– Este hombre ha sufrido un accidente de coche -protesté-. Sufre una conmoción cerebral. Todo lo que consigan hoy de él no se podrá utilizar.
El segundo detective se puso en pie para obligarme a salir.
– Tiene que marcharse, guapa -dijo.
– Soy su esposa.
– No importa.
– Y soy policía.
– No importa. -repitió el detective al tiempo que me agarraba por el brazo.
– Un momento. -Shiloh abrió la boca por primera vez. Habló con suficiente energía como para que los dos hombres se volvieran a mirarlo; el que estaba más cerca de mí se detuvo, con la mano cerrada todavía en torno a mi antebrazo-. Ya hemos terminado.
– Tenemos más preguntas que…
– Hemos terminado -repitió Shiloh.
Los detectives se miraron.
– ¿Quiere nombrar un abogado? -preguntó el primero.
No era lo que había querido decir, pero la pregunta ponía las cosas en unos términos que los dos hombres alcanzaban a entender.
– Sí, quiero un abogado.
El detective que seguía sentado intercambió otra mirada con su compañero; los dos recogieron sus blocs de notas y salieron de la habitación. La puerta se cerró, se hizo el silencio y Shiloh y yo nos observamos sin hablar, separados por un par de metros. Estaba delgado, sin afeitar, y se parecía mucho al agente de Narcóticos que había conocido en el bar del aeropuerto años atrás. Durante un momento que se hizo larguísimo, no supe qué decirle. Él rompió el silencio:
– Lo siento -me dijo.
Y sólo entonces lo asumí realmente: allí estaba Shiloh, no había muerto, volvía a tenerlo ante mí. Corrí a la cama, lo abracé, hundí el rostro entre su cuello y su hombro, y me eché a llorar.
Shiloh me estrechó entre sus brazos con tal fuerza que en circunstancias normales me habría hecho daño.
– Lo siento, nena, lo siento -repitió una y otra vez. Me revolvió el pelo, me susurró palabras cariñosas y tranquilizadoras, y me abrazó como si él fuera el fuerte y yo la débil.
Shiloh permaneció dos días en el hospital mientras evaluaban la gravedad de la herida de la cabeza y decidían que no precisaba seguir recibiendo atención médica. A continuación, lo devolvieron a Minnesota y lo encerraron en la cárcel del condado de Faribault.
Aunque nadie pudo confirmar dónde se hallaba la noche de la muerte de Shorty, el relato de Shiloh y las pruebas tangibles que lo acompañaban -sus heridas- eran demostración suficiente para descartar la posibilidad de que hubiera regresado a Blue Earth a matar a Shorty. En cambio, la denuncia por hurto de vehículo se presentaría.
En la audiencia previa, la abogada pidió que se fijara una fianza, con el argumento de que era su primer delito y de que se trataba de un agente de la ley con una reputación profesional excelente. El juez, sin embargo, señaló que Shiloh ya no era miembro de los Cuerpos de Seguridad, que era altamente improbable que volviese a trabajar en ellos, y que ya se había demostrado capaz de evadirse a la acción de la justicia incluso en difíciles circunstancias. Se denegó la libertad bajo fianza.
Ya no podía hacer nada más en Faribault. Volví a las Ciudades Gemelas para no volverme loca, pero pronto descubrí que un cambio de localidad no era ningún antídoto para la agitación nerviosa que se negaba a calmarse con el ejercicio o a distraerse con la televisión. El mismo día de mi regreso, llamé a Naomi y le dejé un mensaje en el que explicaba que Shiloh había aparecido con vida y en un estado de salud aceptable. Después escribí una nota corta a Sinclair y la eché al correo.
Naomi llamó la tarde siguiente para conocer más detalles e intenté explicarle lo de mi marido y sus andanzas. No fue una conversación corta y, tras la ventana, el cielo perdió su luz y adquirió un color cada vez más oscuro. Cuando colgué, me senté en el sofá y pensé en el futuro sin llegar a ninguna conclusión; no tuve ánimos para encender las lámparas e, igual que fuera, se hizo el crepúsculo en el salón. Empezaba otra noche de soledad.
