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—No lo creo —declaró el coronel Johnson-. ¿Por qué tenía que robar esos diamantes?

—La respuesta es bastante fácil —dijo Poirot-. Pudo apoderarse de ellos para sugerir un motivo para el crimen. También podríamos decir que aunque no tomando parte activa en él sabía que el crimen iba a cometerse.

Johnson frunció el ceño:

—Todo eso es posible —dijo-. La considera usted cómplice de alguien. Pero, ¿de quién? Sólo puede serlo de su marido. Y sabemos positivamente que él no pudo ser el asesino, por lo tanto toda esa teoría se viene abajo.

—Desde luego, existe la posibilidad de que mistress Lee se apoderase de los diamantes, aunque es una posibilidad un poco exagerada. En ese caso, habría preparado el jardincito aquél como lugar ideal para esconder las piedras. Mas también pudo ser elegido por el ladrón, en caso de que éste sea otra persona. Acaso le llamó la atención la similitud entre los guijarros que en él había y decidió depositar allí los diamantes hasta que se hubiera calmado un poco el revuelo originado por el crimen.

—Es muy posible —admitió Poirot.

—Sea cual sea la verdad acerca de los diamantes, estoy seguro de que míster Lee no tuvo nada que ver con el asesinato —declaró el coronel-. Recuerden que el mayordomo la vio en el salón.

—No lo he olvidado —aseguró Poirot.

El jefe de policía se volvió hacia su subordinado.

—¿Ha descubierto algo más en sus indagaciones, Sugden? —preguntó.

—Sí, señor. Ya sé por qué Horbury se asustó al oír mencionar la policía. Hace tiempo fue conducido ante los tribunales para responder de un cargo de obtener dinero por medio de amenazas. Una especie de chantaje. Le dejaron en libertad por falta de pruebas. Pero lo más probable es que fuese culpable.

—¡Hum! —gruñó el coronel-. ¿Y qué más?

—Hemos descubierto algo en la vida de la esposa de míster George Lee. Vivió con un tal comandante Jones. Pasaba por su hija, pero no era hija suya. Míster Simeon Lee, que conocía mucho a las mujeres, debió comprender la verdad y disparó al azar cuando dijo aquello. Y, por lo tanto, dio en el blanco.

—Esto hace entrar en escena otro motivo —comentó el coronel-. Tal vez Magdalene Lee temió que su suegro supiera algo de la verdad y lo descubriera a su hijo. Lo de la llamada telefónica me pareció muy burdo.

—¿Y por qué no llama al matrimonio y hace que ellos aclaren ese punto? —sugirió el inspector.

—Me parece una buena idea —replicó el coronel. Por medio del timbre llamó a Tressilian y le pidió:

—Diga a míster George Lee y a su esposa que hagan el favor de venir.

Cuando el viejo mayordomo se volvía, Poirot le dijo:

—¿No se ha cambiado la fecha del calendario de pared desde que se cometió el crimen?

—¿Qué calendario, señor? —preguntó Tressilian, volviendo la cabeza.

—El que está en la pared.

Los tres hombres se hallaban sentados en el pequeño despacho de Alfred Lee. El calendario en cuestión era muy grande, con un bloc de hojas en cada una de las cuales iba impreso el día.

Tressilian entornó los ojos y avanzó hasta quedar a medio metro del calendario.

—Usted perdone, señor —dijo-. El calendario está al día. Hoy es veintiséis.

—¡Oh! ¿Y quién habrá arrancado las hojas?

—Míster Lee lo hace todas las mañanas. Es un caballero muy metódico.

—Ya entiendo. Muchas gracias, Tressilian.

Cuando el mayordomo se hubo retirado, Sugden inquirió, extrañado:

—¿Hay algo en ese calendario, monsieur Poirot? Encogiéndose de hombros, Poirot contestó:

—El calendario no tiene ninguna importancia. Sólo quería hacer un pequeño experimento.

Capítulo II

George Lee entró en la habitación acompañado de su esposa.

—Tengan la bondad de sentarse —invitó el coronel-. Deseo hacerles unas preguntas. Se trata de algo que no veo claro.

