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—¡De ninguna manera! Que se le disponga un hogar y se le pase una pensión decente para vestirse. Creo que ya es bastante.

—¿Te niegas a cooperar? —preguntó Alfred.

—Sí.

—Y haces muy bien —intervino Magdalene-. Ya es una vergüenza que su padre no le dejara una mayor cantidad, puesto que es el único de todos que ocupa un lugar importante en el mundo.

—¿Y tú, David? —inquirió Lydia.

—Creo que tienes razón —contestó David-. Es una lástima que por una cosa así se entable una discusión tan desagradable.

—Bien, de toda la familia sólo George se niega a ayudar —dijo Harry-. Está en minoría.

—No se trata de mayorías ni menorías —dijo George-. Mi parte de la herencia es absolutamente mía. De ella no cederé ni un penique.

—Si quieres librarte de hacer una buena obra, nadie te obligará —dijo Lydia-. Los demás cubriremos tu parte. Al salir de la habitación, Hilda y Lydia quedaron rezagadas. Cuando salieron al vestíbulo descubrieron a Magdalene junto a la mesita, con un paquete entre las ma—nos.

—Debe de ser algo que monsieur Poirot compró en el pueblo —dijo mirando a sus cuñadas-. Me gustaría saber qué hay dentro.

Miró a derecha e izquierda, y luego, riendo, abrió un poco el paquete.

—Echaré sólo un vistazo —dijo.

De pronto Lydia e Hilda, que se iban a retirar, se detuvieron, asombradas ante lo que Magdalene sostenía con los dedos.

—Es un bigote postizo —dijo Magdalene-. Pero... ¿Por qué...?

—¿Un disfraz? Pero... —empezó Hilda. Lydia terminó la sentencia:

—Pero monsieur Poirot posee un magnífico bigote natural.

Magdalene rehízo el paquetito.

—No lo entiendo —declaró-. ¿Por qué habrá comprado monsieur Poirot un bigote postizo?

Capítulo II

Cuando Pilar salió del salón encontró a Stephen Farr.

—¿Ya ha terminado el cónclave familiar? —preguntó éste-. ¿Se ha leído el testamento?

—No me han dejado nada —explicó Pilar-. El testamento fue redactado hace años. Mi abuelo dejaba dinero a mi madre, pero como ella está muerta, el dinero vuelve a la familia. Claro que si él hubiese vivido hubiera hecho un nuevo testamento y me hubiera dejado mucho dinero. Tal vez, incluso, me lo hubiese dejado todo.

—Lo cual no hubiera estado bien, ¿verdad? —sonrió Stephen.

—¿Y por qué no?

—Es usted una buscadora de oro, una vampiresa.

—El mundo es muy cruel con las mujeres —afirmó Pilar-. Tenemos que cuidar de nosotras mismas mientras somos jóvenes. Cuando somos viejas y feas no le importamos nada a nadie.

—Bueno, no se preocupe, Pilar. Seguramente los Lee cuidarán de usted.

—Lo cual no será nada agradable —declaró la muchacha.

—No, ciertamente. No puedo imaginármela viviendo aquí, Pilar. ¿No le gustaría ir a África del Sur? Allí hay mucho sol y mucha tierra. También hay mucho trabajo. ¿Le gusta trabajar?

—No sé.

—¿Preferiría sentarse en un balcón, sin hacer nada en todo el día, y engordar hasta no caber en el sillón, y tener una triple papada?

Pilar se echó a reír.

—Me alegro de haberla hecho reír—dijo Stephen.

—Creí que en estas Navidades me divertiría mucho. En los libros que he leído acerca de las Navidades inglesas se dice que son muy alegres, que se come plum pudding envuelto en llamas y muchas cosas buenas por el estilo. —Para eso le hubiera hecho falta una Navidad que no estuviera complicada con ningún crimen. Entremos un momento en la despensa, donde se guardan todas las cosas que están destinadas a esta Navidad. Ayer me la enseñó Lydia.

Entraron en una pequeña habitación que casi era un armario y en ella se veían amontonadas cajas de sorpresas, de frutas secas, de naranjas, dátiles.

—Mire, aquí están los globitos a punto de ser reventados —explicó Stephen.

