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Y como juez que acaba de dictar sentencia, volvióse y abandonó lenta y silenciosamente la estancia.

Capítulo III

Alrededor de las siete y cuarto sonó el timbre de la puerta.

Tressilian acudió a abrir. Cuando regresó a la cocina encontró a Horbury que estaba examinando la marca de algunas tazas de café.

—¿Quién es? —preguntó el enfermero.

—Míster Sugden, el inspector de policía... ¡Cuidado con lo que hace!

Horbury había dejado caer una de las tazas, que se partió en mil pedazos.

—Mire lo que ha hecho —se lamentó el mayordomo-. En once años que llevo fregándolas nunca se me había roto una. Y ahora viene usted metiendo las manos donde nadie le ha mandado, y vea lo que ha sucedido.

—Lo siento mucho, míster Tressilian —se excusó el otro con el rostro punteado de sudor-. No sé cómo ha ocurrido. ¿Dice que ha llegado el inspector de policía? —Sí, míster Sugden.

—¿Y qué... quería?

—Viene a recaudar fondos para el sostenimiento del Orfanato de Policía.

—¡Oh! —Horbury pareció verse libre de un gran peso-. ¿Y le han dado algo?

—He avisado a míster Lee y me ha dicho que lo hiciera subir, encargándome que antes llevara una botella de jerez viejo.

—En esta época del año todo el mundo pide. El viejo es generoso. No puede negársele esta cualidad, a pesar de sus otros defectos.

—Míster Lee ha sido siempre muy desprendido —declaró con gran dignidad el mayordomo.

Horbury asintió con un movimiento de cabeza.

—Eso es lo mejor de él. Bien, me marcho. —¿Al cine?

—Eso creo. Adiós, míster Tressilian.

El mayordomo dirigióse al comedor, y después de convencerse de que todo estaba en orden fue a golpear el batintín del vestíbulo.

Cuando se apagaba el último llamado Sugden descendió por la escalera. Era un hombre alto, fornido y de buen semblante. Vestía de azul y caminaba como hombre que está convencido de su propia importancia.

—Me parece que vamos a pasar bastante frío esta noche —comentó-. El tiempo se ha mostrado muy variable. Tressilian se mostró de acuerdo con las palabras del policía.

—La humedad afecta mucho a mi reuma.

Sugden declaró que el reuma era una dolencia muy molesta, y Tressilian le acompañó hasta la puerta principal.

Después de cerrar la puerta, el viejo criado regresó al vestíbulo. Saludó con una inclinación de cabeza a Lydia, que entraba en el salón. George descendía lentamente por la escalera.

Cuando Magdalene entró en el salón, donde estaban va reunidos todos los demás invitados, Tressilian entró solemnemente, anunciando:

—La cena está servida.

A su manera, Tressilian era un gran conocedor de los trajes femeninos. Mientras servía el vino no dejaba de observar y criticar los vestidos de las mujeres que se sentaban a la mesa.

La mujer de Alfred vestía un traje floreado de tafetán negro y blanco. Era muy llamativo, pero Lydia sabía llevarlo como muy pocas mujeres hubieran podido hacerlo. El traje de la esposa de George era un modelo, de eso el mayordomo estaba completamente seguro. Debía de haber costado mucho. Se preguntó cómo era posible que George Lee estuviera conforme en pagar un traje así. A George nunca le había gustado gastar. La esposa de David era una mujer simpática, pero no tenía la menor idea de cómo debe ir vestida una dama. El rojo es una mala elección. En Pilar, el sencillísimo traje resultaba encantador. Míster Lee ya cuidaría de que a la muchacha, por la cual parecía sentir una gran atracción, no le faltara nada. En todos los viejos hacía milagros una cara joven.

Tressilian observó que en el comedor reinaba un extraño silencio. En realidad no era silencio, pues el señorito Harry hablaba por veinte... No, no era Harry sino el caballero sudafricano. Los demás también hablaban, pero no de una manera segura. Había algo extraño en ellos.

