Anotó este hecho sin gran interés ni emoción. Venía de un país donde los hombres miraban a las mujeres como la cosa más natural del mundo y no tratan de disimularlo. Se preguntó si era un inglés y decidió que no.
«Está demasiado lleno de vida para ser un inglés —se dijo-. Y, sin embargo, es rubio. Puede que sea estadounidense.»
Un empleado del tren pasó por el pasillo anunciando: —El almuerzo está servido. Los que tengan sus puestos reservados que se sirvan pasar al coche restaurante. Los siete ocupantes del compartimiento de Pilar tenían boletos para el primer turno. Se levantaron a la vez y el compartimiento quedó, de súbito, vacío y apacible.
Pilar se apresuró a cerrar del todo la ventanilla, que una dama de aspecto belicoso había abierto un par de centímetros. Luego se recostó cómodamente en su asiento y dejó vagar la mirada por el paisaje, compuesto por los suburbios del norte de Londres. Al oír que se cerraba la puerta del compartimiento no volvió la cabeza. Era el hombre del pasillo, y Pilar sabía perfectamente que entraba para hablar con ella.
—¿Quiere que abra la ventanilla? —preguntó Stephen Farr.
—Al contrario. He sido yo quien la ha cerrado. Durante la pausa que siguió, Stephen pensó:
«Una voz cálida, llena de sol... Es cálida como una noche de verano...»
Pilar pensó:
«Me gusta su voz. Es llena y fuerte. Es atractivo, sí, muy atractivo.»
Stephen dijo:
—El tren va muy lleno.
—¡Oh, sí! La gente huye de Londres. Debe de ser porque allí todo es negro.
A Pilar no se la había educado con la convicción de que es un crimen hablar con desconocidos. Sabía cuidar de sí misma tan bien o mejor que cualquier otra muchacha, y no tenía ningún rígido tabú.
Si Stephen se hubiera educado en Inglaterra, se habría sentido confuso al hablar con una joven a quien no había sido presentado. Pero Stephen era un hombre sencillo y creía que no era pecado hablar con aquellos que le resultaban simpáticos.
Sonrió sin ningún orgullo y dijo:
—Londres es un lugar terrible, ¿no?
—¡Oh, sí! No me gusta nada.
—Ni a mí.
—Usted no es inglés, ¿verdad? —preguntó Pilar. —Soy súbdito británico, pero vengo de África del Sur.
—Eso lo explica todo.
—¿Y usted viene del extranjero?
—Sí, de España.
—¿De España? ¿Es usted española?
—Medio española nada más. Mi madre era inglesa. Por eso hablo tan bien el inglés.
—¿Y qué hay de la guerra?
—¡Es horrible! Se ha destrozado mucho y ha muerto un sinfín de gente.
—¿Ha estado cerca de alguna batalla?
—No, pero al marchar hacia la frontera fuimos bombardeados por un avión. Mataron al chófer del auto en que yo iba.
Stephen la observaba atentamente.
—¿Se asustó mucho?
Pilar levantó hacia él los ojos.
—Todos tenemos que morir, ¿no es eso? Por lo tanto igual da que baje silbando del cielo como que llegue de la tierra. Se vive algún tiempo, pero después hay que morir forzosamente. Siempre ha ocurrido así en este mundo. Stephen Farr se echó a reír.
—Usted no debe de perdonar a sus enemigos, ¿verdad, señorita?
—No tengo enemigos, pero si los tuviera...
—¿Qué haría usted?
—Pues si tuviera un enemigo —respondió serenamente Pilar-, si alguien me odiara y yo le odiase..., pues le mataría.
La respuesta fue pronunciada con tal dureza que Stephen Farr quedó desconcertado.
—Es usted una muchacha muy sanguinaria, señorita.
—¿Qué es lo que le haría usted a un enemigo? —preguntó a su vez Pilar.
—No sé. En realidad no lo sé.
—Tiene usted que saberlo. Stephen contuvo la risa y en voz muy baja contestó:
—Sí, en realidad sí lo sé.
