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Seguí las profundas roderas del camino de tierra y rodeé el cobertizo para que el coche no pudiera verse desde la carretera. Apagué todas las luces y, a continuación, el motor. Cuando me apeé, dejé la puerta del coche entreabierta para no hacer ruido al cerrarla; antes, desconecté la luz del interior del techo de forma que no gastara batería.

Sujeté la linterna con la axila mientras escogía las herramientas que necesitaría para abrir la cerradura. La puerta, en realidad, parecía tan insegura que bastaría con un par de patadas para echarla abajo… si hubiera podido permitirme el lujo de actuar tan abiertamente.

Cuando puse la mano en la manija, descubrí que no necesitaría forzar la cerradura. La puerta ya estaba abierta. Me extrañó bastante, pero me dije: «Vamos, tranquilízate. Al fin y al cabo, ¿qué puede tener un tipo como Shorty que merezca la pena ser robado? No sucede nada. ¿A qué esperas?»Así pues, entré y encendí la linterna.

Iluminada por el haz de luz, una silueta se incorporó, veloz y próxima. Llevé la mano a mi pistola del calibre 40.

– ¡Sarah! ¡Espera! ¡Soy yo!

La silueta que tenía delante ya estaba tirándose al suelo.

– ¿Gen? -Enfoqué la linterna hacia abajo y ella entornó los ojos, deslumbrada, al tiempo que levantaba una mano para protegerse de la luz-. ¿Qué haces aquí?

– Te esperaba -respondió-. Me he adelantado a ti. No me enfoques a los ojos con eso.

Más adelante caí en la cuenta de lo cambiada que estaba Genevieve en aquellos momentos, de lo reanimada que se la veía en comparación con la zombi de semanas atrás. Mi corazón empezó a latir aceleradamente.

– ¡Estás loca! Por poco te pego un tiro.

– ¿Puedes apartar esa luz, por favor? -insistió-. Quiero enseñarte una cosa.

Cuando se incorporó, la linterna enfocó su mano, en la que sostenía algo.

– ¿Qué llevas ahí? -pregunté.

Sin decir una palabra, Genevieve lo expuso a la luz y lo hizo oscilar. Hubo un centelleo y reconocí de qué se trataba: era el sello holográfico del estado de Minnesota, estampado en un permiso de conducir. El permiso de Michael David Shiloh.

Había acudido hasta allí convencida de que encontraría algo pero, en el fondo, no estaba preparada para afrontarlo. No sé cuánto tiempo habría seguido contemplando el documento si Gen no hubiera roto el silencio.

– ¿Qué demonios está pasando? -inquirió.

– ¿Dónde lo has encontrado?

Genevieve señaló algo y seguí con la linterna la dirección que indicaba. En el suelo había una mochila. También era de Shiloh. La había empleado en alguna ocasión, cuando iba a la biblioteca a documentarse y volvía con un montón de libros, pero de forma tan esporádica que, cuando había inspeccionado el armario, no había advertido que faltaba.

Di unos pasos hasta la bolsa y me agaché. Dentro había un mapa de carreteras y una manzana estropeada. Y el billetero, vacío.

– Shorty -mascullé-. ¡El hijo de puta!

– ¡Sí! -exclamó Genevieve-. ¿Pero qué ha sucedido? ¿Cómo has sabido que debías buscar aquí?

Apunté la linterna al techo blanco y así tuvimos una luz ambiente para vernos.

– No tenías razón -dije en voz baja, pero con suficiente firmeza-. Shorty no robó la camioneta. Fue Shiloh.

– ¿Shiloh? -repitió, incrédula.

– Vino la semana pasada, mientras yo te visitaba. Tan pronto salí de la ciudad, subió a escondidas a un mercancías.

– ¿Un tren?

– Él y sus hermanos lo hacían de chicos, por diversión. Es un experto. Por eso no dejó rastro: ni la Greyhound, ni la Amtrak, nada… Nadie lo vio, nadie lo llevó en autoestop. El tren lo trasladó directamente a la estación de la Amtrak, donde robó un vehículo que nadie echaría de menos durante un buen rato. Después, podía dejarlo y volver en otro mercancías.

