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—¿Dónde se hallaba usted en el preciso momento de su muerte?

—En el comedor, con mi hermano Alfred. No fue una sobremesa muy armoniosa. Estábamos en medio de una acalorada discusión cuando oímos el ruido de arriba. Parecía como si diez hombres estuvieran luchando juntos. Luego, mi pobre padre lanzó un grito. Fue como si mataran a un cerdo. Alfred, al oírlo, se quedó paralizado. Se quedó con la boca abierta. Tuve que hacerle recobrar, de un empujón, la noción de las cosas. Luego corrimos hacia arriba. La puerta estaba cerrada. Tuvimos que echarla abajo. Nos llevó bastante tiempo el hacerlo. No comprendo cómo diablos podía estar cerrada la puerta. En la habitación sólo estaba mi padre, y no creo que nadie pudiera escapar por aquellas ventanas.

—La puerta fue cerrada por fuera —explicó el inspector Sugden.

—¿Qué? ¡Pero si yo juraría que la llave estaba dentro! —exclamó Harry.

—¿Lo observó usted? —preguntó Poirot.

—Es costumbre mía fijarme en las cosas —declaró Harry, mirando fijamente a los tres hombres-. ¿Desean saber algo más, caballeros?

Johnson movió negativamente la cabeza.

—Muchas gracias, míster Lee. De momento no tenemos que preguntarle nada más. ¿Tendría la bondad de decir a otro miembro de la familia que puede pasar? —Con mucho gusto.

Harry dirigióse hacia la puerta sin volver la vista atrás.

—¿Qué le parece, Sugden?

El inspector se encogió de hombros.

—Tiene miedo de algo. ¿De qué?

Capítulo XI

Magdalene Lee se detuvo teatralmente en el umbral de la puerta. Una de sus manos acarició su platinada cabellera. El traje de terciopelo verde se amoldaba perfectamente a su cuerpo. Parecía muy joven y algo asustada.

Los tres hombres se quedaron un momento mirándola. Los ojos de Johnson revelaron sorpresa. Sugden sólo evidenció impaciencia y deseo de acabar su trabajo. Hércules Poirot estaba observando, no la belleza de la mujer, sino el uso que ésta sabía hacer de ella. Magdalene ignoraba que el detective estaba pensando: «Jolie mannequin, la petite. Mais elle a les yeux durs.»

Por su parte, el coronel Johnson pensaba: «¡Vaya mujer atractiva! Si no va con cuidado, George Lee va a tener algún disgusto con ella».

Y el inspector Sugden decía: «Una cabeza bonita, pero vacía. ¡Ojalá acabemos pronto con ella!».

—Tenga la bondad de sentarse, señora. Usted es...

—La esposa de míster George Lee —replicó Magdalene aceptando la silla con una cálida sonrisa-. Todo esto es muy horrible —murmuró, retorciéndose las manos-. Estoy asustada.

—Vamos, vamos, señora. La emoción ha sido grande, pero todo ha pasado ya. Le rogamos que nos explique lo mejor posible cuanto ha sucedido esta noche.

—Les aseguro que no sé absolutamente nada —declaró Magdalene, mirando al coronel.

—Claro, claro —asintió éste.

—Llegamos ayer. George me hizo venir a pasar las Navidades... ¡Ojalá no hubiéramos venido! Estoy segura de que nunca me recuperaré de esta emoción.

—Sí, comprendo que esté usted trastornada.

—Casi no conozco a la familia de George. Sólo había visto un par de veces a su padre. El día de la boda y otra vez... A Alfred y a Lydia los he visto más, pero de todas formas, son casi extraños para mí.

De nuevo la desorbitada expresión de niña temerosa. Hércules Poirot lo observó y dijo: «Elle joue trés bien la comédie, cette petite...»

—Ahora cuénteme cuándo vio por última vez, vivo, a su suegro —pidió el coronel.

—Fue esta tarde. ¡Fue una cosa muy desagradable!

—¿Por qué desagradable?

—¡Estaban tan enfadados!

—¿Quiénes?

—Todos, George no, claro. Su padre no le dijo nada a él. Pero sí a los demás.

—¿Qué fue lo que sucedió?

