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– Tenías razón desde el principio, Genevieve -le dije-. Shiloh está en el río. Probablemente, llegó hasta el río Blue Earth; de lo contrario, lo habrían encontrado cuando buscaron al propietario de la furgoneta.

– Espero que no pase nadie y nos vea aquí, juntas. O los coches -añadió con suavidad-. Nadie debe situarnos en Blue Earth a estas horas de la noche.

– El cuerpo debe de estar en el río Minnesota, a estas alturas. No lo encontrarán nunca.

– Vamos, Sarah. Lo digo en serio -replicó Gen. Pero parecía como si los pies se me hubieran helado.

Genevieve me tomó de la mano y me llevó de vuelta al Nova.

Salió a la calzada delante de mí y seguí las luces traseras rojas hasta Mankato.

¿Podía estar segura de que Shiloh había muerto? Todavía no; tal vez nunca llegaría a convencerme, si el río había arrastrado el cuerpo como le había sugerido a Genevieve. Se había alejado del lugar del accidente; el relato de Shorty lo confirmaba. Pero ya llevaba siete días desaparecido y, ahora que entendía qué debía de haberle sucedido, comprendí que eran demasiados. La zona de Blue Earth era rural, sí, pero en absoluto un territorio agreste en el que fuera fácil perderse, ni siquiera con una herida en la cabeza. Si no había encontrado ayuda ni lo habían visto los que buscaban a Thomas Hall, el viejo al que habían dado por desaparecido, tenía que estar muerto.

Por mi experiencia de consejera de familias de desaparecidos, yo sabía que para que se reconociera legalmente la defunción de una persona desaparecida se requería un proceso legal largo y complicado. Pero otro momento crucial, que pasaba totalmente inadvertido al mundo, era el de la aceptación, callada y terrible, por parte del marido o la esposa del desaparecido, de su amante, su padre o su hijo; ese momento en que la vocecilla queda le dice: «Está muerto».

Genevieve apagó los faros y entró en el patio de la casa de campo de los Lowe; yo hice lo mismo y aparqué al lado.

Cuando guardé las llaves en el bolsillo de la chaqueta negra de cuero, palpé un papel y saqué el segundo sobre de Sinclair. Lo llevaba en la chaqueta desde por la mañana, cuando había abierto la carta.

En lugar de salir del coche, miré a Genevieve, que ya estaba ante la puerta de la casa. Pensé que se impacientaría conmigo, que iba a darme prisa como había hecho junto al árbol de la carretera, pero ahora que estábamos a salvo, lejos de Blue Earth, en propiedad privada y a cubierto de miradas, dio la impresión de relajarse. En la oscuridad era apenas una silueta, pero aprecié con claridad cómo se apoyaba en la balaustrada del porche y contemplaba el cielo estrellado.

Abrí la puerta del coche ligeramente para que la luz del techo iluminara el asiento delantero, introduje una uña bajo la solapa del sobre de color crema y lo abrí.

Sinclair había cerrado el sobre pensando que lo abriría Shiloh. Era un acto de fe. Y yo lo había guardado sin abrirlo, resistiéndome todavía a oír la vocecilla que hablaba en mi interior.

El mensaje que contenía era tan breve que la pequeña hoja de papel en el que venía escrito parecía muy grande, en comparación.

Michael, me alegro mucho por ti y por Sarah.

Sé feliz, te lo ruego.

S.

Genevieve y yo estuvimos despiertas más de una hora después de colarnos en la casa como ladronas. Deb y su marido, afortunadamente, no se despertaron.

Mientras la lavadora del sótano eliminaba los rastros de la muerte de Royce Stewart de nuestra ropa, ya que no de nuestras manos, Gen y yo terminamos de montar nuestra coartada. Yo había llamado a Genevieve desde la ciudad, para pedirle si podía ir a dormir. El registro de llamadas telefónicas lo corroboraría, si es que alguien llegaba a investigarlo. De camino, había pasado por Blue Earth para ver a Shorty, que se negó a seguir hablando del robo del coche y el accidente, aunque Gen y yo seguíamos considerándolo sospechoso. Al ver que no le sacaba nada, había vuelto a Mankato. Genevieve se había quedado despierta a esperarme y me había abierto; por eso no había llamado al timbre y había entrado sin despertar a nadie más.

