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Para preparar el asesinato de Stewart, había recorrido la escena del crimen una y otra vez, repasándolo mentalmente y dándose ánimos para llevarlo a cabo. De algún modo, debido a la violencia del accidente, la imaginación se había convertido en recuerdos.

– Lo vi en mi cabeza -me contó-. Cuando lo pensaba, lo veía caer. Hasta noté el impacto en la furgoneta al arrollarlo. Era tan real…

Shiloh no recordaba con claridad el lapso entre el accidente y su visita a la comisaría de Iowa. Sabía que tenía una herida en la cabeza y fiebre, pero no se le ocurrió buscar un médico. Estaba paranoico, convencido de que la policía andaba tras él, a lo que contribuía la presencia de un helicóptero que sobrevolaba la zona para hallar al presunto desaparecido Thomas Hall.

Se internó aún más en el bosque, desplazándose sin ninguna lógica hacia el sur, en lugar de encaminarse a las Ciudades Gemelas, donde había gente que podía darle refugio.

Una mañana, después de haber dormido más horas de lo habitual, despertó más lúcido y comprendió que debía entregarse.

Llevó bastante tiempo, sin embargo, que todas las partes involucradas aclararan los detalles.

A las 7.20 de la mañana, el sargento de guardia de Masón City disfrutaba de una taza de café y de sus últimos cuarenta minutos de servicio aquella mañana de domingo cuando Shiloh se presentó a realizar su confesión.

Lo que dijo Shiloh, en realidad, fue que era el tipo que había atropellado a Royce Stewart en Blue Earth, Minnesota. La última parte de su declaración fue: «No me pongan las esposas. No pretendo resistirme y es probable que tenga un brazo roto».

El sargento de guardia lo trató con la cautela debida a un hombre que se declara asesino. Lo metió en una celda del calabozo mientras consultaba con su superior. Para los dos quedó claro que Shiloh probablemente estaba enfermo, además de herido, y destinaron un agente para que lo condujera al hospital, donde le compusieron el brazo y lo trataron de una herida en la cabeza y fiebre alta.

A continuación, la policía de Masón City puso el caso en manos de la oficina del sheriff del condado de Faribault.

La identidad de Shiloh se confirmó sin gran dificultad. En el momento de entregarse no llevaba documentación, pero con el nombre, la oficina del sheriff averiguó que no sólo no tenía antecedentes ni pesaba sobre él ninguna orden de captura, sino que se trataba de una persona desaparecida que, además, resultaba ser policía.

El teléfono sonó en el cuartel de la policía de Minneapolis a las 9.45 de la mañana. Veinte minutos después, mi buzón de voz recogió un mensaje del comandante de guardia del Departamento de Policía de Minneapolis.

De no haber sido fin de semana, de haber estado en supuesto todo el personal de oficinas de las agencias afectadas, el paradero de Royce Stewart no habría llevado de cabeza a tanta gente. Al fin y al cabo, la amiga de Genevieve de los juzgados conocía su dirección. Pero cuando se observó que no había constancia de ningún Royce Stewart en la lista de víctimas de asesinato, ni tan siquiera de las defunciones, los agentes locales tuvieron que llevar a cabo un largo proceso para comprobar si seguía entre los vivos.

Las compañías telefónicas no tenían ningún abonado que se llamara Royce Stewart.

El Departamento de Vehículos a Motor tenía una dirección de cuando había renovado el permiso de conducir por última vez. Resultó ser la casa de su madre, en las afueras de Imogene. Cuando un agente se puso en contacto con ella, la señora Stewart le explicó que Royce, que siempre había sido un manitas, había cerrado un trato con una pareja que conocía. Viviría en un pequeño anexo en la parte trasera de su casa de campo, a cambio de reparar el anexo y convertirlo en una pieza habitable. Era un acuerdo informal, sin papeles de por medio.

El edificio anexo estaba en las primeras fases de renovación y aún no disponía de teléfono. La señora Stewart explicó que llamaba a su hijo al teléfono de la casa principal. De la pareja que vivía allí sólo conocía los nombres, John y Ellen. No sabía la dirección.

