– Nadie del departamento te ha sugerido que no deberías volver al trabajo, ¿verdad?
– No -respondí.
Él asintió, pensativo, en uno de los gestos reflexivos que empleaba en los tribunales.
– La confesión de Shiloh de ese intento de asesinato ha despertado mucho interés en cómo murió Royce Stewart.
– ¿De veras? ¿Y cómo murió? -dije, intentando sondear qué intención se escondía en sus palabras.
– Lo están determinando todavía -me explicó-. Los investigadores de incendios inspeccionaron ese cuchitril en el que vivía. Dicen que el fuego no parece deberse a causas naturales.
– ¿Ah, no?
– Y al parecer había un montón de huellas de neumáticos allí, alrededor de la casa principal y del anexo; sobre todo, si se tiene en cuenta que los propietarios no estaban y que Shorty nunca sacaba su coche. Ahora están estudiando detenidamente esas huellas.
Las de mi coche. Y el de Genevieve.
Genevieve se marchaba a París al cabo de dos días. No perdía el tiempo en poner distancia, y yo me alegraba de que así fuera.
– Y los amigos de Stewart afirman que la noche en que murió, una mujer policía estuvo hablando con él en el bar de Blue Earth. Una mujer policía muy alta que llevaba una camiseta de Búsqueda y Rescate de Kalispell. No encaja con la descripción de ninguna agente de esa jurisdicción.
No me había ocupado de cubrir mi rastro convenientemente, y tampoco Genevieve. Si hubiéramos sabido que íbamos a matar a Royce Stewart, habríamos sido más cautelosas, pero no habíamos acudido a Blue Earth con la intención de acabar con la vida de nadie. No éramos asesinas. La muerte de Royce Stewart no había sido planeada; casi podría considerarse un accidente. Tenía que pensarlo así, pues no soportaba la idea de pensar en mi colega como en una asesina.
Y me di cuenta de que el resto del mundo tampoco la vería como tal. Los indicios no apuntaban a Genevieve como autora de la muerte de Shorty. A ella no la había visto nadie en Blue Earth. A mí, sí.
Además, Genevieve era una veterana muy bien considerada, que había adelantado el retiro y se había marchado aun país al que sería necesario solicitar la extradición, lo que requeriría un montón de papeleo, de negociaciones y de colaboración internacional.
Nada de ello debería haber importado, pero no se me escapaba que contaría. Yo, en cambio, no era tan conocida como Genevieve. Aunque no tenía enemigos en el departamento, que yo supiera, la mayoría de mis amigos eran patrulleros y detectives de calle. Para los que ocupaban puestos superiores, los juristas administrativos, sólo era un nombre, una joven detective contaminada por el matrimonio con un hombre que había resultado ser un policía malo.
Y yo no estaría en París. Seguiría en Minneapolis, no sólo al alcance del sistema, sino en su mismo corazón, trabajando directamente ante la mirada vigilante y suspicaz de mis superiores, mientras la investigación avanzaba.
– Ya veo -dije con calma.
Kilander me puso la mano en el hombro, suavemente. No me resistí. Hasta entonces, Kilander me había parecido un agradable donjuán, con el que podía entenderme manteniendo las distancias, pero en quien no podía confiar. Me sorprendí al darme cuenta de que en ese momento lo consideraba un amigo.
– ¿Has oído alguna vez el dicho «los molinos de los dioses muelen muy despacio, pero dan una harina finísima»? -me preguntó.
– Sí -contesté. No lo conocía, pero entendí la insinuación.
Se puso en pie y seguí su ejemplo. Estábamos tan cerca el uno del otro que fui plenamente consciente de cada uno de los quince centímetros que me sacaba. Puso de nuevo la mano en mi hombro y, con la otra, me tomó del mentón, me levantó la cara hacia él y depositó un suave beso en mis labios. Un tramo de farolas de la calle parpadeó como un centelleo en la periferia de mi campo de visión.
Kilander me soltó y retrocedió un paso.
– Los molinos de los dioses están en marcha, Sarah -dijo. En sus palabras no había ironía, como no había habido nada sexual en el beso.
Un par de autobuses habían llegado a la parada y habían absorbido a la gente que esperaba, con lo que había desaparecido la multitud, aunque todavía había gente en la plaza, siluetas fantasmales que iban y venían en la creciente penumbra. Sin moverme, seguí con la mirada a Kilander mientras regresaba al Centro Gubernamental. El faldón de la chaqueta voló un instante bajo el impulso de una ráfaga de viento que agitó también los chorros de la fuente. No miró atrás y yo lo contemplé hasta que lo vi desaparecer en el vestíbulo iluminado del edificio del Centro Gubernamental del condado de Hennepin, la torre de luz y orden donde trabajaba.
Agradecimientos
Éste libro no es más que ficción y, como tal, me he tomado una serie de licencias narrativas. Aunque algunas agencias y departamentos reales aparecen en la novela, nada de lo que escribo pretende representarlos o retratarlos en manera alguna.
Una vez dicho esto, hay varias personas que me ayudaron a entender el mundo en el que se mueve Sarah Pribek y se merecen que los mencione. En particular, me gustaría agradecérselo a un agente de la Policía Metropolitana de Las Vegas y a los abogados Beth Compton y David Lillehaug de Minnesota. Todos los errores cometidos o las licencias que me haya tomado son cosa mía, no suya. También me fue de gran ayuda la reportera Carol Roberts de The Tribune en San Luis Obispo (Carol, cuando te retires, ¿me darás tu Rodolex?).
También me gustaría dar las gracias a una serie de personas que me ha apoyado extraordinariamente en el mundo editoriaclass="underline" Barney y compañía de The Karpfinger Agency, y a Jackie y Nita de Bantam.
Por último, me gustaría agradecerle a mi padre que dejara miles de novelas de misterio por toda la casa (afortunadamente, no todas de una vez) mientras yo me hacía mayor; a mi hermana, cuya opinión siempre escucho en cuestiones de personajes y trama; y a una maestra que me enseñó a mí y a otros muchos niños a leer. Gracias, Bethie.
Jodi Compton