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—En el comedor. Acababa de cenar. Pero... no, creo que en realidad estaba en esta misma habitación. Acababa de telefonear.

—¿Estuvo usted telefoneando?

—Sí, llamé al agente electoral del Partido Conservador en Westeringham, mi circunscripción. Tenía que comunicarle algo urgente.

—¿Y fue después de eso que oyó usted el grito? —Sí, fue muy desagradable —replicó George Lee, estremeciéndose-. Acabó en una especie de gorgoteo. Con un pañuelo enjugóse la frente, perlada de sudor.

—Un suceso horrible —murmuró.

—¿Y luego corrió escaleras arriba?

—Sí.

—¿Vio usted a sus hermanos, a míster Alfred y a míster Harry?

—No. Debieron subir antes que yo.

—¿Cuándo vio por última vez a su padre?

—Esta tarde. Nos reunimos todos en su cuarto.

—¿Después no volvió a verle?

—No.

El jefe de policía hizo una pausa y luego preguntó:

—¿Estaba usted enterado de que su padre poseía una gran cantidad de valiosos diamantes?

George Lee movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, los guardaba en su caja de caudales, cosa muy mal hecha. Muchas veces se lo dije. Se exponía a que le asesinasen por robárselos... Bueno... quiero decir...

—¿Está usted enterado de que esas piedras han desaparecido? —le interrumpió el coronel.

George le miró boquiabierto.

—Entonces... le asesinaron para robárselas.

—Unas horas antes de su muerte su padre echó de menos las piedras y avisó a la policía.

—Entonces..., no comprendo... Yo...

—Tampoco nosotros comprendemos —sonrió Poirot.

Capítulo X

Harry Lee entró orgullosamente en la habitación. Por un momento, Poirot se le quedó mirando. Tenía la impresión de haber visto antes en algún sitio a aquel hombre. Observó sus facciones: la nariz pronunciadamente aguileña; la arrogante posición de la cabeza; el saliente mentón. Y notó también que, a pesar de que Harry era un hombretón y su padre había sido un hombre más bien bajo, existía un gran parecido entre ambos.

Observó también algo más. A pesar de sus orgullosos modales, era indudable que Harry Lee estaba nervioso. Trataba de exteriorizar una seguridad en sí mismo que no ocultaba lo que ocurría en su alma.

—Bien, señores —dijo-. ¿En qué puedo servirles?

—Le agradecemos toda la luz que pueda echar sobre los sucesos de esta tarde —dijo el coronel.

—No sé nada en absoluto —replicó Harry Lee, moviendo negativamente la cabeza-. Todo ha sido muy horrible e inesperado.

—Creo que hace poco que ha regresado usted del extranjero, míster Lee —dijo Poirot.

Harry se volvió hacia el detective.

—Sí —contestó-. Desembarqué en Inglaterra hace una semana.

—¿Ha estado fuera mucho tiempo? —preguntó Poirot.

Harry Lee echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—Más vale que se lo cuente yo mismo, pues de lo contrario alguien se lo dirá a ustedes. Soy el hijo pródigo, caballeros. Hacía casi veinte años que no pisaba el suelo de esta casa.

—¿Y podría decirnos por qué ha vuelto? —inquirió Poirot.

Siempre con la misma apariencia de franqueza, Harry contestó:

—Es el caso de la vieja parábola. Me cansé de cuidar cerdos y pasar hambre y me dije que en casa me esperaba un carnero bien cebado, alimento que introducía una variedad muy agradable en mis comidas. Recibí una carta de mi padre pidiéndome que volviera, y obedecí la llamada. Eso es todo.

—¿Vino para estar poco tiempo o mucho? —preguntó Poirot.

—Vine a quedarme en casa para siempre.

—¿Estaba conforme su padre?

—El viejo estaba encantado. —Harry volvió a reír-. El pobre estaba ya harto y aburrido de vivir con Alfred. Mi hermano es el hombre menos divertido que se conoce. Muy útil, muy inteligente para los negocios, pero como compañero es un desastre. En su juventud mi padre fue un hombre que vivió intensamente. Deseaba mi compañía.

—¿Estaban contentos su hermano y su cuñada de que usted se quedara aquí?

