Hilda había elevado la voz.
—¡No había nadie, nadie! ¿Me entiende? Y. sin embargo, nadie salió de aquella habitación...
Capítulo VII
El inspector lanzó un hondo suspiro.
—O yo me vuelvo loco, o lo están los demás —dijo-. Lo que usted nos cuenta es imposible, señora, completamente imposible.
—¿Y por qué ha callado durante todo este tiempo? —preguntó Poirot.
Hilda, muy pálida, pero con voz serena, contestó:
—Si les hubiera dicho la verdad, sólo hubieran sacado una conclusión: que yo era quien le había matado. Poirot movió la cabeza.
—No —dijo-. Usted no le mató. Le mató su hijo.
—¡Juro ante Dios que no le toqué! —exclamó Stephen.
—Usted no. Pero míster Lee tenía otros hijos.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Harry.
George miraba fijamente al detective. David se pasó una mano por los ojos. Alfred parpadeó un par de veces.
—La primera noche que estuve aquí —dijo Poirot- me refiero a la noche del crimen, vi un fantasma. Era el fantasma del muerto. Cuando por primera vez vi a Harry, me dije que ya le había visto en otra ocasión. Luego me fijé en sus facciones y me di cuenta de lo mucho que se parecía a su padre. Entonces creí que a eso se debía mi suposición.
»Pero ayer un hombre que estaba sentado frente a mí echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. Y entonces comprendí a quién me había recordado Harry Lee. Y de nuevo hallé en otro rostro las facciones del muerto.
»No es raro que el pobre Tressilian se sintiera confundido cuando abrió la puerta, no a (los hombres, sino a tres que se parecían enormemente. No tiene nada de extraño que se alterara la firmeza mental del mayordomo, puesto que en la casa había tres hombres casi iguales, y que a cierta distancia podían pasar el uno por el otro. La misma estatura, los mismos ademanes (el más característico de todos es el de acariciarse la barbilla), la misma manera de reír, echando hacia atrás la cabeza, la misma nariz aguileña. Y, sin embargo, la semejanza no era siempre fácil de notar, pues el tercero de esos hombres lleva bigote.
»Uno se olvida a veces de que los policías son también hombres, de que tienen mujer, hijos, hogar, madres y... —hizo una pausa- padres... Recuerden ustedes la fama de Simeon Lee: un hombre que destrozó el corazón de su mujer a causa de sus enredos con otras mujeres. Un hijo nacido ilegalmente puede heredar muchas cosas. Puede heredar las facciones de su padre e incluso sus gestos. Así como su orgullo, su paciencia y su vengativo espíritu.
La voz de Poirot se elevó.
—Durante toda su vida, Sugden, usted ha estado resentido por el daño que su padre le hizo. Estoy seguro de que hace mucho tiempo que decidió matarlo. Vino usted de la región vecina, donde su madre, sin duda con el dinero que Simeon Lee le regaló generosamente, encontró un marido que se hiciese cargo de la paternidad del niño que iba a nacer. Usted ingresó en la policía de Middleshire y aguardó su oportunidad. Un oficial de policía tiene mu—chas oportunidades de cometer un crimen y librarse de toda sospecha.
Sugden estaba blanco como el papel.
—Está usted loco —dijo-. Cuando le mataron yo estaba fuera de esta casa.
Poirot movió negativamente la cabeza.
—No, usted le mató antes de salir de aquí por primera vez... Después de su marcha nadie vio vivo a Simeon Lee, que estaba esperándole, pero no le llamó. Fue usted quien le dijo por teléfono que se había enterado de que intentaban robarle. Le dijo también que a las ocho de la noche le pasaría a visitar con la excusa de recaudar fondos para el Orfanato de la Policía. Simeon Lee no sospechaba nada. Ignoraba que usted fuera su hijo. Usted le contó un cuento acerca de unos diamantes robados. Para demostrarle que no era verdad, su padre abrió la caja de caudales y le enseñó las piedras. Y entonces, mientras él estaba vuelto de cara hacia el fuego, usted le atacó por la espalda y, tapándole la boca para que no pudiese gritar, le degolló... Para un hombre de su vigor la cosa fue sencillísima.
