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»Sin embargo —siguió Poirot, después de una breve pausa, durante la cual George intentó en vano decir algo-, son muchos los hombres estúpidos que se han dedicado al crimen.

Luego se volvió hacia el lugar en que se encontraba Magdalene.

—También la señora tiene sus motivos —siguió-. Está cargada de deudas, y algunas de las palabras de su suegro le produjeron una gran inquietud. Tampoco ella tiene ninguna coartada. Fue a telefonear, pero no pudo hacerlo, y sólo su palabra demuestra que es verdad. Ninguna prueba la apoya.

»A continuación viene míster David —siguió el detective-. Muchas veces me ha hablado del vengativo carácter de los Lee. Míster David no olvidó jamás ni perdonó a su padre por la forma cómo trató a su madre. Las últimas palabras que contra ella pronunció Simeon Lee fueron la gota de agua que hace rebosar el vaso. Se dice que David Lee estaba tocando el piano cuando se cometió el crimen. Pero por coincidencia estaba interpretando la Marcha Fúnebre. Pero supongamos que era otra la persona que interpretaba dicha Marcha Fúnebre. Alguien que sabía lo que iba a hacer y que aprobaba su conducta.

—Esa sugerencia es infame —declaró Hilda. Poirot se volvió hacia ella.

—Presentaré otra, señora. Fue usted quien cometió el crimen. Fue usted quien subió a ejecutar la sentencia de muerte de un hombre a quien usted consideraba indigno de todo perdón. Usted, señora, es de esas personas que pueden ser terribles cuando se irritan.

—Yo no lo maté —declaró serenamente Hilda.

—Monsieur Poirot tiene razón —intervino Sugden-. Todos, menos míster Alfred Lee y su hermano Harry, pueden ser culpables.

—Ni siquiera ellos dos pueden quedar libres de sospechas —declaró Poirot.

—¡Por Dios, monsieur Poirot! —exclamó Sugden.

—¿Y cuál es la acusación contra mí? —preguntó Lydia.

—Su motivo, señora, lo callaré. Es evidente... En cuanto a lo demás, la noche del crimen usted llevaba un traje muy llamativo, con una capa de la misma tela. Le recuerdo a usted que Tressilian es muy corto de vista. A cierta distancia confunde los objetos. También debe re—cordar que el salón es grande, alumbrado indirectamente, casi en penumbra. Dos minutos antes de que se oyeran los gritos, Tressilian entró a buscar las tazas vacías. Y creyó verla a usted junto a la ventana.

—Me vio —afirmó Lydia.

—Es muy posible que Tressilian viera la capa de su traje, colgada contra la cortina—siguió sin interrupción el detective.

—Yo estaba allí —repitió Lydia.

—¿Cómo se atreve usted...? —empezó Alfred. Harry le interrumpió.

—Déjale seguir, Alfred. Ahora nos toca a nosotros. ¿Cómo puede usted sugerir, monsieur Poirot, que Alfred matara a su queridísimo padre, siendo así que él y yo estábamos discutiendo en el comedor?

Poirot le miró sonriente.

—Eso es muy sencillo —declaró-. Una coartada cobra más fuerza cuando el que la corrobora lo hace contra su deseo. Usted y su hermano se llevan mal. Eso lo sabe todo el mundo. Usted le zahiere en público. Él no dice nunca nada bueno de usted. Pero, supongamos por un momento que todo ello es un plan magistralmente ideado. Supongamos que Alfred Lee está harto de sufrir las imposiciones de su padre. Supongamos que ustedes dos se han puesto en relación hace algún tiempo. El plan se perfila. Usted vuelve a casa. Alfred finge indignarse. Le demuestra, ante todos, celos y odio. Usted lo desprecia. Y llega la noche del crimen que los dos han planeado muy bien. Uno de ustedes permanece en el comedor, hablando en voz alta, como si se estuviera peleando con su hermano. Y en tanto, el otro sube arriba y comete el crimen.

Alfred se puso en pie de un salto.

—¡Es usted un canalla! —rugió con voz entrecortada.

—Pero, ¿de veras cree...?

Sugden miró a Poirot.

Con voz súbitamente autoritaria, Poirot siguió:

—Tenía que demostrar todas las posibilidades. Éstas son las cosas que hubieran podido ocurrir. Ahora, para descubrir la verdad debemos volver al carácter de Simeon Lee.