– Pero ¿por qué?

– Kamareia -respondí. Me disponía a continuar cuando me distrajeron unos ruidos en el exterior, el chirrido y el golpe de una verja como la que separaba la propiedad de la carretera. Genevieve también lo oyó, se acercó a la ventana, sucia y sin cortinas, y pegó la cara al cristal para ver si distinguía algo en la penumbra.

– Parece que Shorty ya ha bebido suficiente por esta noche -dijo con considerable calma.

Me incorporé.

– Gen, no podemos quedarnos aquí -apunté-. Legalmente…

– No pienso huir de ese cerdo asesino. ¿Y tú? -me desafió.

– Tampoco. Toma la linterna. Apunta abajo.

Genevieve asintió y se acuclilló para estar más cerca del suelo. Yo me coloqué junto a la puerta. La grava crujió bajo unas pisadas y las dos observamos cómo giraba el tirador.

Tan pronto Shorty hubo cruzado la puerta, lancé el puño con todas mis fuerzas contra su plexo solar. Cuando se dobló hacia delante, lo agarré por el cabello y le pegué un rodillazo en la cara. Cayó al suelo con un jadeo de dolor.

– ¿Cómo te sienta esto, Shorty? -le dije-. No he quedado nada satisfecha con cómo han quedado las cosas en el bar. -Genevieve seguía apuntando al suelo con la linterna-. ¿Por qué no enciendes la luz del techo? -le sugerí.

Tiró del cordón y encendió la luz. Estábamos en un agujero infecto. Una bombilla desnuda en el techo y un catre estrecho. Una mesa de cartas, una silla plegable y una cómoda barata. Un baño al otro lado de la puerta en el que distinguí un extremo de una vieja bañera con patas y un lavamanos antiguo con el pie de porcelana. La cocina tenía un fregadero y una plancha. Pero Shorty tenía sus habilidades, y era evidente que estaba convirtiendo el cobertizo en una residencia. Vi herramientas de fontanero en el suelo del baño, una llave inglesa y unos tubos. En el salón había objetos que debía de utilizar en su trabajo de día: instrumentos de pintor, un mono de trabajo y una rasqueta para papel pintado, con un mango de un palmo y una hoja asimétrica, muy afilada.

Shorty rodó sobre un costado para mirar a Genevieve. Cuando la vio, se diría por su expresión que creía recibir la visita de las arpías.

– Háblame de Mike Shiloh -le dije, como si no hubiéramos salido del bar.

– A la mierda -murmuró. La vez anterior le había dado miedo decirle algo así a una policía, pero era evidente que la situación había cambiado.

– Tienes su mochila, su billetero vacío y su permiso de conducir. Esto tiene mal aspecto…-murmuré.

Shorty se incorporó hasta quedar sentado en el suelo.

– Todo eso lo encontré en una cuneta.

– ¿Una cuneta? ¿Dónde?

– En la carretera.

– ¿Cerca de donde dejaste tus huellas por toda la camioneta?

– Esto es ilegal -protestó-. Han entrado en mi casa sin permiso. ¿Creen que algún juez hará algo con cualquier cosa que encuentren aquí? ¡Este registro es absolutamente ilegal!

Shorty conocía un poco el sistema legal, como era de esperar en alguien con sus antecedentes, y vi en su expresión un asomo de esa astucia que, durante un rato, pudo incluso pasar por auténtica inteligencia.

Volví a sacar el arma y le apunté con ella.

– Ninguno de los que estamos aquí piensa en jueces -le aseguré-. Excepto tú.

Se puso en pie y me miró, desafiante. Aunque tenía la mitad inferior del rostro bañada en sangre, seguía siendo un tipo duro. No dijo nada. Con sólo observarme, había adivinado la verdad: que a pesar de cuanto había hecho, yo no apretaría el gatillo. Al momento, sus labios volvieron a esbozar la ligera mueca burlona que tenía en el bar.

Acto seguido, se volvió a Genevieve:

– A tu hija le encantó que me la follara.