»Después de esto usted preparó el escenario. Guardó los diamantes, cerró la caja de caudales. Amontonó sillas, mesas, jarrones y a la base de todo esto ató una cuerdecita que traía arrollada a la cintura. También traía una botella de sangre animal, a la cual había añadido una pequeña cantidad de citrato de sosa. Con esa sangre regó los alrededores del cadáver y añadió un poco más de citrato de sosa a la sangre que manaba de la herida, a fin de que no se cuajara. Después añadió más combustible al fuego a fin de que el cadáver conservase su calor. Una vez hecho todo esto, pasó los dos cabos de la cuerda por la ranura de la ventana y cerró por fuera. Esto era muy importante, ya que nadie debía entrar allí después de su marcha.
»Al salir de la casa escondió las piedras preciosas en la reproducción del Mar Muerto. Si más pronto o más tarde eran descubiertas allí, eso no haría más que desviar las sospechas hacia donde usted quería: hacia los hijos legítimos de Simeon Lee. Un momento antes de las nueve y cuarto volvió usted y, dirigiéndose al pie de la ventana, tiró de los dos cabos de la cuerdecita. Así se vino abajo la pirámide de muebles con un estrépito terrible. Después tiró usted de uno de los cabos de la cuerdecita, y cuando la tuvo toda en su poder, la escondió como antes.
»Pero aún había hecho algo más. Poirot se volvió hacia los demás.
—¿Recuerdan que todos ustedes describieron de distinta manera el grito de muerte de Simeon Lee? El que más cerca anduvo de la verdad fue Harry Lee, que dijo que parecía el aullido de muerte de un cerdo.
»¿Conocen ustedes esos globitos de goma que venden en las ferias? Son alargados, pintados como si fueran unos cerditos y producen un sonido exactamente igual al grito de muerte de un cerdo. Ésta fue, Sugden, su última combinación. La boca de la trompetilla estaba tapada con un pequeño corcho. Al tirar de la cuerda hizo que el tapón saltara, y el globo, al desinflarse, produjera aquel inhumano alarido. Y eso fue lo que todos oyeron.
Poirot se volvió hacia los demás.
—Ya saben qué fue lo que Pilar recogió del suelo. Sugden tenía la esperanza de llegar a tiempo de recoger aquella vejiga de goma antes de que nadie se fijara en ella. No pudo hacerlo, pero sí consiguió quitársela a Pilar sin que nadie sospechara nada. Pero se olvidó de mencionar ese incidente, cosa por sí sola bastante sospechosa. Magdalene Lee me lo explicó y entonces inquirí a Sugden si era verdad. Estaba preparado para esa contingencia y me entregó una madera y un trozo de esponja, cosas bastante parecidas a las que Magdalene podía haber visto. Yo fui muy tonto, pues en lugar de decirme: «Esto no tiene ningún significado y, por lo tanto, el inspector está mintiendo», traté de hallar una explicación a aquellos objetos. Pero hasta que mademoiselle Estravados pisó los restos de un globito reventado y declaró que, sin duda aquello había sido lo que encontró en la habitación de su abuelo, no vi la verdad.
»¿Se dan cuenta de lo bien que todo encaja? La lucha que era necesario fingir para establecer una falsa hora del crimen; la puerta cerrada, para que nadie pudiese entrar y descubrir demasiado pronto el cadáver; el alarido del muerto. Por fin, el crimen resulta razonable y lógico.
»Pero desde el momento en que Pilar anunció en voz alta su descubrimiento acerca del globito, me di cuenta de que estaba en peligro de muerte, pues el asesino haría todo lo posible para hacerla callar, pues no era la primera vez que le hacía pasar un mal rato. Ya una vez, al hablar de míster Simeon Lee, dijo que de joven debía de haber sido muy semejante al inspector. No tiene nada de extraño que Sugden se pusiera colorado. Después de eso, trató de que las sospechas recayeran sobre ella, pero era muy difícil, ya que la nieta sin herencia no podía tener ningún interés en la muerte de su abuelo. Más tarde, al oír desde una de las ventanas cómo Pilar anunciaba en voz alta su descubrimiento acerca del globito, dispuso una trampa para matarla. Fue un verdadero milagro que no consiguiese sus propósitos.