– No, no lo hice.
Las declaraciones ante la muerte son extremadamente delicadas. Se parte de la base de que alguien que sabe que va a morir no tiene ningún motivo para mentir. Por esta razón, el principal objetivo del tribunal suele centrarse en dirimir si la persona que se está muriendo tenía conciencia de que, en efecto, se estaba muriendo.
En las actas, Kowalski dejó claro ante el juez que Kamareia nunca me había visto como una investigadora criminal, de ahí su insistencia en llamarme «señorita Pribeck» durante toda la audiencia. Y lo más importante: Kowalski estableció que yo empujé a Kamareia a creer que sus lesiones no la conducirían a la muerte.
Kilander me había hablado alguna vez de estas declaraciones ante la muerte, mucho antes del caso de Kamareia. No era que yo no hubiera oído hablar nunca de los aspectos legales de las acusaciones en trance de muerte; simplemente, no me cruzaron por la mente, ni siquiera de manera remota, aquel día en que vi morir a Kam.
Jackie Kowalski estaba en lo cierto en un aspecto: yo la había acompañado en la ambulancia en calidad de amiga. Intenté ser una buena amiga para Kamareia, hacer lo que su madre hubiera hecho: aliviarla y tranquilizarla. Todo ello comprometió la acusación de Kamareia y puso en duda un caso que, por lo demás, ya era bastante inconsistente.
Respecto a la violación, no se habían hallado rastros de semen, cosa más habitual de lo que cree la gente. Quizá Shorty había usado un condón, o no había eyaculado. Para mí eso no era más que un punto simplemente académico. Consideré la muerte de Kamareia como un crimen del odio en el sentido más llano de la expresión, es decir, un crimen que era consecuencia de este sentimiento. Según mi opinión, Stewart había violado a Kamareia porque era ésa una de las tantas maneras de hacerle daño.
Por otra parte, tampoco se pudo recuperar ADN. Otra clase de pruebas, como las de pelos o fibras, eran discutibles, ya que Stewart había estado trabajando en el lugar durante dos semanas. Tampoco se halló nada en las uñas de Kamareia. Estaba claro que había sido sorprendida y atacada tan violentamente que no pudo oponer resistencia.
El núcleo del caso era la declaración de Kamareia, una declaración en trance de muerte. Cuando el juez recusó esta prueba, el resto se vino abajo como un castillo de naipes. El juez no encontró motivos para seguir adelante con el juicio, de modo que lo peor que le pasó a Royce Stewart fue que le retiraron su permiso de conducir debido a un accidente en nada relacionado con el caso.
– ¿Sarah?
Las puertas de la sala de audiencias se habían abierto silenciosamente.
– ¿Estás lista? -me preguntó Jane O'Malley.
– Sí -dije.
Capítulo 3
Aunque O'Malley me había dicho que ese día las declaraciones de testimonios se sucedían con más rapidez de la esperada, me tomé mi tiempo para reconstruir mi parte en la historia. Cuando volví a comisaría, ya eran más de las cinco. Vang estaba todavía detrás de su escritorio, al teléfono, para variar. Debía de estar esperando la comunicación, porque se limitó a apartar un poco el auricular y anunciarme que mi marido había pasado a buscarme.
– ¿Shiloh ha estado aquí? -repetí con estupor-. ¿Vino para…?
Pero Vang había vuelto a concentrarse en su llamada.
– Hola, comandante Erickson, le llamaba…
Prescindí de él. No cabía duda de que Shiloh se había acercado a la oficina y se había ido al no encontrarme y, aunque mi jornada de trabajo ya tocaba a su fin y pronto estaría de regreso en casa, lamenté que no nos hubiéramos encontrado. Hasta hacía dos semanas, Shiloh era detective del Departamento de Policía de Minneapolis. A pesar de que no había motivos para que trabajásemos juntos, muy a menudo nuestras tareas se solapaban. Ya no volverían los encuentros casuales con él en el centro de la ciudad, cosa que ya echaba de menos.
También tendría que acostumbrarme a otra circunstancia: Shiloh se iba la semana siguiente a Quantico para un entrenamiento con el FBI. Estaría fuera cuatro semanas.
