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—¡Oh! —exclamó Pilar-. Es mi madre. —Y sacó del pecho un medallón dentro del cual se hallaba recortada la cabeza de aquella misma muchacha.

Poirot asintió. Dentro del medallón había otro retrato. Era el de un hombre joven y guapo, de cabellos negros y ojos azul oscuro.

—¿Su padre? —preguntó el detective.

—Sí, mi padre —asintió Pilar-. Era muy guapo, ¿verdad que sí?

—Sí, señorita. Pocos españoles tienen los ojos azules, ¿verdad, señorita?

—En el norte abundan bastante. Además, la madre de mi padre era irlandesa.

—De manera que tiene usted sangre española, irlandesa y británica y un poco de gitana —murmuró Poirot-. Con tales herencias, debía resultar un enemigo peligroso.

—¿Recuerda lo que dijo usted en el tren, Pilar? —preguntó Stephen-. A los enemigos hay que degollarlos. ¡Oh!

Se interrumpió, dándose cuenta, de pronto, de la importancia de sus palabras.

Hércules Poirot se apresuró a desviar la conversación. —Tenía que pedirle algo, señorita. Su pasaporte. Mi amigo el inspector lo necesita. En este país se exigen muchas cosas a los extranjeros. Usted, según la ley, es una extranjera y tiene que someterse a esos aburridos trámites. Pilar arqueó las cejas.

—¿Mi pasaporte? Lo iré a buscar. Está en mi habitación.

Mientras caminaba junto a ella, Poirot se excusó.

—Lamento mucho molestarla, señorita.

Subieron al primer piso y al llegar a la puerta de la habitación de Pilar ésta dijo:

—Entraré a buscarlo.

Poirot y Stephen Farr se quedaron allí esperando.

—Ha sido una torpeza por mi parte decir aquello —se lamentó Stephen Farr.

Poirot no replicó. Tenía la cabeza inclinada a un lado, escuchando. Al fin dijo:

—A los ingleses les encanta extraordinariamente el aire fresco. Mademoiselle Estravados debe de haber heredado esa característica.

—¿Por qué?

—Pues porque, a pesar de que hoy el día es sumamente frío, mademoiselle Estravados acaba de abrir la ventana. Es increíble que ame tanto estar en contacto con el aire puro.

De pronto oyóse una exclamación en español y Pilar reapareció, riendo.

—¡Qué torpe soy! —exclamó-. Mi maleta está junto a la ventana y con las prisas se me ha caído el pasaporte por el alféizar. Está abajo, entre las flores. Iré a buscarlo.

—Iré yo —se ofreció Stephen; pero Pilar se había adelantado ya.

Stephen Farr pareció inclinado a seguirla, pero el detective le agarró del brazo diciéndole:

—Vayamos por aquí.

Siguieron hacia el fondo de la casa, hasta llegar al final de la amplia escalera principal.

—No bajemos aún —dijo Poirot-. Si quiere usted acompañarme hasta la habitación del crimen le preguntaré algo.

Atravesaron el pasillo que conducía al cuarto de Simeon Lee. A la izquierda vieron un espacio entrante dentro del cual había dos ninfas de mármol cubriéndose con sus ropas. Todo ello muy del siglo pasado.

Stephen Farr les dirigió una mirada y murmuró:

—De día resultan horribles. La otra noche me pareció que había tres estatuas. Por fortuna sólo hay dos.

—No son modernas —reconoció Poirot-. Pero, sin duda, en otros tiempos costaron un dineral. De noche están mucho mejor.

—Sí, entonces uno no ve más que una figura brillante.

—De noche todos los gatos son pardos —dijo Poirot. En la habitación encontraron a Sugden. Estaba arrodillado junto a la caja de caudales y la examinaba con una lupa. Al oírles entrar levantó la cabeza.

—La abrieron con la llave —dijo-. Alguien que conocía la combinación. No se descubre ninguna señal de violencia.

Poirot se acercó al inspector y le dijo algo al oído. Sugden asintió con la cabeza y salió de la habitación.

