—¿No cree que los diamantes tuviesen algo que ver? Poirot sonrió ante la perplejidad de Johnson.
—Mon cher. Al peculiar carácter de Simeon Lee se debe que conservara en una vieja caja de caudales diez mil libras en diamantes. Eso desde luego no lo suelen hacer todos los hombres.
—Es verdad, monsieur Poirot —declaró el inspector, moviendo la cabeza como si al fin se diera cuenta de lo que quería decir el detective-. Realmente, míster Lee era muy raro. Guardaba las piedras cerca de él para poder juguetear con ellas y rememorar el pasado. Por eso nunca las hizo tallar.
—Eso mismo —asintió Poirot-. Tiene usted una inteligencia muy despejada, inspector.
Sugden no pareció apreciar demasiado el cumplido. El coronel siguió:
—Hay algo más, Poirot. No comprendo cómo ha observado usted esas características...
—Mais oui. La señora de George Lee nos reveló más cosas de lo que ella pensó. Nos ofreció una imagen perfecta de la última entrevista familiar. Indicó muy inocentemente que Alfred estaba enfadado con su padre y que David parecía a punto de cometer un crimen. Creo que eso es verdad. Pero de todo ello puede sacarse una conclusión muy importante. ¿Por qué reunió Simeon Lee a su familia? ¿Por qué llegaron a tiempo de oírle telefonear a su notario? Parbleu, eso no fue ningún error. Él quería que le oyesen. El pobre viejo llevaba mucho tiempo sentado en su sillón, recordando las diversiones de su juventud. Por ello inventó una nueva distracción. Decidió divertirse con las ambiciones y ansias de la naturaleza humana. De eso se desprende otra deducción. En ese juego no podía omitir el atacar a ninguno de sus hijos. Forzosamente tuvo que zaherir también a George Lee. Pero la esposa de nuestro político oculta cuidadosamente este detalle. También ella tuvo que recibir algún venenoso dardo disparado por el anciano. Creo que los demás nos dirán lo que Simeon Lee dijo a George Lee y a su mujer.
Poirot se interrumpió, pues en aquel momento entraba David Lee.
Capítulo XII
David Lee se mostraba muy dueño de sí. Su serenidad era casi normal. Sentóse frente a los tres hombres, dirigiendo una interrogadora mirada al coronel.
—Bien, caballeros, ¿en qué puedo serles útil? —preguntó.
—Tengo entendido, míster Lee, que esta tarde se celebró en la habitación de su padre una especie de reunión familiar, ¿no? —inquirió el coronel.
—En efecto, pero no puede decirse que fuese un consejo de familia, ni cosa por el estilo.
—¿Y qué ocurrió en ella?
—Mi padre estaba de mal humor —respondió David-. Era muy viejo, estaba casi inválido y hay que excusar su genio. Parecía que nos hubiera reunido allí para... para escupirnos a la cara.
—¿Puede recordar lo que dijo?
—Casi todo fueron tonterías. Dijo que ninguno de nosotros servía para nada... que en toda la familia no había un solo hombre de verdad. Afirmó que Pilar, mi sobrina española, vale más que todos nosotros. Dijo... —David se interrumpió.
—Por favor, míster Lee, repita las palabras exactas —pidió Poirot.
—Dijo, muy agriamente, que por el mundo tenía repartidos hijos mejores, aunque hubieran nacido en la ilegalidad...
El inteligente rostro de David evidenciaba el disgusto que le producía el repetir aquello. De pronto, el inspector pareció sentir un gran interés. Inclinándose hacia delante, preguntó:
—¿Dijo su padre algo especial a su hermano George?
—¿A George? No recuerdo. ¡Oh, sí!, creo que le dijo que tendría que reducir sus gastos, pues le disminuiría la pensión que le pasaba. George se afectó mucho. Estaba rojo como un pavo. Afirmó que no podía pasar con menos. Mi padre declaró fríamente que tendría que pasar. Le aconsejó que su mujer le ayudase a economizar. Eso fue una cosa muy desagradable, pues George siempre ha sido ahorrador. Ha evitado siempre gastar superfluamente. En cambio, su mujer parece tener gustos un tanto costosos y extravagantes.