Capítulo VI

Hubo una breve pausa. Cosa curiosa, todo el rencor y la indignación habían desaparecido. Hércules Poirot mantenía a su auditorio bajo el hechizo de su personalidad. Le miraban fascinados, mientras reanudaba su exposición de los hechos.

—Todo está ahí. El muerto es el foco y el centro del misterio. Debemos ahondar en el corazón y en la mente de Simeon Lee y ver qué encontramos allí. Porque un hombre no vive enteramente para sí. Lo que tiene lo da... a aquellos que vienen tras él...

»¿Qué legó Simeon Lee a sus hijas e hijos? En primer lugar: orgullo. Un orgullo que en el muerto se frustró en su decepción por sus hijos. Luego la cualidad de la paciencia. Sabemos que Simeon Lee esperó pacientemente durante años para vengarse de alguien que le había injuriado. Vemos que ese aspecto de su temperamento fue heredado por el hijo que menos se le parece físicamente. David Lee también es capaz de recordar y alimentar un rencor y resentimiento a través de los años. Físicamente, Harry Lee es el único de sus hijos que se le parece mucho. Ese parecido es notable cuando se examina el retrato de Simeon Lee cuando era joven. La misma nariz aguileña, el mentón saliente, la cabeza echada atrás. Creo que Harry también heredó muchos de los gestos peculiares de su padre. Por ejemplo, ese hábito de echar hacia atrás la cabeza al reír y el de acariciarse la barbilla.

»Teniendo presente todo eso y estando convencido de que el crimen lo cometió una persona íntimamente relacionada con el muerto, estudié a la familia desde ese punto de vista psicológico. Es decir, traté de decir quiénes eran los criminales psicológicamente posibles. Y en mi juicio sólo dos personas reunían esas condiciones. Eran Alfred Lee e Hilda Lee, la esposa de David. A David lo rechacé como posible asesino... No creo que un ser tan delicado pudiera ser autor de un crimen tan brutal. También rechacé a George Lee y a su esposa. Fueran cuales fuesen sus deseos, no creo que tuvieran suficiente temperamento para correr ese riesgo. Ambos son esencialmente cautos. También consideré incapaz de todo acto de violencia a la esposa de Alfred Lee. Al llegar a Harry Lee vacilé. Aparentemente, es un hombre combativo, enérgico, pero sospecho que todo eso es puro bluff, y que esencialmente es débil. Sé también que esa misma era la opinión de su padre. Dijo que Harry no valía más que los otros. Eso me dejaba con sólo dos posibles criminales. Ya los he nombrado. Alfred es un hombre que sabe ser fiel. Se ha sabido dominar durante años, limitándose a ser el subordinado a la voluntad del otro. En tales condiciones siempre es posible que algo salte. Además, es incluso muy posible que alimentara algún rencor secreto contra su padre. Y ese rencor, al no ser expresado de ninguna manera, fue creciendo en intensidad. Son las personas tranquilas y apacibles las que de súbito se demuestran capaces de las mayores violencias. Cuando pierden el dominio de sí mismas, lo pierden por completo. La otra persona a quien consideraba capaz del crimen era Hilda Lee. Es del tipo de personas que en determinadas ocasiones es capaz de tomarse la justicia por sus propias manos. Esos seres son jueces y ejecutores a la vez. En el Antiguo Testamento hay muchos personajes así. Jael y Judith, por ejemplo.

»Luego examiné las circunstancias del crimen. Y lo que primero llama la atención son las extraordinarias condiciones en que ese crimen tuvo lugar. Recordamos la habitación en que halló la muerte Simeon Lee. Había allí una pesada mesa, unas pesadas sillas y sillones, una lámpara y otros objetos, todo volcado. Pero la mesa y los sillones eran lo más curioso. Ambos muebles son de sólido roble. Resulta difícil comprender cómo en una lucha entre dos hombres puede volcarse tanto mueble sólido. El conjunto resulta irreal. Y, no obstante, a ninguna persona con sentido común se le hubiera ocurrido disponer aquella decoración a menos que fuera real. De ser así, el asesino de Lee tenía que ser un hombre vigoroso.