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Shorty me miró otra vez para ver cómo me sentaba la broma. Fue un error por su parte. Había concentrado su atención en mí y se descuidó de observar la expresión de Genevieve para adivinar su reacción.

– ¡Gen, no! -grité, pero ya era tarde. Como una centella, su mano asestó el golpe y le clavó profundamente la rasqueta para papel pintado en las arterias del cuello.

Él emitió un sonido como un carraspeo y no logré apartarme a tiempo de evitar que la sangre me salpicara. Retrocedió unos pasos tambaleándose y volvió la mirada hacia Genevieve. Ella lanzó otra cuchillada y le hundió de nuevo la hoja en el cuello, aún más profundamente.

– ¡Gen!

Detuve su brazo mientras Shorty se apartaba de nosotras con una mano en el cuello. Por entre los dedos escapaban borbotones de sangre roja arterial, de un rojo brillante.

– ¡Llama a urgencias! -le dije a Genevieve. Ella me miró y entendí lo que pasaba por su cabeza. Si Shorty moría y cubríamos nuestros pasos, no teníamos nada que temer. De lo contrario, adiós a nuestras carreras. Y a la libertad. Y todo por un violador y asesino. Comprendí que Genevieve no pensaba ir a buscar ayuda.

– No creo que aquí haya teléfono -respondió.

Shorty, caído en el suelo, emitió un sonido inarticulado que no prometía nada bueno.

– Ve a la casa grande, pues. Despiértalos -insistí. Genevieve contempló a Shorty, me miró, dio media vuelta y salió por la puerta.

La cantidad de sangre que cubría el suelo del cuchitril de Shorty era realmente asombrosa. Formaba un verdadero lago. Medio tendido, buscó mi mirada.

– Sigue apretando el cuello con la mano -le dije.

– No hay nadie… -susurró con voz quejumbrosa.

– ¿En la casa grande?

Temiendo que la herida se abriera aún más si lo asentía con la cabeza, permaneció inmóvil, pero su mirada lo confirmó.

Me arrodillé a su lado, a pesar de la sangre que me empapaba las piernas hasta los pies.

– Entonces, es probable que te haya llegado la hora -le dije-. Ya lo sabes, ¿verdad?

– Sí.

– Sólo quiero saber cómo sucedió -continué. La sangre me bañaba la piel de las piernas. La noté desagradablemente caliente-. Quiero llevármelo a casa y enterrarlo, si es posible. Pero, aunque no pueda, he de saber qué ha pasado, realmente.

Un hilillo de sangre asomó en la comisura de los labios de Royce Stewart, acompañado de un carraspeo.

– Por favor -insistí.

Se quedó callado tanto rato que pensé que no hablaría pero, finalmente, lo hizo.

– Era tarde y volvía a casa -dijo con esfuerzo-. Pasó la furgoneta, una Ford grande. Muchos compañeros del trabajo tienen furgonetas como ésa.

Asentí con un gesto. Una furgoneta grande, con un motor potente, una carrocería fuerte y una rejilla del radiador alta y recia. La clase de vehículo con el que uno, si estaba suficientemente furioso y era lo bastante atrevido, podía arrollar a otro ser humano sin sufrir excesivos daños. Royce exhaló un suspiro y tembló.

– Cinco minutos después, más o menos, volví a oír el motor, cada vez más fuerte, como si regresara por donde se había marchado, pero no conseguía verlo. Entonces, de repente, encendió los faros. Venía conduciendo con las luces apagadas y corría muchísimo, por el carril contrario de la carretera. Por mi lado.

»No sabía quién era, pero una cosa vi clara: que venía a por mí. Eché a correr y me caí. Había llovido y, a continuación, había helado. Había hielo en la calzada. Yo estaba en el suelo y veía cómo se me echaban encima los faros. Me di por muerto.

Se apretó el cuello con más fuerza, esta vez con las dos manos.

Recordé las imágenes de la furgoneta negra en un noticiario. Intacto, en mitad de la carretera y con los faros como bocas de un fuego blanco y frío, el vehículo debía de haberle parecido la misma Muerte sobre ruedas.

– Entonces, el tipo dio un golpe de volante y volvió al centro de la calzada. Pasó por mi lado y entonces encontró una placa de hielo y patinó. No creo que tuviera tiempo ni de tocar el freno; en un abrir y cerrar de ojos, se salió de la calzada y se estrelló contra aquel árbol.