—¿Puedo hacer estallar uno? —preguntó Pilar con los ojos brillantes-. Estoy segura de que Lydia no se enfadará. Me encantan los globitos.

—¡Qué chiquilla! Tenga. ¿Cuál quiere?

—Me gustaría uno rojo.

Hincharon un par de globos de goma y salieron al pasillo a jugar con ellos.

Cuando Poirot entró, los halló en el vestíbulo, tirándose los globos y riendo. Con una indulgente mirada, les preguntó:

—¿Juegan ustedes a jeux d'enfants? Es muy bonito. Pilar dijo casi sin aliento:

—Mi globo es el rojo. Es más grande que el de él. Mucho más grande. Si saliéramos al jardín lo haría subir hasta el cielo.

—Soltémoslos fuera y deseemos algo —propuso Stephen.

—¿Por qué?

Pilar corrió al jardín, seguida de Stephen y Poirot.

—Desearé mucho dinero, globito —anunció Pilar. Y dejó que el viento arrebatase el globito.

—No hay que decir el deseo —rió Stephen.

—¿Por qué?

—Pues porque entonces no se cumple. Ahora desearé yo.

Stephen soltó un globo, pero con menos suerte que Pilar. Flotó un momento en el aire y al fin fue a dar contra un arbusto, estallando.

La muchacha corrió hacia él.

—¡Se ha reventado! —exclamó trágicamente. Luego, mientras pisaba con la punta del pie los restos del globito, dijo-: Esto fue lo que recogí en la habitación del abuelo. También él tenía un globito.

Poirot lanzó una exclamación. Pilar volvióse hacia él; Poirot dijo:

—No ha sido nada. He tropezado —volvióse hacia la casa y murmuró-: ¡Tantas ventanas! Una casa tiene sus ojos y sus oídos. Es una lástima que los ingleses sean tan aficionados a tener las ventanas abiertas.

En aquel momento Lydia apareció en la terraza.

—El almuerzo está servido —anunció-. Pilar, todo ha sido arreglado satisfactoriamente. Luego Alfred te explicará, todos los detalles.

Los cuatro entraron en la casa. Poirot fue el último. En su rostro se reflejaba una grave expresión.

Capítulo III

Cuando terminó el almuerzo, Alfred le dijo a Pilar:

—¿Quieres acompañarme a mi despacho? Quiero decirte algo.

La guió hasta su estudio, y cerró la puerta tras sí. Los demás se dirigieron al salón. Sólo Hércules Poirot permaneció en el vestíbulo, mirando pensativamente la puerta cerrada del estudio.

En aquel momento, Tressilian se acercó a él.

—Quisiera hablar con míster Lee —dijo el viejo mayordomo-. Pero no me atrevo a molestarle.

—¿Ha ocurrido algo? —inquirió el detective.

—Una cosa muy rara, señor. Una cosa que no tiene sentido.

—Cuéntemela.

—Pues... —el mayordomo vacilaba-. ¿Se ha fijado el señor en las balas de cañón que hay a los lados de la puerta principal, en la parte de fuera? Son dos grandes bolas de piedra... Pues... una de ellas ha desaparecido.

Poirot arqueó las cejas.

—¿Desde cuándo? —preguntó.

—Esta mañana estaban allí las dos. Yo lo juraría. El rostro de Poirot se ensombreció.

—¿Quién puede tener interés en robar una cosa así, señor?

—No me gusta nada de eso —musitó Poirot. Tressilian le observaba ansiosamente.

—¿Qué le ocurre a esta casa, señor? —preguntó al fin-. Desde que el señor murió no parece la misma. Me hace el efecto de que estoy soñando. Confundo las cosas y las personas. Soy demasiado viejo para mi trabajo.

—Ánimo, ánimo —le dijo Poirot, dándole unas palmadas en la espalda.

—Muchas gracias, señor. Pero realmente soy ya demasiado viejo. Siempre estoy pensando en los tiempos pasados, en las viejas caras. Cuando pienso en miss Jennifer, en míster David y en míster Alfred, me los imagino como cuando eran jóvenes. Desde aquella noche en que míster Harry volvió...

—Sí, en eso estaba pensando —sonrió Poirot-. Dice usted que confunde las cosas desde que su amo fue asesinado. Pero la cosa empezó antes. Desde que míster Harry volvió a casa, ¿verdad?