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Harry desorbitó los ojos.

—¿Una reunión familiar? ¿Qué le pasa al viejo? Antes no tenía nada de sentimental. Tampoco recuerdo que le importase gran cosa la familia. Debe de haber cambiado.

—Tal vez —replicó secamente Lydia.

Pilar estaba mirando con los ojos muy abiertos e interesada.

—¿Cómo está George? —preguntó Harry-. ¿Sigue tan tacaño? Aún recuerdo cómo se ponía si le obligaban a soltar medio penique de su bolsillo.

—Está en el Parlamento—explicó Pilar-. Representa a Westeringham.

—¡Cómo! ¿Popeye en el Parlamento? ¡Ésta sí que es buena!

Y echando hacia atrás la cabeza, Harry estalló en ruidosas carcajadas.

De pronto se interrumpió al oír un ligero ruido a su espalda. Volvióse, descubriendo a Alfred, que había entrado sin que nadie le oyera y estaba allí, mirando con extraña expresión a su hermano.

Harry permaneció silencioso unos instantes; luego una lenta sonrisa asomó a sus labios y dio un paso hacia delante.

—¡Pero si es Alfred! —exclamó.

—Hola, Harry —replicó su hermano.

Lydia, que les estaba observando, pensó: «¡Qué absurdo! Parecen dos perros a punto de embestirse».

Pilar desorbitó los ojos pensando:

«¡Qué tontos!, ¿por qué no se abrazan? Puede que los ingleses no tengan costumbre de hacer eso, pero al menos podrían decirse algo. ¿Por qué no hacen más que mirarse?»

—Bien —dijo al fin Harry-. Ya estoy otra vez en casa. —Sí, han pasado muchos años desde que te marchaste. Harry irguió la cabeza. Se pasó la mano por la barbilla, ademán habitual en él que expresaba belicosidad.

—Sí —dijo-. Me alegro de haber vuelto a... mi hogar.

Capítulo II

—Sí, creo que he sido un hombre muy malo —dijo Simeon Lee.

Pilar estaba sentada junto a él, observándole atentamente.

—Sí, he sido un hombre muy malo —repitió-. ¿Qué dices a eso, Pilar?

La muchacha no contestó a la pregunta y se encogió de hombros.

—Todos los hombres son malos —replicó-. Las monjas lo dicen. Por eso tenemos que rogar por ellos. —Pero yo he hecho más cosas malas que la mayoría de los hombres—rió Simeon-. Y no me arrepiento de nada. Me he divertido mucho... Dicen que cuando uno se vuelve viejo se arrepiente. Y te aseguro que he cometido todos los pecados que Dios castiga. He mentido, he robado, he hecho trampas... Y mujeres, siempre mujeres. No sé quién me habló el otro día de un jefe árabe que como guardia de corps tenía a cuarenta hijos suyos, casi todos de la misma edad. Pues bien, creo que si me preocupase de buscar los rebaños, seguramente doblarían esa cifra. ¿Qué te parece eso, Pilar? ¿Te asombra?

Pilar siguió mirando a su abuelo.

—¿Por qué me he de asombrar? Todos los hombres siempre desean a las mujeres. Mi padre también era así. Por eso las esposas son casi siempre desgraciadas y tienen que ir a la iglesia a rezar.

Simeon frunció el ceño.

—Hice muy desgraciada a Adelaide —dijo hablando casi para sí-. ¡Dios, qué mujer! Cuando me casé con ella era alegre, guapa como pocas y con un cutis que parecía hecho de pétalos de rosa. ¿Y luego? Siempre llorando y gimiendo. Cuando un hombre ve que su mujer se pasa el día llorando se convierte en un salvaje. Adelaide no supo estar a su nivel. Se creyó que al casarme con ella dejaría de ser como había sido hasta entonces y que me conformaría con vivir en el hogar, al cuidado de los hijos, olvidando todas las malas costumbres adquiridas.

Su voz se fue apagando. Su mirada se fijó en las llamas de la chimenea.

