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Lydia tuvo que morderse los labios para retener la respuesta que estaba a punto de soltar. Encogióse de nuevo de hombros.

—Sabes muy bien que mi padre siente una gran simpatía hacia ti, Lydia.

—Pues yo no puedo decir lo mismo respecto de él —replicó claramente la mujer.

—Me duele oírte hablar así. Es de lamentar escuchar esas palabras en tus labios.

—Es posible, pero a veces una tiene la necesidad de decir la verdad.

—Si papá sospechara...

—Tu padre sabe muy bien que yo no le quiero. Creo que eso le divierte.

—Realmente, Lydia, creo que en eso estás equivocada. Muchas veces me ha hablado de lo bien que te portas con él.

—Es natural. Siempre he procurado ser cortés. Y lo seguiré siendo. Ahora sólo se trata de que sepas cuál es mi manera de pensar y sentir con respecto a tu padre. Me es antipático. Lo considero un tirano. Te trata como a un muñeco y luego se ríe de tu cariño hacia él. Ya debieras haberte impuesto hace años.

—Está bien, Lydia, no hables más. La mujer suspiró.

—Lo siento. Puede que me equivoque... Hablemos de los invitados de Navidad. ¿Crees que tu hermano David querrá venir?

—¿Por qué no?

Lydia movió dubitativamente la cabeza.

—David es un chico muy raro. Hace años que no ha entrado en esta casa. Quería mucho a su madre y no le gusta visitar esta casa.

—David siempre atacó los nervios de papá con su música y sus sueños. A veces puede que papá fuera un poco duro con él. De todas formas, creo que David e Hilda no se negarán a venir. Será Navidad.

—Paz y buena voluntad —declaró Lydia, curvando irónicamente los labios-. Ya veremos, George y Magdalene vendrán. Puede que lleguen mañana. Me temo que Magdalene se aburra mucho.

Alfred declaró con cierto disgusto:

—Nunca he podido comprender por qué mi hermano George se casó con una mujer veinte años más joven que él. Claro que siempre fue un loco.

—Pues en su carrera ha tenido mucho éxito —declaró Lydia-. Sus electores le aprecian. Creo que Magdalene le ayuda mucho en su carrera política.

—No me es nada simpática —murmuró Alfred-. Es muy guapa, pero nunca me he fiado mucho de las apariencias. Es como una de esas perras que parecen de cera...

—Y por dentro son malas, ¿no? —sonrió Lydia-. ¡Resulta cómico que hables así, Alfred!

—¿Por qué?

—Porque generalmente eres un hombre muy bueno. No dices nada malo de nadie. A veces hasta siento rabia de que no seas desconfiado. El mundo es malo.

—Siempre he creído que el mundo es tal como uno lo hace —sonrió Alfred.

—No. El mal no está sólo en nuestro pensamiento. El mal existe... Tú pareces no darte cuenta de su realidad. Yo sí. Siempre lo he notado en esta casa... —Lydia se mordió los labios y se alejó.

—¡Lydia! —la llamó su marido.

Pero ella levantó una mano y sus ojos señalaron algo que estaba detrás de Alfred.

Éste se volvió, descubriendo a un hombre moreno, de rostro bondadoso, que estaba de pie junto a la puerta, deferentemente inclinado.

—¿Qué pasa, Horbury? —preguntó Lydia.

—Míster Lee, madame —replicó en voz baja Horbury-. Me ha encargado que le avise a usted de que habrá dos invitados más para Navidad. Desea que usted haga preparar sus habitaciones.

—¿Dos individuos más? —replicó Lydia. —Sí, señora. Otro caballero y una joven.

—¿Una joven? —preguntó, extrañado, Alfred.

—Sí, señor. Eso fue lo que dijo míster Lee. —Subiré a verle... —empezó Lydia.

Horbury hizo un ligerísimo movimiento, pero fue suficiente para detener a Lydia.

—Perdone la señora, pero mister Lee está durmiendo la siesta. Encargó que no se le molestase. —Perfectamente —dijo Alfred-. No le despertaremos.

—Muchas gracias, señor. —Y Horbury se retiró.

—¡Cómo odio a ese hombre! —exclamó Lydia-. Va de un lado a otro de la casa como un gato. Una nunca le oye llegar o marcharse.