»Esperé un par de minutos a ver si salía alguien o si venía otro coche. Al comprobar que no sucedía nada, me acerqué a echar un vistazo. -Shorty emitió un jadeo entrecortado-. En la camioneta sólo había un tipo. Tenía los ojos abiertos, pero no me veía. Estaba bien jodido. Así que cogí sus cosas y me largué.

– Cuando te largaste, todavía estaba en el vehículo.

– Sí. Perdía mucha sangre, pero respiraba y todo eso. Pero yo no pensaba llamar a nadie para socorrerlo. -Shorty me miraba a la cara. Quería ver cómo reaccionaba a aquella parte del relato-. Había querido matarme. Si estaba tan jodido, él se lo había buscado.

– Cuando rectificó la trayectoria y pasó por tu lado, como dices, ¿estás seguro de que no perdió el control de la camioneta en ese momento?

Tenía que estar segura. Sostuve la mirada de Shorty, sin esperanzas de ver en ella la verdad. Sin embargo, recordé lo que había explicado Kilander, que los moribundos ya no tenían necesidad de mentir, y quise creerlo.

– Lo hizo a propósito -dijo Roy ce Stewart. Su voz se hacía más débil, más apagada-. Perdió el control porque dio ese golpe de volante en el último momento. Fueron dos cosas distintas.

No supe qué añadir. Genevieve tardaba en volver. Shorty tosió otra vez.

– Quería… -musitó-. Yo quería…

No llegó a terminar la frase. Lo intentó cinco o seis veces. Después, su mirada perdió el brillo. Yo me levanté y salí del cobertizo y perdí la noción del tiempo.

Cuando Genevieve regresó, yo me encontraba sentada bajo el sauce llorón, contemplando la luna menguante que había aparecido sobre los árboles. Finalmente, Genevieve me sacó de mi contemplación agitando la mano delante de mis ojos. Me decía algo, pero no conseguí entenderlo. Luego, su mano fue una imagen borrosa en la periferia de mi campo de visión que me daba un cachete.

– ¿Qué? -exclamé, y me froté la mejilla, dolorida.

– Así está mejor -dijo Genevieve-. Hay que quemar el cobertizo -me explicó-. Tú has tenido la sensatez de traer guantes. Yo, no. -La luz de la luna se reflejó en la lata de metal que traía en la mano-. Quédate aquí, por ahora. ¿Quieres las cosas de Shiloh?

– ¿Las cosas…? -repetí.

– Lo que hemos encontrado ahí dentro. Procura ayudarme en esto, Sarah. Soy capaz de ocuparme de casi todo, pero no podré conducir a la vez mi coche y el tuyo, cuando nos larguemos.

– ¿Tu coche? ¿Dónde…?

– Lo tengo ahí. No lo viste al llegar, y tampoco Shorty, porque aparqué al otro lado de la casa grande. No sabía muy bien a qué venías, pero no me pareció sensato anunciar nuestra presencia.

Anduvo hasta el cobertizo y entró en él. Caminaba con paso ligero y enérgico. Al cabo de un momento, volvió a salir.

– Voy a prender fuego dentro de un momento. Después, deberíamos marcharnos enseguida, ¿entendido?

– Sí -respondí torpemente.

– Sígueme. Iremos a casa de mi hermana, ¿de acuerdo?

– Sí.

No me atreví a preguntarle si había hecho algún intento de encontrar un teléfono y llamar a urgencias antes de poner en marcha su plan. Ya sabía cuál sería la respuesta.

Nos quedamos unos momentos para asegurarnos de que la guarida de Shorty ardía como era debido. Quizás estuvimos allí un poco más de lo necesario, contemplando el espectáculo. La destrucción nos atraía tanto como nosotros, al parecer, la atraíamos a ella.

Genevieve abrió la marcha cuando nos encaminamos de vuelta a Blue Earth, pero se detuvo cuando vio que yo aparcaba en la cuneta junto al árbol, que se alzaba en las sombras.

A la luz de los faros del coche, hurgué en la hierba húmeda y cubierta de hojarasca hasta encontrar lo que buscaba: un fragmento de cristal.

Sentada sobre los talones, lo recogí del suelo.

Genevieve se acercó a mirar.