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La carrera de Shiloh era lenta, mientras Genevieve y yo aclarábamos los casos a una velocidad destacable. «Sólo es cuestión de suerte -le decía entonces a Shiloh-. Ya cambiará.»Y ocurrió. Por ejemplo, capturó a Annelise Eliot, asesina fugitiva desde hacía más de una década, y uno de los agentes del FBI sugirió que se presentara para el Bureau.

Nuestra propia relación había tomado un curso sinuoso hacia el matrimonio desde hacía por lo menos cinco años. Sin duda, no éramos la pareja ideal, como Genevieve había puntualizado, de manera que nuestra relación había pasado por una crisis, nos habíamos reconciliado y por último nos fuimos a vivir juntos antes de casarnos hacía poco. Por encima de todo había algo inevitable que me llevaba siempre hacia Shiloh. Me costó mucho tiempo explicárselo a Genevieve, quien entendía mi relación con él mejor que nadie.

Ella sabía desde el principio que salíamos juntos, porque yo misma se lo conté sin querer, en un lapsus.

Cuando yo trabajaba todavía en la patrulla, Genevieve siempre estaba alerta para ayudarme en mi carrera. Una tarde, estando yo de visita en su casa de Saint Paul, me hablaba de cierta oportunidad que se presentaba.

– El jefe de la Brigada de Narcóticos tiene muy buen concepto de ti -me había dicho.

Era una mujer menuda, con un delantal que cubría parcialmente el viejo pulóver y los téjanos que se había puesto para cocinar. A pesar de que estaba triturando tomates y olivas para la pasta, no escatimaba oportunidad de mirar hacia donde yo estaba sentada con sus ojos color avellana llenos de ideas y especulaciones. Sabía establecer contacto con la mirada; para ella, una conversación sin miradas era como conducir sin luces.

– ¿Has pensado alguna vez en esa clase de trabajo? -me preguntó-. Radich ha reclutado a dos veteranos, Nelson y Shiloh, que posiblemente querrán ser transferidos algún día.

– Shiloh no me ha dicho nada de eso -comenté en tono despreocupado, pero en mi interior exclamé al momento: «¡Mierda, ya lo has soltado!»-¿Por qué habría de habértelo mencionado? -inquirió. Yo había tenido una tarea conjunta con los de Narcóticos, pero había sido mucho tiempo atrás, y Genevieve lo sabía.

Entonces ató cabos.

– ¡Oh, por dios, tienes que estar de broma!

– En el trabajo preferimos ser discretos -le respondí en pocas palabras, incómoda por mi desliz.

– Seguro que estamos hablando del mismo hombre, ¿verdad? -me provocó-. ¿Un metro noventa, cabellos castaños rojizos, poco hablador y que aprovecha los partidos de baloncesto para tocarte el culo?

– Eso es falso -dije.

– No lo es, Sarah. Debes admitir que no le marcas bien.

– No, no me refería a la cancha, sino a eso de que no habla. A mí sí que me habla.

Sus ojos de avellana se abrieron como platos mientras un tomate a medio cocer se deslizaba lánguido, sin darse cuenta, por la espátula que ella sostenía. Me creyó.

– Soy una estúpida -afirmó-. En un año entero jamás se me había ocurrido que tú y él podíais relacionaros. Parecéis demasiado diferentes. Bueno, al menos en apariencia. Supongo que no conozco demasiado bien a Shiloh. -Permaneció un momento pensando-. ¿Me puedes decir cómo es realmente?

Mi primer impulso fue hablar en broma y preguntarle si se refería a la cama. Sin embargo, no fui capaz.

– Shiloh es un río profundo -dije, sin pensarlo.

Creo que mi resumen no fue del todo adecuado. Pero lo que no podía explicarle a Genevieve era que no era que yo necesitara y deseara a Shiloh a pesar de ser tan diferente de mí, sino precisamente por eso. Shiloh no era el tipo de hombre con el que solía sentirme a gusto.

Él no necesitaba estar constantemente cogiéndome de la mano o toqueteándome sin cesar cuando estábamos juntos.