—Tendré un gran placer en presentarle toda la ayuda

I que me sea posible —aseguró George con vanidoso alarde.

—Claro, desde luego —dijo Magdalene, algo más débilmente.

El jefe de policía hizo una seña a Sugden, que prosiguió:

—Se trata de las llamadas telefónicas de la noche del crimen. Creo que usted llamó a Westeringham, ¿no, míster Lee?

—Sí —replicó fríamente George-. A mi agente electoral. Puedo hacer que él certifique...

Con un ademán, el inspector contuvo el torrente de palabras de George.

—Perfectamente, míster Lee. No se trata de eso. La llamada telefónica tuvo lugar, exactamente, a las nueve menos un minuto.

—No podría decir con toda exactitud la hora...

—Pero nosotros sí —replicó Sugden-. La policía siempre comprueba las declaraciones de los testigos. La llamada desde esta casa fue hecha a las nueve menos un minuto y terminó a las nueve y cuarto. Su padre, míster Lee, fue asesinado a las nueve y cuarto. Por ello ruego que vuelva a explicarnos detalladamente lo que hizo aquella noche.

—Ya lo he dicho. Estaba telefoneando.

—No, míster Lee, no telefoneaba usted.

—Puede que me haya equivocado. Creo recordar que después de haber llamado a Westeringham estuve pensando en la conveniencia de telefonear a otro sitio. Estaba dudando si valía la pena el gasto, cuando oí el ruido arriba.

—¿Y estuvo diez minutos debatiéndose en la duda? George enrojeció.

—¿Qué quiere usted decir? —estalló-. ¡Se necesita cinismo para decir lo que usted insinúa! ¿Es que duda de mi palabra? ¿Por... qué tengo que dar cuenta de todos mis movimientos?

—Es lo corriente —replicó Sugden sin inmutarse. George volvióse hacia el coronel.

—Coronel, ¿apoya usted esta indecorosa actitud?

—En caso de asesinato, míster Lee, estas preguntas tienen que ser hechas y contestadas sin regateo —replicó secamente el coronel.

—Ya he contestado. Estaba en esa habitación...

—¿Seguía en ella cuando se oyó el ruido arriba?

—Claro.

Johnson volvióse hacia Magdalena.

—Creo recordar, señora, que usted declaró haber estado telefoneando cuando sonó la alarma, y nos aseguró que estaba sola en la habitación.

Magdalene enrojeció intensamente. Volvióse hacia su marido, hacia Sugden y luego, suplicantemente, hacia el coronel.

—¿De veras? Realmente no recuerdo lo que dije... ¡Estaba tan trastornada...!

—Tenemos escrita su declaración —dijo Sugden.

—Yo telefoneé... claro..., pero no recuerdo exactamente cuándo lo hice.

—¿Qué significa esto? —preguntó George-. ¿Desde dónde telefoneaste? Desde aquí, no.

—Creo, mistress Lee, que usted no telefoneó —dijo Sugden-. En tal caso, ¿dónde estaba y qué hacía? Magdalene dirigió una mirada de desesperación a su alrededor y rompió en sollozos.

—¡George, no dejes que me traten así! —pidió-. Ya sabes que si me hacen tantas preguntas no sabré qué contestar y no recordaré nada. Ya no sé lo que dije aquella noche. Fue todo tan horrible... y yo estaba tan trastornada... Son tan malos conmigo...

Se puso en pie y, llorando, abandonó la habitación. George Lee estaba furioso.

—No toleraré que se asuste a mi mujer —dijo-. La pobre es muy sensible. Presentaré una moción en el Parlamento acerca de los brutales métodos que utiliza la policía.

Y salió muy furioso de la habitación dando un violento portazo.

El inspector echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—¡Vaya salida! —comentó.

—Un suceso extraordinario—gruñó el coronel-. Me parece todo muy turbio. Tenemos que tomar nueva declaración a esa mujer.

—Volverá dentro de un par de minutos—aseguró Sugden-. En cuanto haya decidido lo que tiene que decir. ¿No le parece, monsieur Poirot?

Éste parecía sumido en un sueño, y al oírse llamar se sobresaltó.