Luego, cambiando apresuradamente de tema, inquirió:
—¿Cómo es que ha venido usted a Inglaterra?
—He venido a quedarme con mis parientes ingleses.
—Ya comprendo —replicó Stephen, echándose hacia atrás, preguntándose cuál sería la impresión de los parientes de la joven cuando la vieran llegar para Navidad.
—¿Es bonito África del Sur? —inquirió Pilar. Stephen se puso a hablarle de su país. La joven le escuchaba con la atención de una chiquilla a la que le narran un cuento bonito.
El regreso de los ocupantes del compartimiento puso fin a la conversación. Stephen se puso en pie y despidiéndose con una amplia sonrisa encaminóse hacia el pasillo. Al llegar a la puerta tuvo que detenerse un momento para dejar paso a una anciana. Su mirada se posó entonces en el equipaje de Pilar. Leyó con interés el nombre de Pilar Estravados. Pero al fijarse en la dirección, sus ojos se desorbitaron incrédulamente: «Gorston Hall, Longdale, Ardlesfield».
Se volvió a medias, mirando a la muchacha con una nueva expresión: desconcierto, resentimiento, sospecha... Salió al pasillo y permaneció allí fumando un cigarrillo con el ceño fruncido.
Capítulo III
En el enorme salón azul y oro de Gorston Hall, Alfred Lee y Lydia, su esposa, estaban haciendo proyectos para Navidad. Alfred era de estatura más bien baja, casi cuadrado, de mediana edad, rostro amable y ojos castaño claro. Al hablar levantaba poco la voz y procuraba modular con la mayor claridad. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y daba una curiosa impresión de inercia... Lydia, su esposa, era una mujer muy enérgica. Estaba asombrosamente delgada y se movía con centelleante agilidad. Su rostro carecía de belleza, pero tenía distinción. Su voz era encantadora.
Alfred decía:
—¡Papá insiste en ello! No puede hacerse otra cosa. Lydia dominó un ademán de impaciencia.
—¿Es que siempre has de hacer lo que él quiera?
—Es muy viejo...
—¡Ya lo sé, ya lo sé!
—Quiere que todo se haga como a él le gusta.
—Es natural, puesto que siempre ha sido así —replicó con sequedad Lydia-. Pero un día u otro tendrás que imponerte, Alfred.
—¿Qué quieres decir, Lydia?
La miró tan evidentemente inquieto y sobresaltado que, por un momento, Lydia se mordió los labios y pareció dudar de si debía seguir hablando.
Alfred Lee repitió:
—¿Qué quieres decir, Lydia?
La mujer se encogió de hombros y eligiendo cuidadosamente las palabras dijo:
—Tu padre se siente muy inclinado a la tiranía.
—Es viejo.
—Y se hará cada vez más. Y por lo tanto más tiránico. ¿Cómo acabaremos? Por ahora gobierna según le place nuestras vidas. No podemos forjar ningún plan a nuestro gusto. Si lo hacemos, se enferma.
—Piensa que es muy bueno con nosotros.
—¿Bueno con nosotros?
—Sí, muy bueno, recuérdalo —declaró con cierta dureza Alfred.
—¿Quieres decir monetariamente?
—Sí. Sus necesidades son muy reducidas y sencillas. Sin embargo, nunca nos ha regateado ni un céntimo. Puedes gastar lo que quieras en trajes y en esta casa, y todas las facturas son pagadas sin protesta alguna. Sin ir más lejos, la semana pasada nos regaló un auto nuevo. —Reconozco que en lo que hace referencia al dinero, tu padre es muy generoso —declaró Lydia-. Pero en cambio quiere que seamos como esclavos suyos sin ninguna réplica.
—¿Esclavos?
—Sí, ésa es la palabra. Tú eres su esclavo, Alfred. Si hemos decidido salir y a tu padre se le ocurre de pronto desear que no nos marchemos, anulas la salida y te quedas en casa sin la menor protesta... No tenemos vida propia...
Alfred Lee replicó, muy disgustado:
—Quisiera que no hablases así, Lydia. Te muestras muy ingrata. Mi padre ha hecho siempre mucho por nosotros.