Tampoco necesitaba que yo compartiera con él sus intereses, o que me gustaran las mismas cosas que a él. Desde el principio, tuve que esforzarme para seguir el ritmo de lo que él sabía y pensaba.

Si lo hubiera encontrado un año antes, todo eso quizás hubiera bastado para espantarme. Pero en ese momento vi en él la posibilidad de una afinidad basada en algo más profundo que los intereses comunes, algo que transformara todos los viejos criterios en irrelevantes, en trillados casi. Había en él profundidades que me enervaban y me excitaban; me hacía sentir como alguien que creció en una pradera y de pronto descubre el océano. Antes de conocerlo, el tipo de hombre con el que acostumbraba a salir era un muchacho con el pelo cortado a la última moda y dueño de un cuatro por cuatro. Ahora esa clase de persona me parecía superficial y muy poco atractiva.

Shiloh apartó mi brazo. Se dirigió al cajón de la cómoda y extrajo un par de tijeras de uñas.

– ¿Vas a cortarte las uñas? También ibas a cortarte el pelo hoy, ¿lo recuerdas? -dije en tono de ligero reproche. Él sabía que yo echaba de menos los largos cabellos que llevaba cuando lo conocí. Cuando decidió cortárselos, el sol ya no se reflejaba en su luminosa cabellera castaña.

– No -dijo, sin hacer caso de mi educada reconvención-, te las voy a cortar a ti.

Diciendo esto, se sentó en el borde de la cama y me cogió una mano.

– Pero ¿qué te ha dado? -dije retirándola.

– Llevo las marcas de tus arañazos. Ignoro si en Quantico las duchas son colectivas, pero no quiero que nadie vea señales rojizas en mi espalda -explicó, solicitando con un gesto que yo extendiera la mano.

– Mis uñas no están largas -protesté.

– No, pero sí raídas porque te las muerdes.

– Ya no -mentí. Cuando sentí el filo de las tijeras apoyándose en la primera uña, me tembló el dedo.

– ¿Confías en mí? -me preguntó mirándome a los ojos.

– Sí -le dije, esta vez sin mentir.

Sentí un chasquido metálico proveniente de mi índice y a continuación Shiloh pasó a la uña siguiente. Una sensación ambigua me recorrió el cuerpo, una especie de memoria física, y cerré los ojos para aislarla. Sí, en las manos de Shiloh volvían las de mi madre, la única persona que me había cortado las uñas cuando era pequeña, incluso cuando su cáncer de ovarios empezó a extenderse por su cuerpo como una nube de hollín en una mina.

Shiloh barrió los recortes de las uñas, que habían caído al suelo desde la manta india que cubría nuestra cara. Volví a abrir los ojos.

– Listo -me dijo en tono cariñoso.

– Gracias, lo necesitaba -le contesté al tiempo que me levantaba, dispuesta a vestirme-. Deberíamos ir pensando en la cena -comenté mientras me ponía la camiseta.

Shiloh se volvió hasta quedar de lado en la cama, contemplándome mientras yo me vestía.

– Sería mejor que no tuvieras mucha hambre -dijo-. No quisiera alarmarte, pero la última vez que miré en los estantes de la cocina los encontré bastante despoblados.

– ¿Nada de nada? Uf, qué horror -me quejé.

Me dirigí a la cocina. Por la ventana vi que anochecía. Cuando apareció Shiloh, me encontró agachada, hurgando en la nevera. Tenía razón: no había nada prometedor.

– Si quieres me paso por la tienda de Ibrahim -dije.

Llamábamos así a una gasolinera provista de un mini- mercado. A pesar de que en Minneapolis había muchas tiendas que abrían hasta tarde, e incluso por la noche, la tienda de Ibrahim nos parecía irresistiblemente apropiada cuando necesitábamos leche o café a horas intempestivas. Shiloh llegó a decir que lamentaba no haber celebrado tradicionalmente nuestra boda, sólo para que el convite hubiera estado a cargo de la tienda de Ibrahim.

– Quizá -dijo Shiloh, sin mostrar demasiado entusiasmo por la clase de comida que podíamos comprar entre los congelados del minimercado.