—A mí tampoco me es simpático. Pero sabe bien su oficio. No es fácil conseguir un buen ayuda de cámara. Y lo más importante es que a papá le gusta.

—Sí, es verdad, eso es lo más importante, Alfred. Y, a propósito, ¿qué joven es ésa?

—No lo sé. No recuerdo a ninguna.

Los esposos se miraron. Luego Lydia dijo, con una leve contracción de su expresiva boca:

—¿Sabes lo que estoy pensando, Alfred?

—¿Qué?

—Creo que últimamente tu padre se ha estado aburriendo. Me imagino que se está preparando una divertida fiesta de Navidad.

—¿Presentando a dos desconocidos al círculo de la familia?

—No conozco los detalles, pero me parece que tu padre prepara algo para divertirse.

—Ojalá encuentre algún placer en hacerlo —declaró gravemente Alfred-. Comprendo lo que debe sufrir el pobre, con una pierna inmovilizada, después de la vida tan agitada que ha llevado.

—Sí, muy agitada —repitió Lydia, dando una oscura significación a las palabras.

Alfred debió de entenderla, pues enrojeció intensamente.

—¡No comprendo cómo ha podido tener un hijo como tú! —exclamó Lydia-. Sois los dos polos opuestos. Y él te domina... y tú le adoras.

—Me parece que vas demasiado lejos, Lydia—dijo Alfred, algo vejado-. Me parece muy natural que un hijo quiera a su padre. Lo extraño sería que no lo quisiera.

—En ese caso, la mayoría de los miembros de esta familia son extraordinarios —sonrió Lydia-. ¡Oh, no discutamos! Perdóname. Ya sé que he herido tus sentimientos. Créeme, Alfred, no pensaba decir eso. Te admiro enormemente por tu fidelidad. La lealtad es una virtud muy rara en estos tiempos. Puede que esté celosa. Si las mujeres sienten celos de sus suegras, ¿por qué no han de sentirlos de sus suegros?

—Te domina la lengua, Lydia. No tienes ningún motivo para estar celosa.

Lydia le dio un beso en la oreja.

—Ya lo sé, Alfred. Además, no creo que hubiese sentido celos de tu madre. Me gustaría haberla conocido.

—Fue una pobre criatura —dijo.

Su mujer le miró extrañada.

—¿Es ésa la manera más natural de mencionarla? ¿Una pobre criatura? Muy interesante...

Con la mirada vaga, Alfred siguió:

—Siempre estaba enferma... A veces recuerdo que lloraba...

—Movió la cabeza-. No tenía espíritu.

—Qué raro...

Pero cuando Alfred se volvió para inquirir el significado de estas palabras, Lydia movió la cabeza y, cambiando de conversación, dijo:

—Puesto que no tenemos derecho a saber quiénes son esos inesperados huéspedes, iré a terminar con mi jardín. —Hace mucho frío. El viento es helado...

—Ya me abrigaré.

Lydia salió del cuarto. Al quedarse solo, Alfred Lee permaneció un momento inmóvil, frunciendo el ceño. Luego se dirigió a la gran ventana del final de la estancia. Fuera, una terraza rodeaba casi toda la casa. Al cabo de unos minutos vio salir por ella a Lydia con un cesto plano. Llevaba un grueso abrigo. Dejó el cesto en el suelo y se puso a trabajar en un sumidero de piedra, cuyos bordes sobresalían ligeramente del suelo.

Su marido la observó durante algún tiempo. Por fin abandonó la habitación, se puso un abrigo y salió a la terraza por una puerta lateral. Mientras avanzaba por allí pasó junto a otros sumideros convertidos en minúsculos jardines, producto todo ello de los ágiles dedos de Lydia.

Uno figuraba una escena de desierto con amarillenta arena, un pequeño macizo de palmeras de hojalata pintada, y una procesión de camellos con dos o tres figurillas árabes. Algunas chozas de barro, estilo primitivo, habían sido hechas de plastilina. Había también un jardín italiano, con terrazas y muchas flores de cera. Otro de los jardincitos era un paisaje ártico, con trozos de grueso cristal verde, que hacían las veces de iceberg, y un grupo de pin—güinos. A continuación venía un jardín japonés, con unos arbolillos floridos, un espejo que servía de agua, sobre el cual veíanse extendidos unos puentes de plastilina.