Sólo se habían encontrado cuando ella había llegado a Minnesota. Sinclair por su parte no había mencionado peleas o discusiones, pero afirmaba que no habían vuelto a ponerse en contacto desde que ella se había marchado.
Mike, sin apellido, en el bar del aeropuerto, hacía cinco años, recién salido de «un asunto muy breve, muy equivocado».
No se me había ocurrido establecer la relación hasta que, sin proponérmelo, me había venido a la cabeza en el vuelo de regreso a casa. Sinclair se había referido a que había visto por última vez a su hermano en Minnesota, en invierno, por la época en que un accidente de tráfico había costado la vida a los tres alumnos de Carleton. No habría podido situar este suceso de no ser porque me contaba entre los agentes de patrulla que acudieron al lugar del accidente, una carretera secundaria en las afueras de Minneapolis, cubierta de hielo a finales de enero. Aquello había tenido lugar pocos días antes de que recibiera la noticia de la muerte de mi padre; pocos días antes de mi apresurado viaje al oeste, al término del cual había conocido a Shiloh, volcado en la bebida para olvidar un enredo sexual sobre el cual no había querido entrar en detalles, ni yo había querido preguntarle. Durante los meses y años que siguieron, nunca se me ocurrió hacerlo.
No me extrañaba que hubiera sabido ocultarme su intención de ir a Blue Earth. Shiloh había aprendido hacía tiempo a mantener en secreto sus planes y sus sentimientos.
Sinclair y él, estaba claro, habían intentado olvidar con todas sus fuerzas. Habían pasado toda su vida adulta evitándose; era el suyo un desapego que había terminado por abarcar a toda su familia. Shiloh incluso había dejado de lado a Naomi cuando ésta, con inocente interés, cruzó una línea invisible y fundamental al sugerir que volviera a casa.
No podía regresar, por la misma razón por la que no había sido capaz de presentarse al funeral de su padre: no soportaba la idea de mirar a sus hermanos mayores a los ojos y preguntarse qué sabían, sin estar nunca seguro de si no les habían dicho nada o de si fingían ignorancia porque la verdad era demasiado terrible de aceptar.
No debería haberse preocupado tanto. Sus hermanos y hermanas vivían en una bruma de autoengaño. Naomi ni se preguntó a qué se había debido el desastre de Nochebuena. Bill había tenido en las manos todas las piezas del misterio pero no las había encajado. «Allí estaba Mike y, de repente, ya no estaba», había dicho. «Mi padre decía que Dios era capaz de perdonarlo todo, pero sólo si uno se lo pedía.» Bill nunca había considerado la perspectiva de que Mike y Sara eran culpables de pecados humanos algo más que veniales. Nunca se permitió preguntarse cómo era posible que un único episodio de experimentación juvenil con drogas hubiese echado a perder permanentemente la relación de Mike con toda la familia.
Me pregunté cuánto habría afectado al padre de Shiloh, un buen hombre según todos, el hecho de mentir a sus hijos respecto a lo que Mike y Sara habían hecho aquella Nochebuena, tantos años atrás.
También yo habría pasado por alto todos los indicios -tenía más razones que ellos, incluso, para negarme a verlos- de no ser por la nota de Sinclair. «Me alegro mucho por Sarah y por ti. Por favor, sé feliz.» Breve como un haiku; una bienvenida y, al mismo tiempo, un adiós; cada palabra, sopesada con la ternura agridulce de una amante y con suave pesadumbre. Nada que ver con lo que habría escrito una hermana.
Llevaba la nota conmigo y se la entregué en silencio.
Shiloh la estudió más tiempo del que parecía merecer el lacónico texto. Finalmente, cuando habló, lo hizo en voz tan baja que resultaba casi inaudible.