—Pues, cuando entramos en su cuarto, debido a su llamada, le encontramos hablando por teléfono con su notario acerca de su testamento. Luego le dijo a Alfred que estaba muy fúnebre. Creo que eso se debía al hecho de que Harry volviera a vivir en casa. A Alfred eso le disgustó mucho. Harry hizo algo muy malo en otros tiempos. Luego mi suegro habló de su mujer. Hace mucho tiempo que murió, pero, según dijo, tenía menos seso que un mosquito. David se puso en pie de un salto y pareció como si fuera a matar a su padre... ¡Oh! —Magdalene se interrumpió reflejando una gran inquietud en los ojos-. No he querido decir eso... No, no he querido decirlo.

—Lo comprendo —sonrió el coronel-. Ha sido una forma gráfica de expresar un incidente.

—Hilda, la mujer de David, le calmó y... Bueno, creo que eso es todo. Míster Lee dijo que no quería ver a nadie más esta noche. Por tanto, nos fuimos todos.

—¿Y ésa. fue la última vez que le vio usted?

—Sí, hasta... hasta...

—Perfectamente. ¿Y puede decirnos ahora dónde estaba en el momento del crimen?

—Creo que en el salón.

—¿No está segura? Magdalene parpadeó, diciendo al fin:

—Sí, claro. ¡Qué tonta! Fui a telefonear. Con las emociones...

—¿Dice usted que fue a telefonear? ¿Lo hizo desde esta habitación?

—Sí, éste es el único teléfono, excepto el que hay en el cuarto de mi suegro.

—¿Había alguien más en la habitación? —preguntó Sugden.

—No. Estaba completamente sola.

—¿Estuvo allí mucho rato?

—Un poco. De noche lleva mucho tiempo conseguir que le contesten a uno desde la central.

—¿Se trataba de una conferencia?

—Sí, para Westeringham.

—¿Y luego?

—Oí aquel horrible grito, todo el mundo echó a correr... tuvieron que echar abajo la puerta. ¡Fue como una pesadilla! ¡Nunca lo olvidaré!

—¿Sabía usted que su suegro guardaba una valiosa colección de diamantes en su caja de caudales?

—No. ¿De veras? ¿Diamantes de verdad?

—Diamantes que valían diez mil libras —explicó Poirot.

—¡Oh!

—Creo que de momento esto es todo —dijo Johnson-. No es preciso que la molestemos más, señora.

—Muchas gracias.

—¿Tendrá la bondad de decir a su cuñado, míster David Lee, que entre?

—Parece que empezamos a sacar algo en limpio. ¿Se han dado cuenta de que George Lee estaba telefoneando cuando oyó el grito? Su mujer también telefoneaba en aquel momento. Este detalle no encaja. ¿Qué le parece, Sugden?

—No quisiera hablar ofensivamente contra la señora —declaró el inspector-, pues aunque es de ésas que no vacilan en sacarle dinero a un hombre, no me parece capaz de degollar a un ser humano. No está dentro de su tipo.

—Uno nunca sabe, mon vieux —murmuró Poirot. El jefe de policía se volvió hacia el detective.

—¿Y usted qué piensa, Poirot?

Éste enderezó el secante que tenía frente a él, quitó un poco de polvo de un candelabro, y contestó:

—Creo que ya vamos conociendo el carácter de míster Simeon Lee. Creo que toda la importancia del caso estriba en el carácter del muerto.

El inspector volvióse hacia él.

—No estoy de acuerdo con usted, monsieur Poirot —dijo-. ¿Qué tiene que ver el carácter del muerto con su asesinato?

—El carácter de la víctima siempre tiene algo que ver con el asesino. La franqueza y la carencia de sospechas fue la causa de la muerte de Desdémona. Una mujer más suspicaz hubiese advertido las maquinaciones de Yago. La enfermedad de Marat le hizo morir en el baño. El temperamento de Mercurio le hizo morir de una estocada.

—¿Adónde pretende ir a parar con todo eso, Poirot? —preguntó el coronel.

—Digo que por ser Simeon Lee cierta clase de hombre, puso en movimiento determinada clase de fuerzas que al fin le originaron la muerte.