Después de una breve vacilación, Hilda respondió: —No me cabe la menor duda de que mi suegro, más que la paz, deseaba aumentar la discordia. Le gustaba despertar los peores instintos de la naturaleza humana. No sé cómo decirlo, pero en realidad deseaba enzarzar, unos contra otros, a todos los miembros de la familia.
—¿Y lo consiguió? —preguntó Johnson.
—Sí; lo logró.
—Se nos ha hablado, señora, de una escena algo violenta que tuvo lugar esta tarde —dijo Poirot--. ¿Podría usted describírnosla lo más detalladamente que sea posible?
Hilda reflexionó un momento.
—Cuando entramos en el cuarto de mi suegro le encontramos telefoneando.
—A su notario, ¿verdad?
—Sí. Estaba hablando de extender un nuevo testamento. Creo que dijo que el anterior estaba ya muy fuera de lugar.
—¿Podría decirme usted si cree que su suegro procuró que todos escucharan la conversación telefónica o bien si la oyeron por pura casualidad? —inquirió Poirot.
—Estoy casi segura de que quería que le oyéramos.
—¿Con objeto de fomentar el desacuerdo entre ustedes?
—Sí.
—Entonces, ¿cree usted que no pensaba alterar su testamento?
—No, estoy segura de que deseaba extender uno nuevo, pero quiso aprovechar para hacer sufrir un poco a los suyos.
—Madame —dijo Poirot-. Mi representación no es oficial y, desde luego, mis preguntas no son las que haría un policía inglés. Pero tengo un gran deseo de que me diga si sospecha usted cómo hubiera estado redactado el nuevo testamento. No le pregunto lo que sabe, sino lo que opina. Les femmes son de rápida comprensión, Dieu merci. Hilda sonrió.
—No tengo inconveniente en decir lo que pienso. Jennifer, la hermana de mi marido, se casó con un español, Juan Estravados. Su hija, Pilar, ha llegado hace muy poco aquí. Es muy atractiva y, desde luego, es la única nieta que hay en la familia. Míster Lee estaba encantado con ella. A mi parecer pensaba dejarle una gran cantidad en su nuevo testamento. Es muy posible que en el anterior testamento le dejase muy poco o nada.
—¿Sienten los demás miembros de la familia simpatía por Pilar?
—Creo que a todos nos ha sido muy simpática.
—¿Y Pilar? ¿Estaba contenta de hallarse aquí?
—No sé. Para una muchacha criada en el sur, el ambiente inglés debe de resultarle bastante raro.
—Desde luego, pero siempre lo será más el que respiraría ahora en España. Pero tenga la bondad de seguir explicándonos lo que ha ocurrido esta tarde.
—Cuando mi suegro hubo terminado de telefonear nos miró a todos muy serio. Luego declaró que estaba cansado y que se acostaría temprano. Dijo que quería estar en forma para Navidad.
»Después empezó a hablar de dinero. Dijo a George y a Magdalene que tendrían que economizar. A ella le dijo que tendría que hacerse sus propios vestidos y aseguró que su esposa era muy diestra con la aguja. Magdalene se disgustó.
—¿Fue eso todo cuanto dijo acerca de su mujer? —inquirió Poirot.
—Hizo alguna referencia poco amable a su cerebro. Mi marido quería mucho a su madre y eso le enfureció. A continuación míster Lee empezó a gritarnos: estaba furioso con nosotros. Comprendo sus motivos.
—¿Cuáles son? —preguntó Poirot.
—Todos le decepcionamos. No hay nietos. No hay ningún Lee que prolongue la familia. No pudiendo contenerse ya más, estalló contra sus hijos, diciéndoles que no servían para nada. Me dio pena, comprendiendo lo mucho que su orgullo debió de sufrir.
—¿Y luego?
—Luego nos marchamos todos.
—¿No le volvió a ver?
—No.
—¿Dónde estaba usted en el momento en que se cometió el crimen?
—Con mi marido, en el salón de música. Oímos ruido de sillas y mesas, de romperse porcelanas, y subimos a ver qué había pasado. Aquel horrible grito...
—¿Qué efecto le produjo ese grito? —preguntó Poirot-. ¿El de un alma en el infierno?
—Era mucho peor. Era como de algo sin alma. Era inhumano, bestial...