Diez minutos después, estaba en casa de Genevieve. Quería ver si se sentía a gusto, de nuevo en Saint Paul. Y lo más importante: deseaba saber cuándo estaría preparada para volver al trabajo. En cuanto a mí, estaba impaciente por retomar las distracciones del trabajo. Pero cuando llegué a su casa, no fue Genevieve quien me abrió la puerta.
– Vincent -dije.
– Sarah -respondió el ex marido de Genevieve. Bajo sus gruesos párpados, la mirada de Vincent imponía; noté que me penetraba hasta la médula.
Genevieve apareció en el quicio iluminado de la puerta. Volví a fijarme en cuánto le había crecido el pelo, que antes llevaba tan corto; lo suficiente para que se le meciera un poco cuando movía la cabeza y brillara bajo la luz. En su oreja derecha se veía un pequeño pendiente que despedía sutiles reflejos plateados.
– Entra, Sarah -me invitó-. Prepararé café.
– Estupendo.
La noche era fría, pero aún no había nevado. Unas ráfagas de viento gélido levantaban las pocas hojas caídas que quedaban por las aceras y las calles.
– Descansa y siéntate un rato con nosotras, Vincent -sugirió Genevieve.
– No, gracias, estoy bien. Voy a seguir con lo mío.
Pasé al interior con ellos y Vincent se encaminó a la escalera. Ya en la cocina, le pregunté a Genevieve qué hacía allí.
– Está despejando la habitación de Kamareia -me informó.
La respuesta no me aclaró nada, pero presentí que sólo era un prólogo y esperé a que llegara el resto.
Genevieve sacó un paquete de café molido de la puerta del frigorífico y puso unas cucharadas en el filtro.
– En realidad, estamos recogiendo toda la casa. Acabo de presentar mi dimisión definitiva.
– ¿Eso has hecho? -dije en un tono más agudo del habitual.
– Cuando Vincent regrese a París, me mudaré con él.
Con un tímido encogimiento de hombros, vertió el agua en la cafetera.
– Estás de broma.
– No. -Se volvió para mirarme a los ojos.
– ¿Por qué?
Genevieve movió la cabeza.
– No puedo seguir viviendo aquí -declaró-. Ni en esta casa, ni en Saint Paul. Puedo aprender a vivir sin Kamareia, pero aquí me resultará imposible.
Mi única compañera en el trabajo de detective. Compañera durante dos años y amiga durante muchos más. Tantas mañanas frías fantaseando con largarnos a algún paraíso lejano, como San Francisco o Nueva Orleans. Ahora, Genevieve iba a hacerlo realidad. Iba a marcharse más lejos de lo que habíamos llegado a imaginar. Para siempre. Sin mí.
«No puedes marcharte», pensé, como una cría.
– ¿Quieres una copa de esto? Vincent los ha traído del vuelo.
Levantó un botellín de Bailey's; en el estante había otro idéntico, junto a una botellita de ginebra del mismo tamaño.
La primera vez que había estado en casa de Genevieve fue una tarde de invierno, después del trabajo, y ella había hecho exactamente lo mismo: preparar un café. En aquella ocasión había dicho: «Ya que no estás de servicio, ¿quieres que te prepare un especial?», y había echado en los cafés sendos chorritos de un caro licor de chocolate blanco. Recordé cuánto había apreciado su generosidad, lo desarmante que había sido estar en casa de alguien que tenía una cocina grande y un mueble bar en lugar de un apartamento diminuto y una cerveza en el frigorífico.
Dudaba de que Gen supiera cuánto había significado para mí, incluso entonces.
– Esto de Vincent… -dije-, ¿no va demasiado deprisa?
– Deprisa… y con mucho retraso. Si nunca me he vuelto a casar, ni siquiera a salir con otro hombre, ha sido por una buena razón. -Se la notaba feliz, una estocada fatal para nuestra relación. Bajó dos gruesas jarras de cristal de la alacena y vertió el café. Añadió el contenido del primer botellín a una de ellas y me la acercó-. Vincent tenía unos asuntos en Chicago y pasó por aquí cuando los terminó, y los dos nos dimos cuenta de que… ya sabes.