—¡Cuidara la familia...! ¡Dios santo, qué familia! —Simeon soltó una irritada carcajada-. Mírala, fíjate en ella. Entre todos no hay un solo hijo capaz de tener iniciativa propia. No sé qué les ha ocurrido. ¿Es que no tienen ni una sola gota de sangre mía en las venas? Por ejemplo Alfred. ¡Cuán harto estoy de él! Se pasa el tiempo mirándome con ojos de perro, siempre dispuesto a hacer lo que yo le ordene. ¡Qué idiota! En cambio, su mujer tiene espíritu. Me encanta. No me quiere nada. Nada en absoluto. Pero tiene que aguantarme por el bien de ese imbécil de Alfred. —Miró a la muchacha y añadió-: Recuerda Pilar, que no hay nada tan aburrido como la devoción.

Pilar sonrió alegremente y Simeon Lee continuó, todavía más incisivo y animado por la presencia de la joven: —¿Y George? ¿Qué es George? Un palo, un bacalao disecado, un globo hinchado, sin cerebro ni inteligencia... y con un amor indignante al dinero. ¿David? David siempre fue un loco y un soñador. Fue el niño mimado de su madre. En lo único que demostró tener cabeza fue en lo de elegir mujer. —Golpeó fuertemente el brazo de su sillón-. ¡Harry es el mejor de todos! El pobre Harry, el incomprendido, por lo menos, tiene sangre en las venas. Pilar se mostró de acuerdo.

—Sí, es simpático. Sabe reír. Me es muy simpático. —¿De veras, Pilar? Harry siempre ha tenido un gran éxito con las mujeres. En eso ha salido a mí —empezó a reír-. He vivido bien la vida. He tenido mucho de todo. Me he apoderado de todo cuanto me ha apetecido. He vivido como me ha dado la gana.

—¿Y ha pagado el precio de ello?

Simeon dejó de reír y miró a la muchacha.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Le he preguntado si había pagado el precio de todo eso.

—No ... sé —musitó Simeon Lee.

—No ... sé —tartamudeó Pilar.

De pronto descargó un puñetazo sobre el brazo del sillón y gritó furioso:

—¡A mí no me engañas! —dijo el viejo-. Si me has escuchado hasta ahora y tienes paciencia conmigo es por mi dinero.... ¡Por mi dinero! ¿O es que me vas a decir que quieres mucho a tu abuelo?

—No, no le quiero a usted —replicó Pilar-. Pero me es simpático. Eso debe usted creerlo, porque es verdad. Está usted más lleno de vida que los demás habitantes de esta casa. Además, tiene usted cosas muy interesantes que contar. Ha viajado, ha llevado vida de aventurero. Si yo fuese hombre, me gustaría ser como usted.

—Te creo, chiquilla —replicó Simeon-. Tenemos sangre gitana en las venas. En mis hijos no se ha revelado mucho. Sólo Harry demuestra que la tiene. En ti también está. Cuando es necesario sé ser paciente. Una vez esperé quince años para vengar una injuria que se me había inferido. No olvides que ésa es otra característica de los Lee. ¡No olvidan! Se vengan aunque les sea necesario esperar años enteros. Un hombre me estafó. Esperé quince años hasta que se me presentó la deseada oportunidad, y entonces pegué y le arruiné. Le dejé limpio y desnudo por completo.

—Rió suavemente.

—¿Fue en África del Sur? —preguntó Pilar.

—Sí, un gran país.

—¿Ha estado allí?

—Sí, cinco años después de casarme. Ésa fue la última vez.

—¿Y antes? ¿Estuvo mucho tiempo?

—Sí.

—Cuénteme algo.

El anciano comenzó a hablar. Pilar le escuchaba atentamente. De súbito, Simeon calló, y poniéndose en pie dijo:

—Espera, voy a enseñarte algo.

Dirigióse con paso lento hasta la caja de caudales, la abrió e hizo seña a Pilar de que se acercase.

—Míralas. Acarícialas. Deja que te resbalen por las manos. —Observando la expresión de extrañeza de la muchacha, se echó a reír-. ¿Sabes lo que son? ¡Diamantes, hija mía; diamantes!

Pilar abrió de par en par los ojos. Inclinándose hacia delante murmuró:

—¡Parecen guijarros! Simeon volvió a reír.

—Son diamantes sin tallar. Están tal como se encuentran.

—¿Y si estuviesen tallados serían brillantes de verdad?

—Desde luego.

—¿Y relucirían?

—Como los demás.

—¡No lo creo! —exclamó Pilar, infantilmente.

—Pues es la pura verdad.

—¿Y valen mucho dinero?

—Desde luego. Claro que no se puede decir nada antes de que hayan sido tallados. De todas formas, esto que hay aquí vale varios miles de libras.