Alfred por ejemplo, parecía abatido, como si hubiera sufrido una conmoción. Jugueteaba con la comida que tenía en el plato, sin probarla apenas. Lydia estaba preocupada por él. George seguía muy rojo, tragando la comida. Si no cuidaba su presión arterial tendría un disgusto. Su mujer no comía. Debía estar a dieta para conservar la línea. Pilar parecía disfrutar mucho con la comida, hablando y riendo con el caballero de África del Sur. A ninguno de los dos parecía preocuparles nada.

¿Y David? Tressilían sentíase preocupado por él. Era exactamente igual que su madre. Aparentaba muchísima menos edad de la que en realidad tenía. Estaba muy nervioso. ¡Ya había vertido el vino! En un momento, Tressilian secó con una servilleta el vino, sin que David, absorto, como inconsciente, pareciera darse cuenta de nada de lo ocurrido.

Cuando acabó la cena, las damas pasaron al salón, donde las cuatro permanecieron sentadas, al parecer muy molestas. No hablaban. Tressilian les sirvió el café.

Cuando regresó a la cocina, Tressilian sentía un extraño abatimiento. Toda aquella tensión y disgusto que dominaba a los invitados era impropia de la Nochebuena... No le agradaba.

Haciendo un esfuerzo regresó al salón para recoger las tazas vacías. La estancia se hallaba vacía. Sólo al fondo, de pie junto a una de las ventanas y con la mirada fija en la noche, se encontraba Lydia.

Regresó lentamente al vestíbulo, y en el momento en que se dirigía a la cocina llegó hasta sus oídos el ruido que hacían al caer numerosas piezas de porcelana, volcar de muebles y otra serie de golpes.

—¡Dios santo! —exclamó Tressilian-. ¿Qué estará haciendo el señor? ¿Qué ocurrirá allí?

Y de pronto, claro y potente, llegó un terrible alarido que se fue apagando poco a poco.

Tressilian quedó un momento paralizado; luego salió al vestíbulo y echó a correr escaleras arriba. Por el camino encontró a otros. El grito se había oído claramente en toda la casa.

Corrieron por el pasillo que conducía a la habitación de míster Lee. Míster Farr e Hilda se encontraban ya ante la puerta. La mujer de David trataba de abrirla.

—¡Está cerrada! —exclamó.

Harry Lee se abrió paso y, a su vez, probó de abrir.

—¡Papá! —gritó-. ¡Papá, abre!

Levantó una mano pidiendo silencio. Todos escucharon. No llegó ninguna respuesta.

Sonó el timbre de la puerta, pero nadie hizo caso.

—Tendremos que echar la puerta abajo —dijo Stephen Farr-. Es la única manera de poder entrar.

—Va a ser difícil —replicó Harry-. Estas puertas son muy fuertes. Vamos, Alfred.

Precipitáronse varias veces contra la puerta, y al fin tuvieron que ir a buscar un banco para utilizarlo como ariete. Por último, la puerta salió del marco.

Por un momento, todos permanecieron inmóviles, con la mirada fija en el interior del cuarto. El espectáculo que se ofreció a sus ojos nunca sería olvidado.

Era indudable que había habido una lucha feroz. Pesados muebles estaban caídos. Jarrones de porcelana estaban hechos añicos en el suelo. En medio de ellos, frente a la chimenea, estaba Simeon Lee, en medio de un enorme charco de sangre... A su alrededor la sangre lo salpicaba todo.

La voz de Lydia musitó, repitiendo una frase de Macbeth:

—¿Quién hubiera creído que el viejo tuviese tanta sangre dentro de él?

Capítulo IV

El inspector Sugden había llamado tres veces al timbre. Por fin, desesperado, golpeó furiosamente con el llamador.

Walter, el otro criado, acudió al fin a abrirle. Al ver al policía, un profundo alivio se reflejó en su rostro.

—Iba a llamar a la policía —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Sugden-. ¿Qué ocurre?

—Han matado a míster Lee, al viejo —murmuró con voz reprimida Walter.

El inspector le empujó a un lado y subió corriendo por la escalera. Llegó a la habitación de Simeon Lee sin que ninguno de los que allí estaban se diera cuenta de su presencia. En el momento en que entraba vio que Pilar recogía algo del suelo. David Lee se había cubierto los ojos con las manos. Los demás formaban un pequeño grupo. Alfred Lee era el que estaba más cerca del cadáver de su padre.