, le gustaban jóvenes.
Poco después, Jackie Kowalski, la abogada de oficio que defendió a Stewart, me contó que éste le había confiado que enviaba dinero para mantener a un hijo, de «una chavala negra a la que sólo vi una vez».
Stewart era de la opinión de que no se trataba de su hijo. Sostenía que las pruebas de paternidad habían sido falsificadas por empleados del hospital, quienes, como era de esperar, tomaron partido por la madre soltera antes que por un hombre. «Los hombres ya no tenemos derecho a nada», había sentenciado.
En más de una ocasión había contado la historia a Kowalski y ella entendió que, en opinión de Stewart, éste sería un argumento para la defensa. El hecho de que enviara dinero para el niño mestizo, nada menos, vendría a probar que él era incapaz de hacer daño a Kamareia, una mestiza también, al fin y al cabo.
Además, Shorty había sugerido a su abogada que presentara la teoría de que un hombre negro había matado a Kamareia con el plan premeditado de que un hombre blanco cargara con las culpas.
Si Shorty hubiera ocupado el banquillo, ya podría haber recusado a cualquier jurado, que al final lo hubieran declarado culpable.
Pero el caso nunca llegó a un jurado. Y fue por mi culpa.
Estaba en la sala del Centro Gubernamental del condado de Ramsey durante una audiencia preliminar. La abogada de oficio de Stewart había solicitado que se desestimara el caso, tal como había predicho Mark Urban, el fiscal del condado de Ramsey.
Urban se sentaba en la mesa próxima al estrado vacío que se reserva al jurado, pero yo no lo miraba a él. Christian Kilander también se hallaba presente, sentado en el banco del público. Seguramente se había tomado la mañana libre para oír mi testimonio. Me sorprendió, aunque no había motivo. La muerte de Kamareia había causado una honda pena en todos los que conocíamos y estimábamos a Genevieve.
Kilander contestó a mi mirada con una inclinación de cabeza, a la que yo no podía responder. Estaba especialmente serio.
Jackie Kowalski se hallaba de pie frente a mí. Era una jovencita recién salida de la Facultad de Derecho de la Universidad de Minnesota, de pelo castaño claro y vestida con un traje sastre barato.
Yo sabía más o menos -Urban me lo había advertido- lo que me iba a preguntar, pero no por eso la situación sería menos conflictiva.
– Detective Pribeck, ¿puedo llamarla señorita Pribeck? Dado que no está implicada en el caso como agente de la ley.
– Sí, adelante.
– Señorita Pribeck, usted ha declarado que estuvo en la casa poco antes del crimen. También declaró que había acompañado a la señorita Brown en la ambulancia. ¿Es correcto?
– Sí.
– ¿Por qué la acompañaba usted y no su madre?
– Genevieve estaba aturdida por la escena. Estaba muy afectada cuando se llevaron a Kamareia. Consideré que debía acompañar a Kamareia alguien que no estuviese alterado y que no aumentase su inquietud.
– Comprendo. ¿Cómo fue que ella identificó a su agresor? ¿Se lo preguntó usted?
– No, lo dijo por sí misma.
– ¿Qué dijo?
– Dijo: «Fue Shorty, el chico que siempre me estaba mirando».
– ¿Y usted entendió que le hablaba del señor Roy ce Stewart?
– Sí, era su apodo.
Jackie Kowalski hizo una pausa. Ante un jurado, hubiera insistido e intentado hallar puntos débiles en la tenue identificación que había realizado Kamareia. Pero no había jurado, sino un juez que debía decidir si se desestimaban los cargos. Tenía un objetivo legal y a él se dirigía.
– ¿Qué más le dijo acerca de la agresión?
– Estuvo a punto de decirme que debía haber andado con más cuidado o una cosa por el estilo. Y yo le decía: «No te preocupes, no podías saberlo».
– ¿Eso fue todo lo que hablaron acerca de la agresión?
Kowalski lo sabía. Había leído las declaraciones.
– Sí.
– De modo que usted no llegó a formularle pregunta alguna.
– No.
– ¿Se presentó usted en esas circunstancias como agente de la ley?
– Siempre soy una agente de la ley.
– Es verdad -repuso Kowalski-. De todos modos, usted se encontraba en casa de la víctima por motivos sociales, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Usted y la señora Brown se veían a menudo fuera del trabajo y se consideraban amigas?
– Sí.
– Entonces ¿vio usted a Kamareia Brown muchas veces en calidad de amiga de su madre?
– Sí.
– ¿De modo que al ver que la señora Brown se hallaba demasiado afectada decidió usted acudir al hospital con su hija porque se consideraba más «tranquila»? Ello me indica que su propósito principal era calmar a Kamareia Brown y reconfortarla. ¿Es así?
– Mi principal objetivo era evitar que Kamareia estuviera sola.
Se lo estaba poniendo difícil.
– ¿En ningún momento le hizo recordar su posición de agente de la ley?
– Kamareia creció rodeada de…
– Por favor, limítese a contestar mi pregunta.
– No, no lo hice.
Kowalski hizo una nueva pausa, esta vez indicaba un cambio de dirección.
– Señorita Pribeck, el conductor de la ambulancia que llevaba a Kamareia Brown dijo que su propósito había sido durante todo el tiempo darle ánimos. De hecho, atestiguó que le oyó decir: «Te pondrás bien» en dos ocasiones. ¿Es cierto?
– No recuerdo si lo dije en dos ocasiones.
– Pero sí por lo menos a una vez: «Te pondrás bien».
Mis ojos se cruzaron con los de Kilander y comprendí que el caso iba a ser sobreseído. Kilander sabía muy bien lo que aquella pregunta significaba.
– Sí.
Genevieve, testigo potencial, había sido exonerada de asistir a esta audiencia. Agradecí que ella no estuviera allí.
– En general, digamos que usted estuvo animando constantemente a la señorita Brown, infundiéndole la idea de que sobreviviría a sus lesiones.
– No creo que quisiera hacerle creer nada en particular.
– ¿Puede usted explicar, entonces, de qué otra manera puede interpretarse la frase «Te pondrás bien»? -preguntó Kowalski, arqueando las cejas.
– Protesto -dijo Urban-. La defensa está incitando a la testigo a emitir suposiciones.
– Retiro la pregunta -respondió Kowalski-. Señorita Pribeck, ¿dijo usted a la señorita Brown alguna cosa que la indujera a pensar que sus lesiones eran fatales?
«Genevieve, lo siento mucho. Traté de hacerlo como es debido.»