George Lee declaraba con voz engolada:
—Que nadie toque nada... recordadlo bien... Nada, hasta que llegue la policía. Eso es muy importante. —Ustedes perdonen —dijo Sugden, avanzando y echando a un lado a las señoras.
Alfred Lee le reconoció.
—¿Es usted, míster Sugden? —dijo-. Ha venido muy deprisa.
—Sí, míster Lee. —El inspector no perdió tiempo en explicaciones-. ¿Qué significa esto?
—Mi padre ha sido asesinado —explicó Alfred con voz quebrada.
Magdalene empezó a sollozar histéricamente. Con un autoritario ademán, Sugden ordenó:
—Hagan el favor de salir todos de aquí. Todos menos míster Alfred Lee y George Lee.
Los demás retrocedieron de mala gana hacia la puerta. El policía cerró el paso a Pilar.
—Usted perdone, señorita —dijo amablemente-. No debe tocarse nada de cuanto se encuentra en el lugar del crimen.
La joven le miró y Stephen Farr dijo impaciente: —Desde luego. La señorita ya lo ha comprendido. Siempre con la misma amabilidad, el inspector añadió:
—¿Recogió algo del suelo hace un momento?
Pilar le miró incrédulamente y al fin contestó:
—No, señor.
El policía seguía mostrándose amable.
—La vi recogerlo, señorita —explicó. —¡Oh!
—Tenga la bondad de entregármelo. En estos momentos lo tiene en la mano.
Poco a poco, Pilar abrió la mano. En la palma tenía una especie de vejiga de goma y un pequeño objeto de madera. El inspector Sugden los guardó en un sobre que se metió en un bolsillo.
Después de dar las gracias a Pilar, se volvió hacia el centro de la habitación. Stephen Farr reflejó en sus ojos un sorprendido respeto. Era como si reconociese haber subestimado la capacidad del alto y atractivo policía.
Luego salieron de la habitación. Detrás de ellos se oyó la voz del inspector que solicitaba:
—Y ahora tengan la bondad...
Capítulo V
—No hay como un buen fuego —declaró el coronel Johnson mientras añadía otro tronco y acercaba más un sillón a la chimenea-. Sírvase usted mismo —prosiguió, indicando una botella y un sifón.
El invitado rechazó cortésmente. También acercó con precaución su sillón al fuego, aunque en su opinión el asarse las suelas de los zapatos no reducía el frío de las heladas ráfagas que se arremolinaban a su espalda.
El coronel Johnson, jefe de policía de Middleshire, podía opinar que nada había mejor que un buen fuego de leña, pero en cambio, Hércules Poirot estaba convencido de que la calefacción central le daba ciento y raya.
—Desconcertante asunto el del caso Carwright —murmuró el dueño de la casa, sumido en lejanos recuerdos-. ¡Qué hombre más asombroso! ¡Y tan encantador! Nos tuvo engañados a todos.
El coronel movió la cabeza.
—Nunca más tendremos un caso como aquél —declaró-. Por fortuna, el envenenamiento por nicotina es raro.
—Hubo un tiempo en que usted consideraba que el envenenamiento era impropio de los criminales ingleses —declaró Poirot-. No era deportivo. Era cosa digna de extranjeros.
—Me cuesta trabajo creer que yo haya dicho semejante cosa. Se han dado muchos casos de envenenamiento por arsénico, muchos más de los que generalmente se sospecha.
—Es posible.
—Siempre es desagradable un caso de envenenamiento —declaró Johnson-. Los forenses van con mucha cautela antes de dictaminar si se trata verdaderamente de envenenamiento. Siempre es un caso difícil para presentarlo al jurado. Es preferible mil veces un crimen que no ofrezca duda alguna de que es un crimen.
Poirot sonrió.
—Usted prefiere el balazo, la garganta abierta de una cuchillada, el cráneo machacado de un martillazo, ¿no? —No diga usted que lo prefiero. El crimen no me gusta. ¡Ojalá nunca más se me ofrezca un caso de asesinato! De todas formas, por ahora no hay peligro de que su visita se vea turbada por ningún caso semejante. Poirot comentó modestamente:
—Mi fama...