Después, en las camas gemelas del cuarto de invitados, cuchicheamos en voz baja como un par de colegialas. Allí le repetí la historia que Royce Stewart me había contado, cómo Shiloh se había desviado de su trayectoria mortal en el último instante.

– ¿Te sirve de consuelo? -preguntó Genevieve.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Te consuela saber que Shiloh no fue capaz de arrollar a Shorty?

– Sí -respondí-. Pero también me extraña. Nada ha resultado como yo había supuesto…

Guardé silencio, pensando que me costaría explicar lo que acababa de decir, aunque Gen iba a querer una explicación para unas palabras tan crípticas.

Pero Genevieve había cerrado los ojos y respiraba pausada y relajadamente. Se había dormido.

Nada era como había supuesto. Me había equivocado por completo.

En el Departamento tenía fama de impulsiva, de «ir a por todas», en palabras de Kilander. Yo era la que se tiraba al Mississippi a salvar a una cría. Genevieve tenía reputación de paciente, de conseguir que hasta el delincuente más contumaz cantara en la sala de interrogatorios.

De los tres, Genevieve, Shiloh y yo, habría dicho que era yo la máxima candidata a ceder a los dictados de una personalidad oscura y asesina. El siguiente, para mí, habría sido Shiloh. La dulce Genevieve, la última.

Y al final había resultado que Genevieve había clavado una rasqueta para papel pintado en la garganta a un hombre desarmado y, a continuación, había prendido fuego a la escena del crimen sin darle la menor importancia. Shiloh había sido el que había urdido planes de asesinato, actuando con una cólera que yo nunca había imaginado en su interior y, sin embargo, en el momento final no había sido capaz de llevar a cabo sus intenciones. Y yo había sido quien se había sentado junto al agonizante, un hombre que alentaba un odio inveterado por las mujeres y los policías, y lo había convencido para que me contara lo que necesitaba saber. Y había sido yo quien había rezado en Salt Lake City con la hermana de Shiloh.

Miré a Genevieve. Ahora era una asesina, pero dormía con una paz que superaba todo lo comprensible.

A mí no me vino el sueño con tanta facilidad. Todavía estaba despierta cuando los primeros rayos de sol se filtraron por las tupidas cortinas del cuarto de invitados de los Lowe y el gallo del corral empezó a cacarear.

Genevieve se desperezó y abrió los ojos.

– ¿Sarah? -dijo cuando me vio, como si hubiera olvidado por completo los sucesos de la noche. Después, tendió las manos hacia mi cama. Le di una de las mías y la apretó.

Cuando oímos que Deborah y Doug se movían por la casa, nos levantamos. Hubo unas ligeras exclamaciones de sorpresa al advertir mi presencia.

– Sarah tenía un asunto por aquí cerca -explicó Gen-. Llamó bastante tarde. Probablemente, no oísteis el teléfono. Descolgué al primer zumbido.

– ¡Ah! -dijo Doug, frotándose la barbilla, y si él o Deborah sospechaban algo tras aquella breve y vaga explicación, no lo revelaron.

– ¿Tenéis hambre? También hay café -dijo Deb.

– Sí, tomaré un café -acepté, y me di cuenta de que también me apetecía comer algo.

Al cabo de un cuarto de hora, los cuatro nos sentábamos en torno a la mesa de la cocina a tomar linguiga con huevos y café. Hasta donde soy capaz de reconstruir lo sucedido, fue en ese preciso instante cuando Shiloh se presentó en la comisaría de policía de Masón City, Iowa, para confesarse autor del asesinato de Royce Stewart.

Capítulo 22

La memoria juega malas pasadas, dijo el psicólogo de la policía que entrevistó a Shiloh. La convicción de éste de haber matado a Royce Stewart era producto de la amnesia retrógrada. Como muchas víctimas de accidentes, no recordaba los momentos inmediatos al trauma. En su caso, sin embargo, su propia mente le había suministrado los detalles; unos detalles que habían resultado no ser ciertos. Shiloh se había responsabilizado de ello sin querer.