– Dios sabe que he intentado encontrarle sentido, pero no lo he conseguido. A veces, te funciona mal la cabeza. -Pero no se llevó los dedos a la sien, indicando la mente, sino que se dio unos golpecitos en el pecho, señalando el corazón-. Cuando ella llegó a casa, yo tenía quince años. Era una desconocida, pero nos entendimos bien. Podía hablar con ella. No era sólo que conociera el lenguaje de signos; podía explicarle mis cosas. -Shiloh no me miraba; mantenía la vista fija en el suelo-. Intimamos demasiado, muy pronto. Una noche, estábamos en el tejado durante la lluvia de estrellas fugaces de las Leónidas. Le pregunté si podía cogerla de la mano y ella accedió. No nos dimos cuenta de que estábamos abriendo una puerta qué nunca más podríamos volver a cerrar.
Calló. No era el final de la historia, pero había contado lo fundamental.
Evoqué su imagen, la hermana de Shiloh, tal vez la mujer más guapa que había conocido. No conseguía odiarla. Poseía la misma luz interior que me había atraído de Shiloh desde el primer instante. Shiloh tenía razón. Los dos estaban hechos de la misma pasta.
¿Qué era lo que le dije a Sinclair? «Me asustaba el hecho de que había una parte de él que nunca tendría.» Me refería a los primeros tiempos de nuestra relación, pero nunca había dejado de ser cierto. Y yo había acertado al temerlo.
– No lo entendí nunca, en todo este tiempo… -musité-. Nunca habría podido estar a la altura.
– No es verdad -replicó Shiloh con vehemencia.
De pronto, la habitación se hizo demasiado pequeña.
– Lo siento -dije, y me puse en pie-. No debería haber venido.
Pero Shiloh siempre había sido tan rápido como yo, y ya estaba de pie también, sujetándome con fuerza por los brazos, casi a la altura de los hombros.
– ¡No, Sarah, espera!
– ¡Eh, eh, ya basta! ¡Quítale las manos de encima!
Dos guardias lo obligaron a apartarse de mí.
– ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó uno de ellos. Observé que Shiloh se había levantado tan deprisa que había volcado la silla al hacerlo. Debió de resultar una imagen alarmante.
– Sí, estoy bien -respondí.
– Se acabó por hoy, muchacho -dijo el otro guardia, al tiempo que conducía a Shiloh hasta la puerta de la sala de visitas. Cuando llegó ante ella, se volvió y me miró otra vez; después, se lo llevaron.
Acababa de cruzar de nuevo la frontera del estado de Minnesota cuando sonó el teléfono móvil. Sin apartar la vista de la carretera, lo cogí con la mano libre sin pensar en las veces que había aleccionado a los conductores para que se detuvieran en el arcén antes de responder a las llamadas.
– ¿Pribek? -Era una voz afable, conocida-. Soy Chris Kilander. Quería hablar contigo. ¿Dónde estás?
– Fuera de la ciudad. A unas…, unos veinte minutos. Pero hoy no pensaba pasar por ahí -añadí. Ya era media tarde y el sol ya se había puesto.
– Está bien -dijo Kilander-. En realidad, quería verte fuera. ¿Te parece en la fuente, dentro de media hora? -Se refería a la plaza que había delante del Centro Gubernamental-. No será mucho rato.
Aparqué en zona azul, cerca del Ayuntamiento, y enfilé hacia el edificio de los juzgados. La mayoría de los viandantes venía en sentido contrario y al otro lado de la calle, junto al bordillo de la plaza, había colas de gente que, con guantes y abrigados con bufandas, esperaba los autobuses urbanos. En la hora punta de la salida del trabajo, las colas se hacían sorprendentemente largas, como las que se forman ante las taquillas para los conciertos.
Kilander esperaba junto a la fuente, sin moverse del sitio. Llevaba un abrigo largo, oscuro, que le daba todo el aire de abogado. Crucé por mitad de la calle en un resquicio entre el tráfico y llegué a su lado.
– ¿Cómo estás, Sarah? -preguntó.
– Bien.
– Me alegro. ¿De dónde vuelves?
– De Wisconsin.
– ¿De la prisión?
Asentí.
Kilander no preguntó por Shiloh. Tomó asiento en el borde de la fuente y me señaló el espacio que tenía al lado. La superficie oscura, jaspeada, no sólo estaba libre de nieve sino que parecía seca. Acepté su invitación y esperé a que hablara.
Kilander paseó la mirada por la multitud de oficinistas que aguardaban en la parada antes de volverla hacia mí.