Capítulo XIV
Pilar entró en la habitación con el andar de un animal que recela una trampa. Miró rápidamente a derecha e izquierda. Parecía menos asustada que suspicaz.
El coronel le ofreció una silla. Luego comenzó:
—Creo que usted entiende perfectamente el inglés, ¿no?
—Desde luego. Mi madre era inglesa. Yo, en realidad, soy muy inglesa.
Una leve sonrisa iluminó los ojos del coronel, mientras miraba la negra cabellera de la joven, la orgullosa mirada y los rojos labios. ¡Muy inglesa! Ese calificativo resulta muy incongruente aplicado a Pilar Estravados.
—Tenemos entendido que míster Lee era abuelo de usted, señorita —siguió Johnson-. La envió a buscar a España. Usted llegó hace unos días. ¿Es cierto?
Pilar asintió con un movimiento de cabeza.
—Es verdad. Corrí muchas aventuras al salir de España. Nos bombardearon y el chófer resultó muerto. Como yo no sabía conducir, tuve que seguir mi camino a pie. Me cansé mucho.
—Pero al menos ha llegado aquí —sonrió el coronel-. ¿Le había hablado mucho su madre de su abuelo?
—¡Ya lo creo! Me decía que era un viejo diablo. Poirot sonrió ante la alegre respuesta de Pilar, y preguntó:
—¿Qué opinión le causó el verle?
—Pues que era un hombre muy viejo que tenía que estarse todo el día sentado. Pero de todas formas, me fue simpático. Estoy segura de que cuando era joven debía de ser muy atractivo... muy atractivo... como usted —añadió Pilar, dirigiéndose a Sugden, quien, ante el piropo, enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
El coronel Johnson contuvo una carcajada. Era la primera vez que veía turbarse al inspector.
—Claro que no podía ser tan alto como usted —añadió Pilar.
—¿Pasó mucho tiempo con su abuelo después de su llegada a esta casa, señorita?
—Sí. Subía a hacerle compañía. Me explicó muchas cosas. Me dijo que había sido muy malo, y luego me habló de África del Sur.
—¿Le contó que guardaba unos diamantes en su caja de caudales?
—Sí, pero no parecían diamantes. Hubiera creído que se trataba de una colección de guijarros.
—¿Sabe usted que esos diamantes han sido robados? —preguntó el coronel.
—¿Robados?
—Sí. ¿Tiene alguna idea de quién puede ser el ladrón? —Sí. Debió de ser Horbury.
—¿Horbury? ¿Quiere usted decir el enfermero?
—Sí.
—¿Por qué lo cree?
—Porque tiene cara de ladrón. Siempre mira a todos lados, anda sin hacer ruido y escucha tras las puertas. Parece un gato. Y los gatos son perfectos ladrones.
—¡Hum! —murmuró el coronel-. Dejemos las cosas tal como están. Ahora cuéntenos lo que pasó cuando toda la familia se reunió en la habitación de su abuelo.
—Los hizo enfadar a todos. Fue muy divertido.
—¿Le divirtió a usted?
—Sí. Me gusta ver enfadarse a la gente. Pero aquí no se enfadan como en España. Allí gritan y se pegan, y hasta sacan navajas. En Inglaterra no hacen nada. Se ponen colorados y nada más.
—¿Dijo algo su abuelo acerca del dinero?
—No recuerdo.
—¿Qué más pasó?
—Pues salimos y la mujer de David se quedó atrás, hablando con mi abuelo. Yo me fui a bailar con Stephen. Hay un gramófono magnífico y muchos discos.
—¿Se refiere usted a Stephen Farr?
—Sí. Es de África del Sur. Hijo de un socio de mi abuelo. Es muy guapo. Muy alto y muy fuerte.
—¿Dónde estaba usted cuando se cometió el crimen?
—¿Dónde estaba yo?
—Sí.
—Fui al salón de Lydia. Luego subí a mi cuarto a arreglarme. Pensaba volver a bailar con Stephen. De pronto oí, muy lejos, un grito y todo el mundo echó a correr y yo también. Harry y Stephen tuvieron que echar abajo la puerta de la habitación de mi abuelo. Los dos son muy fuertes.
—¿Sí?
—Sí. Y cuando entramos descubrimos que mi abuelo estaba muerto. Le habían degollado —y Pilar hizo un significativo ademán sobre el cuello.