Poirot se volvió hacia Stephen Farr, cuya mirada se hallaba fija en el sillón donde se había sentado Simeon Lee. Tenía el ceño fruncido, y las venas se le marcaban en relieve en la frente. Poirot le miró en silencio, y al cabo de unos minutos dijo:

—¿Le asaltan a usted recuerdos?

—Sí. Hace dos días estaba ahí, sentado, vivo. En cambio, ahora...

Luego, alejando con un movimiento de cabeza aquellas ideas, añadió:

—¿No dijo usted que quería preguntarme algo, monsieur Poirot?

—¡Ah, sí! Creo que fue usted la primera persona que llegó aquí aquella noche, ¿verdad?

—No recuerdo. Pero no. Me parece que una de las señoras llegó antes.

—¿Qué señora?

—La señora de George o la de David.

—Me parece que dijo usted que no había oído el grito, ¿verdad?

—No estoy seguro. De todas formas oí un grito, pero debió de ser alguien que estaba abajo.

—¿Oyó un grito así? —preguntó Poirot echando hacia atrás la cabeza y soltando un estridente chillido.

Fue tan inesperado que Stephen se echó hacia atrás y estuvo a punto de caer. Enfadado, dijo:

—¿Es que quiere asustar a toda la casa? No, no oí nada que se pareciese a eso. Va a hacer saltar los nervios de todos los de la casa. Se creerán que se ha cometido otro crimen.

—Es verdad —dijo-. Ha sido una tontería.

Salió de la habitación a toda prisa. Lydia y Alfred se hallaban al pie de la escalera, mirando hacia arriba.

George se les reunió y Pilar entró en aquel momento con su pasaporte en la mano.

—No es nada —declaró Poirot-. No se alarmen. Ha sido un experimento. Nada más.

Alfred se mostró disgustado y George lleno de indignación. Poirot dejó que Stephen explicara a los demás lo ocurrido y dirigióse a toda prisa hacia el otro extremo de la casa. Al llegar a la habitación de Pilar vio salir de ella a Sugden.

—Eh bien? —preguntó Poirot.

—No se ha oído absolutamente nada —declaró el policía, mirando significativamente a Poirot.

Capítulo I

—¿Acepta usted, monsieur Poirot? —preguntó Alfred Lee.

Mientras hablaba se llevó nerviosamente la mano a la boca. En sus ojos había febril excitación. Al hablar tartamudeaba ligeramente. Lydia le miraba con cierta ansiedad.

—No sabe usted lo que eso significa para mí —siguió Alfred-. El asesino de mi padre debe ser descubierto.

—Puesto que me dice usted que ha reflexionado bien sobre ello, míster Lee, acepto su proposición —dijo Poirot-. Pero tenga en cuenta que no podrá volverse atrás. Yo no soy de esos perros a quienes se lanza sobre una pista y luego se les quiere hacer retroceder porque la caza que levantan no es del agrado del amo.

—Claro, claro. Todo está ya preparado. Su dormitorio... Estése aquí todo el tiempo que desee.

—No les molestaré mucho tiempo —aseguró gravemente el detective.

—¿Cómo?

—Digo que no tardaré mucho en descubrir la verdad. Este crimen se mueve en un círculo tan restringido que no puede pasar mucho tiempo sin que se descubra la verdad. Es más; creo que el fin está muy próximo.

—¡Imposible! —exclamó Alfred Lee.

—No lo crea. Todos los hechos señalan más o menos directamente en una dirección. Sólo falta por aclarar algún detalle insignificante. Cuando eso se haya logrado relucirá la verdad.

—¿Quiere decir que ya sabe...? —preguntó Alfred, incrédulamente.

—¡Oh, sí! —sonrió Poirot-. Ya sé.

—¡Mi padre... mi padre! —exclamó Alfred, volviéndose hacia la puerta.

—Tengo que pedirle dos cosas, míster Lee —dijo Poirot.

Con voz opaca, Alfred Lee replicó:

—Lo que usted quiera... lo que usted quiera.

—En primer lugar, quisiera que se colocase en la habitación que me ha sido destinada el retrato de Lee cuando era joven.

Alfred y Lydia miraron al detective.