Eché un último vistazo al contestador. No tenía mensajes, de modo que puse el teléfono en la modalidad del buzón de voz y cogí mi bolso. Me despedí de Vang con un leve ademán de la mano y él me respondió con una inclinación de cabeza.
Mi Nova de 1970 era el primer coche que había comprado en mi vida. Muchos de los compañeros de trabajo pusieron mala cara cuando lo vieron; supongo que se imaginaron el trabajo de restauración al que ellos lo hubieran sometido en caso de ser los propietarios. Su color gris revólver se había ido apagando debido a la falta de un verdadero aficionado que se ocupara de él; el salpicadero tenía algunas grietas. No obstante, era razonablemente seguro y yo sentía por él un apego casi perverso… Cada invierno imaginaba que lo iba a cambiar por algo más seguro para el hielo y la nieve, motivo por el que muchos de los oficiales de mi Departamento habían escogido sus cuatro por cuatro. Pero volvíamos a estar en otoño, más precisamente en el mes de octubre, y aún no me había planteado siquiera poner un anuncio.
No fui directamente a casa. El indicador de gasolina estaba casi en reserva, de modo que enfilé hacia la gasolinera más próxima, con la intención de ir acto seguido a un zapatero para dejar mis botas. Realmente necesitaban una asistencia profesional, si querían sobrevivir a otra zambullida imprevista en el Mississippi. Todos estos trajines me ocuparon más de media hora. Después alcancé la calle tranquila en la zona noreste de Minneapolis donde Shiloh y yo vivíamos.
El Nordeste, como a veces lo llamaban los de por aquí, estaba considerada como la parte de la ciudad con más reminiscencias europeas, aunque con el tiempo se había ido integrando. Cruzado por la vía del tren, era un sitio ocupado por viejos edificios de obra vista, con porches más propios de locales comerciales, y bares con anuncios de comida rápida y cupones de lotería. A mí me gustó desde que lo vi. Me gustaba la vieja casa de Shiloh, con el temblor que producían los trenes al pasar por detrás del pequeño patio trasero y esa calidad de ensueño y algo submarina que reinaba en verano cuando los rayos del sol se filtraban por entre el ramaje de los olmos. Claro que también sabía que en ese vecindario Shiloh se había visto obligado a extraer un cuchillo del cuerpo de un niño de once años y que, en ocasión del último Halloween, habían hecho pintadas contra la policía con tiza roja en la entrada de casa. Todo un barrio, desde luego.
La vieja señora Muzio, la vecina de al lado, se disponía a sacar de paseo a Snoopy, un perro mezcla de pastor alemán. Estuve a punto de saludarla con un ademán, pero luego recordé que para llamar de verdad su atención era necesario plantarse frente a ella. Así pues, opté por conducir lentamente hasta llegar a casa. El viejo Pontiac Catalina de Shiloh no estaba allí, de modo que aparqué en su plaza.
Posiblemente se había ido de compras con el coche. Tal como ocurría con el Nova en mi caso, el suyo también era el primer coche que había tenido y nunca lo había cambiado por otro, creo que más por pereza que por sentimentalismo. Era un modelo de 1968 y sufría los problemas habituales de un coche viejo; en los últimos tiempos le fallaba el distribuidor. De vez en cuando, Shiloh comentaba la posibilidad de venderlo y comprar algo mejor, pero hasta el momento no lo había hecho.
Entré en casa por la parte de atrás. La puerta que llamábamos «de la cocina» no daba a esta pieza, sino a un cuartucho con el suelo de linóleo sucio, donde teníamos la lavadora y la secadora, a la derecha de la puerta. Vacié la bolsa de plástico sobre la secadora, y decidí poner a lavar mis ropas sin perder ni un momento. Los coloqué en el tambor de la la-vadora y estaba a punto de introducir media medida de detergente cuando sentí que alguien me observaba. Había una persona recostada en la pared opuesta.
Sobresaltada, di un respingo. Mi revólver estaba en el mismo costado que la mano con que sostenía el vaso del detergente. De modo que decidí dar media vuelta sin más para descubrir quién era. Entonces comprendí quién era y me volví para mirar a Shiloh directamente.