—Estamos en Navidad —le interrumpió el coronel-. Paz y buena voluntad, etcétera, etcétera.
Hércules Poirot echóse hacia atrás, juntando las yemas de los dedos y observando atentamente a su anfitrión. —¿Cree usted que las Navidades son inapropiadas para el crimen? —inquirió.
—Eso he dicho. —¿Por qué?
—Pues por lo que antes le he dicho. Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Eso se dice mucho.
—Ustedes, los ingleses, son muy sentimentales —murmuró Poirot.
—¿Y qué, si lo somos? —preguntó el coronel-. ¿Hacemos daño a alguien por amar nuestras tradiciones?
—Ninguno. Al contrario, todo ello es muy encantador. Pero atengámonos por un momento a la realidad. Usted dice que las Navidades son la época apropiada para la alegría, la buena voluntad y la paz. Eso significa, a mi entender, mucha comida y bebida en abundancia, ¿no? Del mucho comer salen las indigestiones. Y de las indigestiones resultan los humores malos.
—Nadie comete un crimen por estar de mal humor.
—No estoy tan seguro, coronel. Sigamos estudiando el caso. El ambiente navideño es de buena voluntad, ¿no? Se olvidan viejos rencores, se reanudan las amistades, aunque sólo sea temporalmente.
Johnson asintió.
—Se entierra el hacha de guerra —dijo.
—Y las familias que durante todo el año han estado separadas se reúnen. Por lo tanto, mon ame, deberá usted reconocer que la tensión nerviosa de muchas de esas personas será muy elevada. La gente que no siente buena voluntad debe esforzarse en aparentar lo que no siente. En Navidad abunda mucho la hipocresía, hipocresía honorable, hipocresía utilizada pour le bon motif, c'est entendu, mas no por ello dejará de ser hipocresía.
—Yo no lo definiría así —murmuró, con acento de duda, el coronel.
—Desde luego, usted no lo definiría así. Soy yo quien lo define. Insisto en el hecho de que las Navidades cubren muchos malos humores, que debido a la tensión nerviosa se transforman en odios más fuertes. El resultado de pretender pasar por más amable, más comprensivo, más bueno de lo que se es, ha de ser el acrecentamiento de los odios, rencores y demás.
El coronel Johnson miró, vacilante, a su amigo. —Nunca sé si habla usted en serio o en broma —gruñó. Poirot sonrió.
—No hablo en serio; pero de todas formas, sí es verdad que las condiciones artificiales provocan una reacción natural.
El criado del coronel entró en la estancia.
—El inspector Sugden al teléfono, señor —anunció.
—Voy en seguida.
Con una palabra de excusa, el jefe de policía salió, regresando un momento después, serio y turbado.
—¡Maldita sea! —exclamó-. ¡Un asesinato! ¡Y en la víspera de Navidad!
Poirot arqueó las cejas.
—¿Es verdaderamente un crimen? —preguntó.
—¿Eh? Sí, sí, desde luego. No hay otra solución posible. Un crimen y de los salvajes.
—¿Quién es la víctima?
—El viejo Simeon Lee. Uno de los hombres más ricos de la región. Hizo su dinero en África del Sur. Oro o diamantes, no estoy seguro. Ha ganado una fortuna con un aparato especial para minería. Invención suya, me parece. Dicen que es multimillonario.
—¿Se le apreciaba?
—Creo que nadie le quería —murmuró lentamente el coronel-. Era un hombre muy extraño. Desde hace varios años estaba convertido casi en un inválido. En realidad, no sé mucho acerca de él. Pero, desde luego, era una de las figuras principales de por aquí.
—Por lo tanto, el caso va a causar sensación, ¿no?
—Sí. Tengo que ir en seguida a Longdale.
El coronel Johnson vaciló un momento, mirando a su huésped.