Al hacer la pregunta, Poirot arqueó las cejas. —Alfred estaba lívido de rabia. No sé lo que pensaría Lydia. Puede que le supiera un poco mal por Alfred, pero estoy seguro de que al fin se hubiera alegrado. Lydia me es muy simpática. Es una mujer encantadora. Con ella me hubiese llevado muy bien. Pero Alfred es muy distinto. —Harry volvió a reír-. Siempre ha tenido celos de mí.

Somos muy distintos. Él ha sido un hombre fiel y trabajador, y a cambio de ello le esperaba lo que a todos los buenos: un puntapié. Créanme, caballeros, la virtud es un mal negocio.

Miró a los tres hombres.

—No les extrañe mi franqueza. Lo que a ustedes les interesa es conocer la verdad. Al fin sacarán a relucir toda la ropa sucia de la familia. Por lo tanto, lo mismo da que yo les presente la mía. No me ha dolido mucho la muerte de mi padre. Al fin y al cabo no le había visto desde que yo era un niño. Sin embargo, era mi padre y le han asesinado. Estoy dispuesto a vengar su muerte. —Se pasó una mano por la barbilla-. En nuestra familia somos muy vengativos. Ninguno de los Lee olvida fácilmente. Quiero que el asesino sea detenido y ahorcado.

—Puede confiar en que haremos lo posible porque así sea —declaró Sugden.

—Si ustedes no lo hacen me tomaré la justicia por mis propias manos.

—¿Tiene alguna idea acerca de la identidad del asesino? —preguntó el coronel.

—No. He estado pensando mucho en ello y no lo veo claro. Sin embargo, no me parece que sea obra de una persona de fuera de casa. Pero, sea quien sea, ¿cómo ha podido hacerlo? No puedo sospechar de los criados. Ni Tressilian, ni el idiota de Walter. Horbury... Ése es más sospechoso, pero Tressilian me ha dicho que se había ido al cine. De forma que pasando por alto a Stephen Farr, que no es fácil que viniera desde África del Sur para matar a un desconocido, sólo queda la familia. Y, en verdad, que no me imagino a uno de nosotros cometiendo un crimen. ¿Alfred? Adoraba a papá. ¿George? No tiene empuje para una cosa así. ¿David? David siempre ha sido un enamorado de la luna. Se desmayaría ante una gota de sangre, aunque hubiera brotado de su propia mano. ¿Las mujeres? Ninguna de ellas es capaz de degollar a un hombre. ¿Qué queda? ¡Ojalá pudiera saberlo! Pero es verdaderamente perturbador.

El coronel carraspeó, preguntando:

—¿Cuándo vio usted por última vez a su padre esta noche?

—Después del té. Acababa de pelearse con Alfred por culpa de este humilde servidor. El viejo se volvía loco por los disgustos y las sorpresas. Por eso no comunicó a nadie mi llegada. Quería ver el efecto que producía mi súbita aparición. Por lo mismo, habló también de cambiar el testamento.

—¿Su padre mencionó su testamento? —preguntó Poirot.

—Sí. Lo dijo delante de todos, observándonos para ver cómo reaccionábamos. Le dijo al notario que viniera a verle después de Navidad.

—¿Y qué cambios pensaba hacer? —preguntó Poirot.

—Eso no lo dijo —replicó Harry-. Tengo la sospecha de que el cambio debía favorecer a un servidor de ustedes. Me imagino que debí ser excluido de los anteriores testamentos. Ahora supongo que debía volver a figurar en él. Para Pilar el golpe ha sido bastante duro. El viejo empezaba a encariñarse con ella. ¿Aún no la han visto? Es mi sobrina española. Es una criatura bellísima, con todo el encanto del sur. Ojalá no fuera su tío.

—¿Dice usted que su padre sentía un gran cariño por esa joven?

—Sí. Pilar le entendía muy bien. Se pasaba muchas horas con él en su cuarto. Supongo que la chica sabía lo que se hacía. Mala suerte. El testamento no será alterado en favor de ella ni en favor mío.

Harry Lee frunció el ceño y permaneció callado durante un minuto, luego siguió, cambiando de tono: —Pero me desvío del punto más importante. Ustedes querían saber cuándo vi por última vez a mi padre, ¿no? Como ya les he dicho, fue después del té. Algo después de las seis. Mi padre estaba de muy mal humor. Tal vez un poco cansado. Al marcharme le dejé con Horbury. No le volví a ver.