A los agentes de Faribault les llevó un buen rato hasta que el personal de fin de semana de la compañía telefónica dio con la dirección correspondiente al número al que llamaba la señora Stewart. Por fin, el agente Jim Brooke se presentó en casa de John y Ellen Brewer. Brooke no tuvo que llegar hasta la puerta para comprender que sucedía algo anómalo.

Le habían dicho que Royce Stewart vivía en un anexo, pero no se veía ninguno. Se detuvo en el camino de acceso a la casa y observó, desconcertado, un montón de rescoldos ennegrecidos, todavía humeantes.

A la misma hora, más o menos, en la que el agente Brooke realizaba este descubrimiento, yo me hallaba en el cuarto de invitados de los Lowe, viendo cómo Genevieve recogía sus pertenencias. Había decidido regresar a la ciudad conmigo. Aunque cada una tenía su coche, la esperé para ir juntas.

Tardó un buen rato en preparar el equipaje. Llevaba casi un mes instalada allí y sus objetos personales habían empezado a diseminarse por distintos rincones de la casa de su hermana.

Me puse a andar de un extremo a otro del pasillo, frente a la habitación, pero no estaba nerviosa. Ahora que Shiloh había muerto -ya había llegado, dolorosamente, a convencerme de ello-no tenía prisa por nada. Me sentía tranquila, al borde del aturdimiento.

Con todo, decidí comprobar si tenía mensajes en la oficina. Se había convertido en una costumbre. En el buzón de voz encontré una llamada de Beth Burke, la comandante de guardia de Minneapolis. Antes, habría sentido curiosidad por saber qué quería la teniente Burke; esta vez, sólo el sentido del deber me impulsó a decirle a Genevieve desde el pasillo:

– Voy a hacer una llamada a la ciudad. Dejaré un par de dólares a cuenta.

No esperé a que contestara y, si lo hizo, no la oí. Ya estaba marcando el número.

Los momentos siguientes tal vez hayan sido los que más confusa me he sentido en toda mi vida. Al principio, sólo pensé en que la teniente Burke me estaba diciendo que Michael Shiloh había aparecido en Iowa y que se había confesado autor del asesinato con incendio de la noche anterior. Ni siquiera lo entendí con la suficiente claridad para decidir qué mentiras contar. Repetí muchos «¿Qué?» y finalmente repliqué:

– No sé qué ha hecho o dejado de hacer; dígame dónde está, nada más.

Cuando colgué, llamé a gritos a Genevieve.

A media mañana, cinco investigadores extrajeron un cuerpo del montón de ceniza, madera y agua que había sido el hogar de Shorty. A la luz de la confesión de Shiloh, el fuego resultaba sospechoso. Dos detectives de Faribault acudieron a Masón City para hablar con Shiloh; llegaron apenas media hora antes de que lo hiciéramos Genevieve y yo.

– Tome asiento -me ofreció la enfermera de recepción del hospital-. Los policías que acaban de entrar han dado orden de que se impida el paso a cualquier visitante hasta que hayan acabado de hablar con él.

– ¿En qué habitación está? -pregunté-. Para saberlo, luego.

– Habitación 306 -me informó.

– Gracias. En lugar de volver a la antesala, dejé atrás el mostrador y avancé por el pasillo.

– ¡Eh! -la oí protestar a mi espalda. Enseñé la placa al agente de uniforme que custodiaba la puerta de la 306 y no hizo ningún ademán de cerrarme el paso.

Los dos detectives levantaron la vista cuando entré. Shiloh fue el único que no pareció sorprenderse de verme.

– Necesitas un abogado -me apresuré a decirle, sin hacer caso de los interrogadores. Mi voz sonó apremiante.

– Usted no debe estar aquí -advirtió uno de los detectives, en tono taxativo. Los dos se parecían; ambos eran de mediana edad, y un poco gruesos. Uno llevaba bigote, el otro iba pulcramente afeitado.