—¿También ella se disgustó? —preguntó Poirot.
—Mucho. Además, mi padre mencionó con bastante crudeza que Magdalene había estado viviendo con un marino retirado; claro que se refería a su padre, pero en el tono con que lo dijo se notaba que ponía en duda la afirmación de Magdalene. Ella se puso muy colorada, y no me extraña.
—¿Mencionó su padre a su esposa, quiero decir a la madre de usted? —preguntó Poirot.
La sangre fluyó a las mejillas de David. Sus manos se cerraron sobre el borde de la mesa que tenía enfrente. Con voz temblorosa declaró:
—Sí. La insultó.
—¿Qué dijo? —preguntó el coronel.
—No recuerdo. Alguna referencia molesta.
—¿Hace mucho que murió su madre, míster Lee? —preguntó Poirot.
—Murió cuando yo era un niño.
—¿No vivió feliz en esta casa?
—¿Quién podría ser feliz con un hombre como mi padre? —inquirió David con una carcajada-. Mi madre era una santa. Murió con el corazón destrozado.
—¿Apenó mucho a su padre la muerte de su madre? —preguntó Poirot.
—No lo sé. Me marché de casa —y después de una pausa añadió-: Puede que ignoren ustedes que al volver aquí hacía veinte años que no veía a mi padre. Por lo tanto, no puedo hablar de sus costumbres y enemigos.
—¿Puede usted descubrirnos lo que ha hecho esta noche?
—Pues me levanté de la mesa muy pronto. Me aburre esa costumbre de estar sentados frente a una botella de oporto. Además, noté que Harry y Alfred se preparaban para pelearse. Como me disgustan las peleas y discusiones, fui al salón de música y me puse a tocar él piano.
—El salón de música está junto al otro salón, ¿verdad? —preguntó Poirot.
—Sí... estuve tocando el piano durante un rato, hasta... que ocurrió el suceso.
—¿Qué fue lo que oyó?
—Pues un ruido lejano de muebles caídos, porcelanas rotas y otras cosas. Luego un grito como de alma en el infierno.
—¿Estaba usted solo en la sala de música?
—No. Mi mujer estaba conmigo. Venía del salón. Subimos con los demás al oír el grito... No querrá que le explique lo que vi, ¿verdad?
—No, no es necesario —declaró el coronel-. Muchas gracias, míster Lee. No tengo nada más que preguntarle. Supongo que no tendrá la menor sospecha acerca de quién puede ser el asesino de su padre, ¿verdad?
—Pudieron ser muchos, pero no sospecho de nadie en particular.
Salió rápidamente, cerrando tras de sí la puerta.
Capítulo XIII
El coronel Johnson apenas tuvo tiempo de carraspear antes de que se volviera a abrir la puerta y entrase Hilda Lee.
Hércules Poirot la examinó atentamente. Había que reconocer que los Lee habíanse casado todos con mujeres dignas de estudio.
—Todo lo ocurrido habrá sido para usted muy doloroso —declaró el coronel-. Creo que es la primera vez que visita usted esta casa, ¿no? Vivía usted alejada de toda la familia, ¿eh?
Hilda asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Conocía usted a su suegro?
—No. Nos casamos poco después que David abandonara su casa. No quería saber nada de su familia.
—¿A qué se debió, pues, esta visita?
—David recibió una carta de su padre en la cual éste le decía que anhelaba ver a su alrededor a todos sus hijos en las fiestas de Navidad.
—¿Y su marido accedió a venir?
—Aceptó debido a mi insistencia. No comprendí la situación.
—¿Podría usted explicarse con más claridad, madame? —dijo Poirot.
—Yo no conocía a mi suegro —replicó Hilda-. No tenía la menor idea acerca de cuáles eran los móviles que le impulsaban a reunir a sus hijos. Pensé que, al hacerse viejo, sentía anhelos de calor de hogar y deseaba reconciliarse con los suyos.
—Y en su opinión, señora, ¿cuál fue el verdadero motivo?