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—Todo el mundo miente en algo. Conviene separar las mentiras inocentes de las otras más importantes.

—Todo este asunto resulta increíble —declaró el coronel Johnson-. Tenemos un asesinato brutal y... ¿quiénes son los sospechosos? Alfred Lee y su esposa, los dos muy simpáticos, bien educados y tranquilos; George Lee, miembro del Parlamento y la respetabilidad personificada. ¿Su esposa? Es una linda mujercita moderna. David Lee parece un ser inofensivo, y además tenemos la palabra de su hermano Harry de que no puede soportar la visión de la sangre. Su mujer parece un ser enteramente vulgar. Queda la muchacha española y el visitante de África del Sur. Las beldades españolas tienen fama de irritarse con mucha facilidad, pero no puedo imaginarme a esa joven cita degollando a su abuelo. Y mucho menos teniendo en cuenta que a ella le convenía mucho más que siguiera vivo. El único que puede ser culpable del crimen y del robo es Stephen Farr. Acaso se trata de un ladrón profesional que, sorprendido por míster Lee, tuvo que matarlo para que no hablase. La coartada del gramófono no es demasiado con—sistente.

Poirot movió la cabeza.

—Amigo mío —dijo-. Compare usted el aspecto físico de Stephen Farr y del viejo Simeon. Si Farr hubiese decidido matar al viejo habría podido hacerlo en un minuto. Simeon Lee no hubiese podido luchar mucho contra él. ¿Puede alguien imaginar que un anciano resistiera va—rios minutos contra un hombre tan fuerte como míster Farr?, increíble.

El coronel Johnson entornó los ojos.

—¿Quiere usted decir que fue un hombre débil el que mató a Simeon Lee?

—O una mujer —dijo Sugden.

Capítulo XVI

Tressilian entró lentamente en la habitación. El coronel le invitó a sentarse.

—Muchas gracias, señor—dijo el mayordomo-. Se lo agradezco, pues con las emociones, casi no puedo tenerme en pie. ¡Que haya ocurrido una cosa así en una casa donde había reinado siempre la tranquilidad!

—En una casa bien ordenada, pero no feliz, ¿verdad? —inquirió Poirot.

—No le entiendo, caballero.

—¿Era feliz antes, cuando toda la familia estaba en casa?

—Pues... tal vez no reinara una gran armonía.

—La esposa de míster Simeon Lee era una especie de inválida, ¿no?

—Sí, señor.

—¿La querían sus hijos?

—Míster David la quería mucho. Parecía más una hija que un hijo. Cuando ella murió, tuvo que marcharse por no poder soportar la casa.

—¿Y míster Harry? ¿Qué clase de hombre es?

—Un poco alocado, pero de gran corazón. Cuando le vi entrar ayer, me llevé una sorpresa muy agradable. A veces parece como si el pasado no fuera el pasado. Se tiene la impresión de que lo que se está haciendo ya se ha hecho antes. Cuando llamó míster Farr y fui a abrirle, tuve la impresión de que iba a encontrarme con míster Harry. Y lo mismo me ocurrió luego. Siempre tengo la impresión de que estoy haciendo algo que ya he hecho antes.

—Es muy interesante, mucho —dijo Poirot. Tressilian le dirigió una mirada de agradecimiento. Johnson, algo impaciente, carraspeó, interviniendo en la conversación:

—Nos interesa comprobar ciertas declaraciones —dijo-. Tengo entendido que cuando sonó aquel ruido arriba, sólo míster Alfred y míster Harry se encontraban en el comedor. ¿Es verdad eso?

—No puedo decírselo, señor. Cuando serví el café, todos los caballeros estaban en el comedor, pero eso fue un cuarto de hora antes.

—Míster George Lee fue a telefonear. ¿Estaba usted enterado de eso?

—Estoy seguro de que alguien telefoneó. El timbre de llamada está en el office, y cuando se llama desde la casa se oye un ligero repiqueteo. Recuerdo que oí ese ruido, pero no presté ninguna atención.

—¿No se acuerda de cuándo fue que lo oyó?

—No. Sólo sé que lo oí después de haber servido el café a los señores.

—¿Y sabe dónde estaban las señoras en el momento a que me refiero?

—La esposa de míster Alfred estaba en el salón cuando entré a buscar la bandeja del café. Eso fue un minuto o dos antes de que se oyeran los gritos arriba.

—¿Qué estaba haciendo? —preguntó Poirot.

—Estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera.

—¿Ninguna de las otras señoras estaba con ella?

—No, señor.

—¿Sabe usted dónde estaban?

—No podría decirlo.

—¿Sabe dónde estaban los demás miembros de la familia?

—Creo que míster David estaba tocando el piano en la sala de música, que se halla inmediata al salón.

—¿Le oyó tocar?

—Sí, señor. —El mayordomo se estremeció-. Precisamente estaba interpretando la Marcha Fúnebre. Recuerdo que en aquellos momentos me hizo estremecer.

—Es curiosa la coincidencia—comentó Poirot-. Y en cuanto a ese Horbury, ¿podría usted jurar que a las ocho de la noche estaba fuera de la casa?

—¡Oh, sí! Se marchó poco después de llegar míster Sugden. Lo recuerdo porque rompió una taza. En once años que yo las fregaba nunca había roto una.

—¿Y qué hacía míster Horbury con las tazas? —preguntó Poirot.

—En realidad no era trabajo suyo tocarlas —declaró el mayordomo-. Las estaba admirando, pues son de excelente calidad, y al mencionar yo a míster Sugden la dejó caer.

—¿Pronunció usted el nombre de míster Sugden o se refirió a la policía? —preguntó Poirot.

Tressilian pareció ligeramente sobresaltado.

—Ahora que recuerdo, dije que había llegado el señor inspector.

—¿Y Horbury rompió la taza? —sonrió Poirot.

—Parece significativo —declaró el jefe de policía-. ¿Hizo Horbury alguna pregunta acerca del motivo de la visita del señor inspector?

—Sí, señor. Preguntó qué venía a hacer. Yo le dije que venía a solicitar un donativo para el Orfanato de la Policía y que míster Lee le había hecho subir a su habitación.

—¿Pareció aliviado Horbury al contestar usted eso?

—Ahora que usted lo dice, recuerdo que sí. Su expresión cambió en seguida. Hizo algunos comentarios poco respetuosos acerca de la liberalidad de míster Lee, y salió de casa.

—Está comprobado por las declaraciones de la cocinera y las demás sirvientas —dijo Sugden.

—Bien. Ahora, Tressilian, ¿podría decirme si es posible que Horbury volviese a entrar en la casa sin que nadie le viera?

—Lo dudo mucho, señor. Todas las puertas están cerradas por dentro.

—¿Y si tenía la llave de alguna de ellas?

—Eso no es posible. Además, todas las puertas tienen corridos los cerrojos.

—Pues, ¿cómo iba a entrar al volver?

—Por la puerta de servicio. Todos los criados entramos por allí.

—Entonces pudo volver a entrar por ese sitio, ¿no?

—No sin atravesar la cocina. Y la cocina debía estar ocupada hasta las nueve y media o las diez.

—Está bien, Tressilian. Muchas gracias por todo.

El viejo mayordomo salió de la habitación, saludando a los tres hombres. Un momento después volvió a entrar, anunciando:

—Horbury acaba de llegar, míster Johnson. ¿Desea usted que le haga pasar?

—Sí, haga el favor de decirle que venga.

Capítulo XVII

Sidney Horbury entró en la habitación. Se hallaba evidentemente nervioso. Se restregaba las manos una contra la otra y dirigía rápidas miradas a su alrededor.

Después de las preguntas de ritual acerca de su persona y ocupación en la casa, el coronel preguntó:

—¿A qué hora salió usted de aquí y adónde fue?

—Salí de la casa poco antes de las ocho. Fui al Superb, a cinco minutos de aquí. Pasaban la película Amor en la vieja Sevilla.

—¿Le vio alguien allí?

—La taquillera me conoce. Y el portero también. Además... estuve con una señorita. Me había citado allí. —¿De veras? ¿Cómo se llama?